Halil Bárcena, "Perlas sufíes. Saber y sabor de Mawlânâ Rûmî" (Herder, 2015).

«Es verdad que jamás un amante busca a su amado sin haber sido buscado antes por éste» (Mawlânâ Rûmî, Maznawî III, 4393. Traducción: Halil Bárcena).

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Aquí hallarán información puntual acerca de las actividades públicas (¡... las privadas son privadas!) que periódicamente realiza nuestro instituto. Dichas actividades públicas están abiertas a todo el mundo, ya que nadie ha encendido una luz para ocultarla bajo la cama, pero se reserva siempre el derecho de admisión, porque las perlas no están hechas para los cerdos.

Así mismo, hallarán en el blog diferentes textos y propuestas relacionados con el islam, el sufismo y la sabiduría tradicional. Es importante saber que nuestra propuesta sufí está enraizada en la sabiduría coránica y la
sunna muhammadiana, porque el sufismo es el corazón del islam, pero el islam es el corazón del sufismo.

El blog está pensado como una herramienta de trabajo para todos aquéllos que tienen un sincero interés por Mawlânâ Rûmî, en particular, y la senda del sufismo islámico, en general. Por ello, sus contenidos se renuevan puntualmente. Si se suscriben al blog podrán recibir información puntual sobre todas las novedades que se produzcan.

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domingo, 5 de octubre de 2008

Sufismo más allá del sufismo


Sufismo más allá del sufismo

(o de cómo arder, arder, arder)


Halil Bárcena







A mis amigos derviches de Konya
(ellos saben bien quiénes son),
en el 800 aniversario del nacimiento
de nuestro común amigo y amado
Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī,
incendiario de corazones. “¡Hū…!”


“He aquí la especie a la que pertenezco.
He aquí el fuego que te atrae,
la hoguera que entre la carne y la noche
te enamora. He aquí mi horda”
Gerardo Morales

1
Antes que nada y como preámbulo a mi exposición acerca de lo que he dado en llamar el sufismo más allá del sufismo, verdadero arte del arder interior, ahí van unas consideraciones previas de carácter conceptual, a propósito de los términos “religión”, “espiritualidad” y “mística”, dada la irreprimible incomodidad que su utilización me provoca, si bien con matices diferentes en cada uno de los tres casos. Uno se pregunta, en primer lugar, si es posible aún seguir hablando de religión, sobre el hecho religioso en general, y por ende de diálogo interreligioso también, como si nada a nuestro alrededor hubiese sucedido en las últimas décadas, sobre todo en las llamadas sociedades europeas de innovación y conocimiento
[1], unas sociedades móviles, fuertemente laicizadas y en las que el peso de lo religioso es cada vez más liviano y marginal, al haber sido arrumbado y, en consecuencia, desplazado del eje central de la cultura. No albergo la menor duda acerca del carácter irreversible de la crisis deflacionaria de los modelos religiosos tradicionales, del mismo modo que juzgo inadecuado, por inútil e imposible, tratar de reconvertir las religiones, ni tan solo reformarlas o adaptarlas, a fin de hacerlas más digeribles a los hombres y mujeres de nuestra atribulada y trepidante contemporaneidad; hombres y mujeres, por otra parte, que viven, en su inmensa mayoría, sobre todo las jóvenes generaciones, radicalmente de espaldas a la res religiosa y cuanto tiene que ver con ella.


