Halil Bárcena
El sufismo es un camino de realización humana, una vía de conocimiento, si se quiere, más que una religión o un sistema filosófico cerrado. Y es que no basta con nacer, afirman los sufíes, para ser, realmente, un ser humano como tal. Enrolarse en la senda interior sufí es, pues, aprender a ser humano, plenamente humano. Desde sus inicios, que se confunden con los albores del islam, los sufíes han mantenido un acusado espíritu inconformista y rebelde, que les ha valido muchas veces la condena (e incluso la muerte), por parte de las instituciones religiosas. Mansûr Hal·lâj (m. 922), el poeta sufí del siglo X, martirizado en Bagdad, es el ejemplo más emblemático de la tensión que siempre ha existido en el seno del islam entre el espiritual sufí y el doctor de la ley religiosa. Y es que el sufismo, en su mejor versión, al menos la que aquí nos interesa, encarna una espiritualidad muy libre y personal, exenta de toda sumisión o actitud acomodaticia, algo que las instituciones religiosas han visto siempre como un gran peligro. A los sufíes, las creencias y los dogmas no les dicen mucho. Ni la palabra "vino" les emborracha, ni la palabra "agua" les colma la sed de esencialidad que tienen.
Se ha dicho del sufismo que es la mística islámica, si entendemos por mística no una rareza extravagante de unos pocos, sino la experiencia plena y profunda de la Vida (con mayúsculas), de la cual no está exenta el misterio de lo sagrado. El sufí no aspira, pues, a ser alguien especial, no posee vocación de raro, sino un ser humano plenamente humano, tan humano que por ello mismo deviene ¡casi divino!
El sufismo constituye la dimensión mística del islam. Sin embargo, se trata de una verdad a medias, que necesita ser completada. Hay algo en el sufismo que es particular al tiempo que universal. Es indudable su raigambre coránica, sólo los necios o los malintencionados lo niegan, pero, al mismo tiempo, hay algo en él que le emparenta con otras espiritualidades y vías de conocimiento no islámicas. Los propios sufíes afirman que en toda tradición religiosa existe un fondo de verdad coincidente con el sufismo. Así, se refieren al sufismo de tal o cual religión. Por eso, el sufismo constituye un contrapeso excelente a las visiones confrontacionistas, hoy tan boga en el mundo.
Jamás los sufíes han puesto el acento en el acto de creer, sino en el de ver. Y para ellos ver es conocer de primera mano, conocer encarnando. Para los sufíes, conocer es ser aquello que se conoce. Los sufíes no se conforman con creer en Dios, sino que aspiran a realizarlo en sí mismos, pero sin apartarse del mundo (estar con Dios es estar con los hombres, dicen) ni renunciar a nada. El sufí no es un santo de escayola. Con todo, son muy cautos a la hora de hablar de Dios (al que se dirigen como el Amigo o el Amado; a veces también como la Amada). Y es que a Dios no se le encuentra buscándolo, aunque quien no lo busca no lo encuentra jamás.
Para los sufíes, la búsqueda espiritual tiene mucho de arte y mucho que ver con el arte y su persecución de la belleza. Dios, dicen, es bello y ama la belleza. De ahí que entre los sufíes haya habido extraordinarios poetas, músicos, calígrafos; también excelentes danzarines. Pero, sobre todo, los sufíes han destacado históricamente por su excelente sentido del humor, algo difícil de hallar a veces entre los religiosos. A un hombre que se quejaba constantemente de todo y de todos, un sufí le dijo en cierta ocasión: “Es más fácil calzarse unas zapatillas que alfombrar toda la Tierra”.