Sin embargo, Andamán posee otros rincones que, lejos del bullicio y los excesos del turismo de masas, ofrecen verdaderas joyas al viajero más exigente. Una de dichas joyas es Panyi, un islote minúsculo perdido en el mar de Andamán, que es, en realidad, un pueblecito flotante. Efectivamente, se trata de una pequeña vila de pescadores, construida sobre las aguas, y, por consiguiente, a merced de los caprichos del mar de Andamán, con poco más de doscientas familias, que suman unas dos mil personas en total.
Panyi fue erigido, en el siglo XVIII, por pescadores nómadas, provinientes de la vecina Indonesia. Dado que, por entonces, las leyes tahilandesas sobre suelo urbanístico no permitían a los extranjeros adquirir tierras, hubieron de construir el pueblo de Panyi sobre el agua, tal como el visitante de hoy puede contemplarlo.
Llegar a Panyi al atardacer, con los últimos rayos de sol acariciando la cúpula dorada de la mezquita (único edificio construido sobre tierra firme), de la que emergía melodioso el azan, la llamada a la oración islámica, tras surcar las aguas cálidas de Andamán, entre islotes de playas desiertas de arenas de un blanco impoluto, que se alzan sobre el mar dibujando las formas más inverosímiles; llegar a Panyi a esa hora, digo, es algo mágico, y espero no resultar cursi al decirlo.
Sus gentes son cálidas y amables, como, de hecho, suele ocurrir en todo el sudeste asiático. Así, no es difícil que respondan con sonrisas nada fingidas a las miradas del extranjero, e incluso a algunas de sus impertinencias. Y es que, por lo general, los isleños de estos lares responden al tópico que dice que en estas islas la vida late a otro ritmo y con otra calidad.
Tahilandia es un país, mayoritariamente, budista, en concreto budista theravada. Sin embargo, la presencia del islam es muy viva, sobre todo en el sur, en el que los musulmanes alcanzan el cuarenta por ciento de la población. El islam es aquí un islam profundamente thai, algo que algunos ignoran o pretenden ignorar muy a la ligera. Por eso, aquí, el viajero no hallará ni Ahmads, ni Muhammads, ni Anuars, ni Mustafás. También los usos culinarios del lugar distan mucho de lo que el viajero halla en otros lugares de raigambre islámica. Y, hablando de cocina, nada como el marisco de Panyi, servido con las típicas especias de la suculenta cocina tahilandesa, y a unos precios, por supuesto, que nada tienen que ver con los nuestros, que son desorbitantes.
Panyi despide al viajero con la misma calma con la que lo acoge. Y es que en una isla flotante como esta todo se mece al ritmo de las olas del mar, que nada retienen. Todo es un calmo ir y venir de sensaciones imborraables que perduran en el tiempo.
Halil Bárcena (enero, 2010)