Obstinarse de forma voluntariosa, pues, en la reconversión de las religiones, en su aggiornamento, indica, en mi modesta opinión, no haber percibido del todo la profundidad de la crisis que nos ha tocado en suerte vivir, ya que no se trata de una crisis más. Posiblemente, estemos asistiendo, sin apercibirnos del todo, a un verdadero cambio epocal por lo que hace a la religión, y si es así, convendría interrogarse a propósito del significado real que el diálogo interreligioso posee hoy, en dichas circunstancias de crisis y cambio. Y es que, y lo anticipo ya, dicho diálogo no puede ser el bálsamo que cure las heridas (mortales) de las distintas religiones, ni su sala de reanimación, ni mucho menos aún el refugio en el que hallar calor y consuelo mutuo ante los embates de los tiempos que corren, cada vez más abigarrados y promiscuos, cada vez más vertiginosos. Que el diálogo sea una necesidad para las religiones, que sea indispensable y necesario, no significa, a mi modo de ver, que las vaya a librar de una situación que no tiene marcha atrás, su declive. Mucho me temo, insisto, que las cosas no van a dar marcha atrás en materia de religión, y tampoco creo que eso sea ni conveniente ni mucho menos deseable. Es posible que no sepamos a ciencia cierta hacia dónde vamos, pero para atrás seguro que no. Mal que nos pese, tanto si nos agrada como si no, las religiones ya no volverán a ser lo que fueron. Máxime quedarán -¡quién sabe por cuánto tiempo!- como un reducto marginal para nostálgicos irreductibles y apocados (espiritualmente hablando). No soy en este punto, lo confieso para que no haya duda alguna, ni un modernista rabioso ni menos todavía un perennialista anclado en un supuesto tiempo pretérito idílico. Puedo por ello mirar hacia atrás, hacia el pasado religioso, sin ira (antes bien con admiración), pero al mismo tiempo sin el menor atisbo de añoranza, entre otras cosas porque aún está por demostrar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero que la religión (entendida en tanto que sistema dogmático de creencias, exclusivo y exclusivista, portador de una ley moral de carácter revelado a la cual someterse, a fin de ganar una supuesta salvación en la otra vida) esté herida de muerte, en modo alguno implica que lo esté la espiritualidad, como parecen avalarlo ciertos indicios, aún incipientes, cierto es, pero no por ello menos significativos. Quiere ello decir, por consiguiente, que, primero de todo, se impone distinguir entre religión y espiritualidad. Esa es, a mi juicio, una de las cuestiones más acuciantes de nuestro tiempo, sobre todo si deseamos que el anhelo sincero de espiritualidad de muchos de nuestros contemporáneos no se dé de bruces contra el frontón de la religión de unos pocos, y se vaya a pique. La espiritualidad puede darse, y de hecho se ha dado en la historia -también hoy-, al margen y más allá de la religión formal (el sufismo constituye un ejemplo histórico inmejorable por lo que al islam respecta, tal como veremos seguidamente), mientras que la religión puede ser seguida sin el menor atisbo de espiritualidad, como no nos cansamos de ver, aquí y allá, en tantos y tantos fenómenos religiosos afectados hoy, en la mayoría de los casos, por una pavorosa involución [2].


Hecha esta primera y necesaria distinción entre religión y espiritualidad, no oculto mi desazón tampoco ante el uso reiterado que hacemos, yo el primero, del término “espiritualidad”. Personalmente, preferiría evitarlo, reemplazarlo por otro más genuino y sin tanta densidad histórica, pero a día de hoy aún no hemos dado con él, cosa que tampoco debiera de inquietarnos en demasía. Ya se sabe, las cosas del camino interior no se rigen ni por la cantidad ni por la prisa. A pesar de todo, justo es decirlo, hoy “espiritualidad” todavía dice más que “religión”, al menos a mí me permite expresar más, muchísimo más, cuando trato de sufismo, por ejemplo. Con todo, digámoslo sin ambages, “espiritualidad” es una palabra decididamente desgraciada y, en algunos casos incluso, de memoria odiosa. Me pregunto si es pertinente referirse todavía hoy a la dimensión más profunda y absoluta del ser humano con una palabra tan dicotómica y dualística, como si dicha dimensión no abarcara también lo somático (incluida nuestra sexualidad) y la materialidad; algo así como si únicamente pudiese vivirse lo espiritual en radical oposición a lo terrenal y lo material. Y algo parecido sucede con el término “mística”, al que hemos colocado en un pedestal tan inaccesible que ha acabado por convertirse en una suerte de coto reservado para unos pocos atletas del espíritu, una casta especial de seres prodigiosos -¡y a buena fe que lo son!, pero no por la imagen falseada que nos hemos hecho de ellos-. Y, sin embargo, la mística ni es una especialización al alcance sólo de una minoría selecta, ni una extravagancia espiritual de un puñado de superdotados, predispuestos como nadie al rapto extático. En lo más recóndito de todo ser humano late un místico. La mística, por consiguiente, no es ni una rareza ni una excentricidad. En ese sentido, hago mía la definición dada no ha mucho por el filósofo y teólogo catalán Raimon Panikkar, quien se refería a la mística como “la experiencia plena de la Vida” [3]. Vida con mayúsculas, por supuesto, completa e integral, sin recortes ni medias tintas, pero vida al fin y al cabo. Nada más… y nada menos.

