Sabiduría y acciónHalil BárcenaEn unos tiempos como los que nos ha tocado en suerte vivir, caracterizados por la vulgaridad y el feísmo (¡a cualquier mamarrachada, por ejemplo, se le llama arte!) y la dramática ausencia de sensibilidad espiritual, debida en parte a la borrachera de racionalismo que nos ha vuelto incapaces de entender el simbolismo, cuando es éste, justamente, el lenguaje en el que se expresa lo espiritual; en unos tiempos como estos, de total desmantelamiento axiológico, que nos obligan a vivirlo todo desde la corteza de las cosas ignorando las esencias; en unos tiempos así, digo, se impone más que nunca la tarea de rescatar los principios y las aplicaciones de la sabiduría universal e intemporal contenida en las tradiciones espirituales de la humanidad, el sufismo entre ellas. Sólo de este modo, poniendo los puntos sobre las íes, o lo que es lo mismo, recolocando el eje de coordenadas en base a valores universales, sólidos y contrastados, podremos hallar una salida digna al atolladero en el que se hallan inmersas nuestras atribuladas sociedades avanzadas, en parte debido al desnortamiento de las clases dirigentes. Y es que hay quien parece no darse cuenta de que nunca hay viento bueno para quien no posee un rumbo preciso. En el presente texto abordaremos la relación existente entre sabiduría y acción en el mundo, un punto preñado de malentendidos.
Quede claro de entrada que nuestro punto de vista no se sitúa en lo que podríamos denominar quietismo espiritual y que la injusticia ha de ser no sólo denunciada sino combatida también, allá donde quiera que se manifieste. Sobre esto no debiera de planear duda alguna. La injusticia no pertence a la categoría de los hechos inevitables; y es, ha de ser, una obligación del sabio comprometerse en su erradicación. Dicho esto, ha de añadirse a renglón seguido lo más importante: que no hay cambio -¡cambio real, por supuesto!- sin cambiarse. En ese sentido, la revolución más noble es la que toma por objetivo la transformación de las personas desde su interior. Y es que el primer acto de justicia consiste en desembarazar mente y corazón de la voracidad egoísta, para así desembarazar al mundo de un ser depredador. Por supuesto, no se trata aquí de esperar a iluminarse para después emprender la tarea de transformar el mundo, visión ésta de un infantilismo insultante, sino de apostar por la simultaneidad (y complementariedad) de lo que podríamos denominar meditación y acción.
Un error fundamental, hoy, consiste en pensar que lo primero y principal -¡a veces incluso lo único!- es la acción. El pensamiento de izquierdas, y hoy los apóstoles del alternativismo y sus jeremiadas repiten el mismo error, ha abusado de ello al poner el acento sólo en el homo economicus, ignorando que lo espiritual es un constitutivo antropológico del ser humano, de todo ser humano, y no una rareza de unos pocos. En otras palabras, una persona sin sensibilidad espiritual, o con muy poca, es un ser humano amputado, como aquél al que le falta un brazo o una oreja. Por otro lado, la experiencia humana no se agota en lo material, es decir, una vez satisfechas sus necesidades contingentes, el ser humano necesita algo más para ser plenamente humano. Es cierto que si no comemos morimos, pero la lucha por la satisfacción de la comida no justifica toda nuestra vida. Y, por supuesto, esto no tan sólo se ciñe a la comida; también algunos "derechos humanos" entrarían aquí de lleno.
Del mismo modo que la palabra que conmueve, la única que es realmente transformadora, nace del silencio interior y no del bla bla bla de la mente discursiva, no es lo mismo la acción ignorante, la que se mueve siguiendo consignas políticas o preceptos ideológicos, que la acción enraizada en la comprensión de la verdad liberadora, sabiendo dos cosas: una, que hay acciones que no porque sean bienintencionadas dejan de ser ignorantes; y dos, que la verdad a la que aquí aludimos no es ninguna formulación invariable y prefijada de antemano, sino un estado de la consciencia que se abre sin límites ni filtros a la realidad realmente real; estado que es anterior al propio pensar y al sentir, un territorio de nuestro paisaje interior apenas explorado.
Y para acabar, una última aclaración. No es cierto que el espiritual sufí, que para nosotros es el sabio por antonomasia, renuncie a la acción como tal. Y es que a lo que en verdad renuncia el sufí es al fruto de la acción; la suya es una acción libre de apetencia de cualquier fruto, gratuita y desinteresada, porque sí. Como el buen arquero, el auténtico sufí es quien ha renunciado al deseo de dar en el blanco; y por eso mismo siempre acierta. Toda acción con objetivo -y lo mismo vale para cualquier tipo de búsqueda- es una proyección del ego y, por consiguiente, siempre será, de una u otra forma, egocéntrica, por muy alto y noble que sea el objetivo que se persiga. ¡Hay tanto egoísmo, a veces, en el activismo aparentemente solidario! No olvidemos, por otro lado, que, a lo largo del siglo XX, las utopías que se empecinaron en hacer de la tierra un paraíso, sin opresores ni oprimidos, pero olvidaron la dimensión espiritual del ser humano, lo que en verdad consiguieron fue conducir a medio mundo al infierno más infernal e indeseable, del cual nadie debiera sentir nostalgia.