Los sufíes y sus silencios
Inara Asensio
“Sólo calla quien no calla”
Ibn 'Arabî (m. 1240)
Los grandes hombres de conocimiento suelen ser un auténtico torrente de palabras. Hablan incesantemente del silencio, pero lo cierto es que emplean para ello un discurso que no cesa, de una manera parecida al silencio que podemos experimentar cuando nos detenemos a escuchar el batir de las olas en la playa o el incesante rumor de un bosque. El hombre o la mujer de conocimiento no dejan de decir y de alertarnos sobre lo difícil y arduo que es el camino del silencio, y, sin embargo, sus palabras parecen ser un torrente, un fluir espontáneo, como si ningún esfuerzo le supusiera. Y es que, seguramente, sólo el hombre que ha realizado el silencio es capaz de hablar así. El silencio es fruto de su esfuerzo, sí, pero sus palabras ya no le pertenecen, están más allá de sus capacidades. Podría decirse que gracias a su silencio la realidad se cuela a través de sus palabras.
Dice el maestro sufí 'Abd al-Qâdir al-Yilaní: “Gracias a ti no se logra nada, pero sí, necesariamente, a través de ti” (1). Y es que en el sabio, silencio y palabra no son dos opuestos sino dos aspectos de un mismo asunto. O como lo expresó Ibn 'Arabî (m. 1240), el gran sabio murciano y buen ejemplo de lo que aquí decimos: “Sólo calla quien no calla”. El hombre o la mujer de conocimiento no es aquel que nos ofrece un exhaustivo discurso sobre el porqué de las cosas, ni aquel que nos da atajos para conseguir nuestros objetivos; tampoco aquel que nos ofrece estrategias para evitar el sufrimiento, ni aquel que ante la vida recomienda a sus semejantes un resignado “así sea”, tan propio de ciertos hombres de religión. Y no queremos decir con ello que el sabio sea ajeno a sus semejantes, ni a los interrogantes que les acucian. Todo lo contrario. Precisamente porque nada le resulta ajeno es por lo que no puede permanecer callado. Pero con su incansable discurso está invirtiendo los términos y parece estar diciéndonos que no son esas las preguntas. El sabio ofrece una respuesta, sí, pero a condición de que planteemos la pregunta adecuada. Aquella que surge cuando hemos retrocedido algunos pasos y hemos alcanzado cierta perspectiva. Cuando hemos atisbado que “mis objetivos”, “mi felicidad”, “mi sufrimiento”, etc., no son la realidad.
Nuestros particulares anhelos nos hacen ver mil donde solo hay Uno. Y ese Uno, con mayúsculas, está presente en todo momento y lugar sin excepción. Sólo nuestro interesado y particular enfoque de todo cuanto nos rodea lo oculta a nuestros ojos. Insisten pues los grandes maestros en el silencio porque, dicen, es todo cuanto el hombre debe realizar: su propio silenciamiento. Más que un discurso explicativo, su discurso es alusivo. Sus palabras no analizan sino que sugieren, dicen más de lo que dicen los significados habituales de las palabras. Y en eso el sabio guarda una estrecha relación con el poeta. Y es que sólo así, mediante la alusión, es posible ir más allá de la apariencia inmediata de las cosas y atisbar la realidad de éstas. Pero no es ese su único punto en común. El significado de las palabras de un sabio, al igual que las del poeta, son como el “aljófar en la concha, que no se te muestra sino cuando la abres por medio” (2).
Sus maneras no son repetitivas ni invariables. De la misma manera que la naturaleza, los hombres y sus creaciones aparecen ante nosotros de innumerables formas y variedades, así también es el discurso del hombre de conocimiento. Parece que la realidad no gusta de formas fijas ni inmóviles. En cada momento se dice de una manera distinta aunque sin decir cosas diferentes. Y así, el sabio insiste en lo mismo pero su discurso jamás es predecible; sus palabras tienen siempre la misma dirección, eso no varía, pero uno no sabe jamás cómo lo dirá la próxima vez. Lo real se muestra a cada instante bajo una forma concreta y distinta al instante que le precede y al que le sigue, pero sólo los grandes maestros son capaces de ver la realidad en cada momento. La vida encierra un ritmo, sí, pero nunca se muestra uniforme ni repetitiva. Ninguna forma la constriñe. Y es que cuanto mayor es el grado de fijación más oscura y lejana se nos vuelve la Realidad con mayúsculas. Y los grandes, los maestros, sólo nos hablan de eso, de lo único real; de lo que es siempre pero nunca bajo la misma forma; del único que permanece pero que jamás lo hace de forma inmóvil, al estar en permanente movimiento. Y eso mismo es lo que reencontramos en la palabra del sabio, cuando el instante del que nos habla y la eternidad parecen fundirse como si sólo fueran uno.
Notas:
(1) Shayj Ahmad al-‘Alawi, El fruto de las palabras inspiradas. Comentario a las enseñanzas de Abu Madyan de Sevilla, Córdoba, Almuzara, 2007, p. 172.
(2) Adonis, Poesía y poética árabes, Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 1997, p. 164.
Inara Asensio es licenciada en Derecho y diplomada en lengua árabe.