2
Hoy como ayer, el tasawwuf, eso que a partir de del siglo XIX
[4], dio en llamarse sufismo en los círculos académicos europeos, se nos continúa mostrando como un asunto resbaladizo, desconcertante, un tanto raro y extraño, tal como he dejado escrito ya en algún otro lugar [5], al evocar las impresiones -hondas y muy sinceras, todo sea dicho- que a Thomas Merton [6] le produjo su inmersión en la llamada mística del islam. Y digo la llamada mística del islam porque el sufismo, a pesar de toda su mirífica riqueza polimórfica -no hay uno sino varios sufismos, como veremos más adelante- y de su inagotable hondura, en modo alguno constituye la única manifestación mística islámica, como a veces, casi siempre, suele afirmarse de forma un tanto imprecisa y abusiva. Dicho de otro modo, el sufismo no agota (jamás lo ha hecho, ni tampoco lo ha pretendido) todas las expresiones de lo místico en el ámbito del islam. Esto conviene decirlo de entrada y sin embudos, a fin de evitar equívocos, ser rigurosos en nuestro análisis y no empequeñecer la fértil, fecunda y, por qué no decirlo también, compleja diversidad existente en la religión y la civilización islámicas. En este punto, sería muy injusto no referirnos al trabajo monumental desarrollado por Henry Corbin (m. 1978) [7], puesto que esa fue, justamente, una de las grandes virtudes intelectuales -tuvo muchas otras- del filósofo e iránologo francés, la de habernos revelado la riqueza de las otras vías místicas islámicas, las de raigambre no estrictamente sufí, por bien que mantengan estrechos lazos doctrinales y de linaje espiritual entre sí, como es el caso de la gnosis šī ‛ ī, especialmente en su rama septimana o ismā‛īlī, que fue, dicho sea de paso, la rendija a través de la cual penetraron en el seno del Islam las antiguas religiones dualistas persas, maniqueísmo y zoroastrismo básicamente, cuya huella puede rastrearse también sin dificultad en el sufismo iranio [8], que es el que pretendo evocar aquí; un sufismo de una excepcional calidad espiritual, artística y literaria; un sufismo que mora, lo veremos, más allá del propio sufismo [9].


Resulta extraña y desconcertante la mística sufí, como decía, por diversos motivos, algunos de los cuales irán brotando aquí y allá, a lo largo de las siguientes páginas. Permítaseme, no obstante, hacer una breve cala en uno de ellos: el que tiene que ver, concretamente, con los orígenes un tanto neblinosos e inciertos del sufismo y su no siempre bien llevada relación de parentesco con el islam. En buena lid, el sufismo, al menos el sufismo clásico persa, que incluye una larga estirpe de derviches que va de Bistāmī y Hallāŷ a Rūmī y Hāfez, pasando por Ahmad Gazzālī, Rūzbehān y ‛Attār, entre otros muchos; dicho sufismo, digo, no puede ser explicado, ni menos aún comprendido en su vasta totalidad, tomando como único punto de vista los escuetos principios teológicos de la ortodoxia islámica y su desnuda concepción del monoteísmo religioso, so pena de ser ininteligible. Y qué decir del sufismo teosófico de Sohrawardī Maqtūl (m. 1191), precoz y brillante filósofo persa, uno de los espirituales más originales del Islam. Maestro de la llamada filosofía de la iluminación (išrāq), muerto en prisión a causa de sus audaces posicionamientos espirituales, mantenidos con una firmeza difícil de igualar, Sohrawardī se consideró a sí mismo continuador del saber gnóstico de los reyes sacerdotes persas del Irán preislámico (hikmat josrowanī), así como de las tradiciones sapienciales del antiguo Egipto. Para tejer su intrincada teoría sobre los ángeles, uno de los aspectos más valiosos y aguijoneadores de su obra, Sohrawardī bebió a espuertas de la anciana angelología mazdea [10]. En definitiva, el islam reducido a su matriz primigenia árabe y semita no es suficiente para entender la floración mística de los derviches persas, que, andando el tiempo, tan hondamente influirán, en los ámbitos túrquico e indio. Dicho de otra forma, ni lo árabe ni lo semita, pero tampoco lo abrahámico, a pesar de utilizar un lenguaje teísta sólo aparentemente similar, sirven por sí solos para dar cuenta de un misticismo sufí como el persa, cuya audacia espiritual rebasa con creces el ámbito de la ortodoxia islámica, hasta el punto de presentarse como un hijo legítimo del islam, sí, pero emancipado de éste, y no tanto como fruto de la ruptura con él como por haberlo trascendido a fuerza de llevar a efecto un trabajo infatigable de interiorización. Rūmī, por ejemplo, instaba a los suyos a ir más allá del islam si lo que en verdad anhelaban era contemplar el rostro del Amigo en todo cuanto existe, sutil forma de referirse a una divinidad próxima y amical que en nada se asemeja al Dios jerarquizado, eclesializado, ordenado, ontologizado, teologizado, racionalizado; al Dios entidad distante, Rey y Señor fiscal, del creyente temeroso y el jurisconsulto encargado de impartir justicia según los dictados de una ley revelada, supuestamente divina, pero interpretada a la postre mediante los mecanismos intelectuales propios del ser humano. A propósito de cómo los derviches trascienden la religión formal, afirma el filósofo iraní Seyyed Hossein Nasr: “En el Islam, ir más allá de la Ley en dirección del Espíritu es algo que nunca se ha realizado mediante la desobediencia a la Ley, por la ruptura o la negación de su estructura formal, sino trascendiéndola desde dentro” [11]; si bien han existido también notables y gloriosas excepciones a la que, ciertamente, ha sido la regla general. Trascender los lindes formales del islam implica para el derviche la apertura a todo un nuevo ámbito de expresión y significación, liberado para siempre de cualquier factor exógeno. Por ejemplo, el Qur’ān, corazón vivo de la espiritualidad islámica, será para él no ya un libro que dicta deberes e impone actos cultuales de obligado cumplimiento, a fin de ganar la salvación en la otra vida, tal como estiman tanto el doctor de la ley como el creyente de a pie, sino una escritura viva, preñada de un simbolismo polivalente y una gran densidad alusiva, cuya finalidad primera y última es alumbrar en el hombre otra mirada, la posibilidad de ver las cosas tal como son, en su justa verdad (los sufíes lo denominan la Realidad Real o haqīqa), por encima y más allá de lo aparente que nuestro ego egoísta proyecta y percibe. Al mismo tiempo, el concepto eje alrededor del cual se articula todo el discurso coránico, el tawhīd o principio de la unicidad divina, adquirirá para el derviche una nueva dimensión, difícilmente reconocible para el teólogo y el jurisconsulto, pero en muchos casos también para el estudioso extrínseco al sufismo, sobre todo si pretende analizarlo tomando como punto de partida el de aquéllos.



Como ha subrayado con justeza Henry Corbin [12], el tawhīd espiritual, el teomonismo tal como lo concibe experimentalmente la mística sufí, difiere sobremanera del tawhīd exotérico, que no es sino el puro y llano monoteísmo de la religión formal y legalitaria, que concede a Dios una existencia individualizada y separada del mundo, mientras que el primero, el tawḥīd espiritual, conviene que todo es Él [13] (el hama ūst de los derviches indios, tan próximo al pensar del vedanta advaita [14]): Él es conciencia pura y unidad perfecta, pero en modo alguno objetivable, pues Él no es nunca objeto. Resumiendo, los derviches persas son herederos y portadores de un original y audaz legado espiritual de difícil descripción, que no se deja objetivar y clasificar fácilmente, y menos aún por aquellas miradas miopes que pretenden verlo todo, lo reitero una vez más, a través del prisma árabe y semita. Nuevamente, la manía clasificatoria occidental, que enreda irremediablemente problemas e indagación, nos impide calibrar la singularidad de una mística sufí persa que rebasa dichas categorías. Es cierto que el islam echa a andar en la historia, allá por el siglo VII, en el corazón de la Península arábiga, como una religión árabe y de los árabes (por bien que se pretenda de alcance universal [15]), y que el Qur’ān contiene destilada una cosmovisión netamente semita; pero no lo es menos cierto también que en poco menos de siglo y medio dicha religión presentará un perfil paulatinamente menos árabe y semita y cada vez más persa -‛aŷam en el lenguaje de la época- e indoiranio, coincidiendo con el desplazamiento de la capitalidad del islam hacia Oriente, de Damasco a Bagdad, circunstancia ésta que tendrá unas consecuencias extraordinarias en lo que al desenvolvimiento y eclosión del sufismo atañe. Ehsan Yarshater [16] propone una doble división de la civilización islámica. En primer lugar, el periodo árabe, que abarcaría desde los albores del islam, en el siglo VII, al siglo IX, mientras que el segundo, el persa, mucho más duradero, iría desde el siglo X hasta prácticamente los tiempos modernos. El planteamiento del profesor Yarshater nos suscita un interrogante: saber si es Persia la que se islamiza tras la conquista árabe o bien el islam el que se persifica al contacto con una cultura tan vigorosa como la irania; pero se trata de una cuestión que no podemos dirimir aquí ya que excede con creces el alcance de estas páginas [17]. Sea como fuere, lo cierto es que en dicha segunda fase persa de la civilización islámica, el sufismo -la mística en general, yo diría- alcanzará unas altísimas cotas de desarrollo espiritual y refinamiento artístico y literario. Al mismo tiempo, es preciso apuntar que antes de los tiempos modernos el islam -y por ende el sufismo- fue la única tradición religiosa y espiritual que tuvo contacto real y directo, no anecdótico, con casi todas las religiones importantes del mundo, lo cual se dejó sentir fundamentalmente en místicas como el sufismo y la gnosis ismā‛īlī, que incorporaron prácticas, lenguajes y maneras distintas de asomarse al abismo mistérico de lo sagrado. El islam se encontró con el judaísmo y el cristianismo en la Arabia, donde vio la luz; con las religiones iranias como el zoroastrismo y el maniqueísmo tras la conquista de Persia de finales del siglo VII; con el ramillete de religiones y caminos espirituales que conforman (eso que los propios persas denominaron) el hinduismo y el budismo poco después; con las religiones chinas a través de la célebre Ruta de la Seda y los comerciantes musulmanes que viajaban a los diferentes puertos chinos; con las religiones africanas hace unos catorce siglos; y con el chamanismo siberiano en las formas arcaicas de las religiones de los pueblos turco y mongol cuando éstos se expandieron hacia Occidente atravesando el Oriente islamizado. Afirma Seyyed Hossein Nasr al respecto: “La civilización islámica desarrolló una perspectiva religiosa cosmopolita y de escala mundial, sin comparación antes del período moderno con la de cualquier otra religión” [18].



Quiere ello decir que empecinarse en seguir encapsulando el sufismo en los parámetros religiosos ortodoxos del islam nada más, y, por extensión, de las tradiciones abrahámicas, eludiendo cualquier matiz y sin tomar en consideración cuanto acabo de exponer a propósito de la decisiva huella persa y de los contactos posteriores con otras religiones y tradiciones de sabiduría, puede llevarnos a incurrir en un grave equívoco: continuar pensando que el islam, y todo cuanto hay en él, incluido el sufismo, es primordialmente árabe y semita, lo cual constituye un craso error, amén de una incorrección académica. El que esto escribe, sin ir más lejos, descubrió el universo espiritual sufí en suelo indio y en lengua persa. Si se me permite la comparación, y salvando todas las distancias salvables, el sufismo goza dentro del islam de un estatuto de autonomía similar al que pudiera tener el zen dentro del budismo, insisto, con todas las salvedades que quieran hacerse. Pues bien, del mismo modo que no se nos ocurriría jamás hablar del zen sin mentar el aporte especial del genio japonés, o explicar su singularidad espiritual afirmando sin más que se trata de una intensificación de la fe búdica, tampoco podemos hacer alusión al sufismo, sin tomar en consideración el aporte persa, primero, y, en segundo lugar, sin enfatizar suficientemente la originalidad intrínseca de la aventura espiritual del derviche, lo cual nos impide afirmar que el sufismo sea un Islam más o una mera intensificación de éste. Pero lo que es peor aún, a mi modo de ver, nos predispone a no entender en absoluto hacia dónde apuntan los grandes derviches persas, de qué hablan cuando hablan de sufismo, cuál es el alcance real de su horizonte místico y por qué dicen cuanto dicen de la manera tan singular que tienen de hacerlo: callando, por ejemplo -¡cuán sonoros son los silencios del derviche!-, o mediante la música, la poesía e incluso el humor, asunto éste -¡y no es broma!- muy serio para el sufismo. Y dicho esto, pasemos, ahora sí, a hablar de lo que -¡ay!- a penas si puede decirse nada, pues trata de la experiencia silenciosa que no tiene nombre ni forma. Dispongámonos a pergeñar un breve esbozo del vasto universo espiritual del sufismo, a sabiendas de la precariedad y torpeza de todo intento discursivo sobre la mística sufí -sobre toda mística, de hecho- que pretenda traducir a conceptos el lenguaje (silente) propio del derviche, que no es jamás conceptual sino puramente simbólico, y gusta recrearse en una anfibología, siempre turbadora y desconcertante, que se complace en el equívoco. El derviche celebra la danza de la vida con todos los recursos de su vocabulario.

3
Según leyenda que recoge el rico patrimonio oral de la mística sufí oriental, cuentan que en cierta ocasión un derviche persa fue interrogado a propósito de la naturaleza interior del sufí: “¿Ṣūfī čist
[19]?, a lo que el buen hombre respondió: “Ṣūfī… ¡ṣūfīst!”, o lo que es lo mismo: “¿Qué es un sufí? Un sufí es… ¡un sufí!”. Pues bien, el taṣawwuf o sufismo no es ni más ni menos que eso… ¡el sufismo! Al igual que la propia vida -o el amor-, pongamos por caso, el sufismo es una realidad inefable, indefinible, indivisible, inclasificable, que sólo admite ser vivida, hecha experiencia. La vida, valga la redundancia, se vive, no se explica ni se dice. Abusando de la paráfrasis, podría afirmarse que como el Tao, que pierde su condición al ser nombrado, el sufismo que se puede mencionar no es el sufismo fáctico [20]. Hablar sobre él es, en cierto modo, traicionarlo; traducir conceptualmente su lenguaje simbólico, ya lo he apuntado, falsearlo. Por consiguiente, el sufismo no es más que vivir (lo cual no es poco). La mística sufí no es nada que se halle por encima ni en paralelo ni al margen de la vida misma. Vivir, eso sí, como sólo merece la pena hacerlo: despierto, alerta, de forma espontánea, aquí y ahora; en definitiva, la vida dura un momento, el presente. De ahí que se haya definido a veces al derviche, en la vieja tratadística sufí, como ibn al-waqt, “el hijo del instante” en árabe [21]. Y es que, en efecto, la eternidad del sufí cabe en el instante de una sola respiración [22]. Vivir convirtiendo cada acto en un acontecimiento único e irrepetible. Vivir desde el pasmo y la admiración, el interés (que es amor), por todo cuanto existe y es. En el camino espiritual, proclamará Rūmī, todo es maravilla y asombro (hayrat). Y utilizo el término “camino” como metáfora del andar espiritual y del derviche en tanto que ser viajero (homo viator), pero sabiendo que, a fin de cuentas, no hay recorrido alguno que hacer en la espiritualidad, ni lugar al que ir, ni proceso que observar: todo cuanto hay está ya aquí presente desde siempre, significándose más allá de las apariencias, y no en ningún allá exótico o recóndito al que debamos escapar. Vivir según reza el imperativo pindárico de ser lo que de hecho ya se es y hemos descuidado por necedad y negligencia, dada nuestra condición de seres olvidadizos.





Es significativo al respecto que los términos “amnesia” (nisyān) y “ser humano” (insān) compartan una raíz muy cercana en la lengua árabe. El sufismo comporta vivir arriesgando (pero no con temeridad), con el vigor intrépido y la transparencia impecable propios de quien se sabe un ŷawānmardī, un caballero espiritual a la antigua usanza persa, o si se prefiere, un guerrero, tal como el Don Juan Matus de los relatos de Carlos Castaneda [23]. Un caballero, un guerrero, que no empuña más arma que la del conocer y el sentir silenciosos, más allá de la ilusión ficticia del ego. Vivir sin ataduras, libre de todo condicionamiento (incluido también el religioso), desde la libertad no engreída sino humilde de saberse desnudo, despojado, en una palabra, nada, lo que comporta, indefectiblemente, habitar en la intemperie, lejos del calor narcotizante que todo habitáculo produce. Sólo quien se conoce a sí mismo como la nada, conoce la Realidad como el Todo. El sufismo no es, pues, sino vivir la única y gran dimensión de la existencia que nos hace realmente humanos, puesto que no basta con nacer para ser hombres y mujeres en el sentido pleno del término. Vivir esa dimensión luminosa que se vislumbra sólo cuando es silenciado -¡que no reprimido o ahogado!; el derviche no es ni un asceta ni un homo patibilis, un ser sufriente- el ruido estrepitoso y deformante del ego, la nafs del que habla la literatura sufí clásica, verdadero campo de batalla donde el derviche libra su singular, amorosa e infatigable, contienda o ŷihād, la aventura siempre novedosa de su transitar interior hacia el total vaciamiento o fanā’. “No ser nada es la condición requerida para ser”, dirá de nuevo Rūmī [24], con su particular estilo apofático. El no-ser (‛adam), inefable esencia divina, según el maestro persa de Konya, está más allá de cualquier modo de expresión o de toda imaginación, como el “neti-neti” (“no es eso-no es eso”) de los vedantines indios. Fanā’ y baqā’, vaciamiento y plenitud. He ahí el díptico sobre el que gravita todo el quehacer sufí. Estar lleno de nada, como una mezquita de formas curvas y abovedadas, despojada de toda imagen, apta sólo para resonar; o como el vientre vacío del ney, la flauta sufí de caña, que permite el tránsito libre de una columna de aire que acabará por transformarse en sonido musical. Ese es el secreto del derviche: despojarse de todo, alcanzar un vaciamiento total. Libre, igualmente, de lo religioso, ya lo he apuntado más atrás, sobre todo cuando la religión comporta mordaza, sumisión y acatamiento, pero también una visión roma y cansina, a medio gas, de la vida.



Y es que el sufí es, en efecto, una persona más espiritual que religiosa, según la distinción que he ofrecido en el tramo inicial de esta exposición. “Tanto da que lo que te aparte del camino sea la religión o la infidelidad. Qué importa que la forma que te separe del Amado sea bella o fea” [25], advertía lúcidamente Rūmī, haciendo suyos unos versos de su admirado predecesor, el poeta persa Hakīm Sanā’ī (m. 1150?), de quien tanto bebió. Los derviches jamás cayeron en la trampa de identificar religión formal y vía mística, ley religiosa (šarī ‛a) y senda interior (ṭarīqa), advirtiendo acerca de la inutilidad de toda religión practicada de forma mecánica, aceptada sumisamente bajo el temor de un supuesto castigo divino, o vivida como mera adscripción identitaria a una etiqueta sociológica colectiva. Al mismo tiempo, y en este punto hicieron gala de una muy fina agudeza, los derviches persas, próximos al intrépido e irreductible espíritu malāmatī [26], originario de la ciudad de Nīšabūr, fueron conscientes muy pronto de las trampas y engaños que la nafs, el yo egoico, tiende al buscador, incluso al más serio, denunciando con una lucidez y rectitud implacables las formas más diversas -algunas de ellas muy sutiles- de complacencia y de exhibición espiritual. A ojos del derviche malāmtī, la egolatría constituye la forma más grosera de idolatría. Por ello, puede decirse que el malāmatī mantiene una distancia equidistante respecto del religioso musulmán a secas -que termina siendo siempre un musulmán seco-, así como del sufí satisfecho en su devoción -ya he advertido antes que no hay un solo sufismo-, incapaz de discernir las formas encubiertas de la hipocresía y la falsa piedad. Una vez más, es Rūmī quien advierte: “La nafs tiene un rosario y un Qur’ān en su mano derecha, y una cimitarra y un puñal bajo la manga” [27]. Así pues, el sufismo no es nada más que vivir; vivir con sencillez, naturalidad y sin afectación; humildemente, es decir, a ras de humus, que es lo que en parte somos, humus, barro. En cierta oportunidad, se le preguntó a Bistāmī, el gran polo espiritual del sufismo persa del Jorāsān, cuál era el signo más notable del verdadero derviche, a lo que éste contestó: “Es que le veas comiendo y bebiendo en tu compañía, bromear contigo, venderte o comprarte algo, mientras que su corazón está en el Reino de la santidad divina. Ése es el signo más prodigioso” [28]. Por lo tanto, vivir; vivir… y beber, añadirá el poeta Hāfez (m. 1389). Beber para festejar. El sufismo tiene mucho de celebración y agradecimiento, de brindis por la vida, de comunión con todo cuanto es. Reza un célebre hadīţ, muy caro a la tradición mawlāwī de los derviches giróvagos: “El que no baila al recuerdo del Amigo no tiene amigo” [29]. Eso es, a fin de cuentas, el samā‛, la danza circular de los derviches herederos de Rūmī: celebración de Dios como la vida, exaltación de un cosmos encantado que gira y gira incesante y en cada vuelta se (re)crea de nuevo. El sufismo es vivir en plenitud, al límite, sin cortapisas, con un punto indisimulado de rebeldía frente a la vida aceptada como una cuadrícula gris, como vino que ha de diluirse en muchas partes de agua, tantas que al final pierde toda su capacidad embriagadora. “Únicamente puede ser llamado hombre quien conoce el vino”, proclamaba Sulṭān Walad [30], hijo de Rūmī y su principal discípulo y confidente, tomando en cuenta que en el simbolismo báquico, tan caro al sufismo persa, el vino alude a los efectos turbadores de la experiencia mística unitiva, esa que nos desencuaderna el alma y prende fuego a cualquier resto de residuo egoico. Una rebeldía espiritual y vital, la sufí, que en modo alguno ha sido una impostura esnob a lo largo de la historia. El sufismo -toda mística- no es para hacer bonito; el derviche va de veras y a por todas. Ahí está si no para desmentirlo la, desgraciadamente, poblada lista de mártires que, sin pretenderlo, el sufismo ha dado: el primero de todos, el caso dramático del persa Manṣūr-e Ḥallāŷ (m. 922), ejecutado por orden de un tribunal religioso, acusado de profesar ideas contrarias a los principios islámicos. La filosofía mística de Ḥallāŷ, condensada en su célebre locución teopática “Anā al-Ḥaqq” (“Yo soy la Realidad Real”), no cabe en los límites del sufismo popular y confrérico, ni puede ser comprendida tampoco en su totalidad desde los presupuestos de la ortodoxia islámica. A veces se ha incurrido en el error de considerar la poesía de los derviches, Ḥallāŷ entre ellos, como un mero comentario poético y metaforizado de los principios religiosos islámicos. Mientras lo sigamos considerando como simple poesía no entenderemos nada acerca del sufismo.



En conjunto, la obra de Ḥallāŷ, como la de Rūmī también, puede explicarse sin dificultad a partir del Qur’ān y de la tradición del profeta Muḥammad, pero en modo alguno desde la teología islámica formal. De hecho, el Qur’ān aporta las materias primas tanto de la praxis espiritual como de la indagación reflexiva de los derviches. Ahora bien, el sufismo puede explicarse desde un Qur’ān que ha sido interiorizado a partir de la lectura simbólica que llevaron a cabo los místicos sufíes, verdaderos maestros del arte del ta’wīl o hermenéutica espiritual. El de Ḥallāŷ es es un buen ejemplo, también lo es el de Rūmī, de lo que he dado en llamar el "sufismo más allá del sufismo". De hecho, un buen número de sufíes contemporáneos suyos le dieron la espalda en los momentos más agrios de su vida. Por el contrario, los más grandes poetas y místicos del islam, como Rūzbehān (su principal comentarista) o Rūmī, casos admirables de ese sufismo que trato de evocar aquí, cuyo objetivo no es espiritualizar la ley islámica, ni hacerla más accesible a través de la poesía, sino trascenderse a sí mismo franqueando las barreras dogmáticas de la fe común; dichos poetas y místicos, digo, han estado marcados -¡a fuego!- por el pensamiento y los versos encendidos de un hombre tan excepcional -y un punto enigmático- como Hallāŷ, del que podemos afirmar que fue zoroastriano por sus ancestros, musulmán de cultura, maniqueo por su temperamento, crístico por su pasión y derviche universal por su espiritualidad libre y liberadora. Y es que el santo, cuando lo es de verdad, lo es para todo el mundo. El sufismo persa que aquí muestro no ha sido, por consiguiente, una impostura snob, sino el fruto lógico de una indagación espiritual asumida hasta sus últimas consecuencias, hasta el punto incluso de trascenderse a sí misma. En definitiva, el arte del maestro sufí no es hacer buenos musulmanes, cumplidores fieles de la ley, sino conducir al discípulo hasta el finisterre de lo humano, al lindero de una senda ilimitada, e invitarlo a no cejar jamás en su siempre ir más allá. La aventura espiritual del sufismo más allá del sufismo transcurre en ese lugar no-lugar, (ou)-tópico, el lā-makān de Rūmī [31] o el na-koŷā-abād del que hablaba Sohrawardī Maqtūl (m. 1191), “donde el dedo índice ya no puede indicar la ruta” [32]; ni objetivo alguno que buscar, me atrevería a añadir yo, entre otras cosas porque a Dios (entendido en tanto que símbolo que apunta a la naturaleza más profunda de la vida, que late también en nuestro interior) no se le encuentra buscándolo; si bien quien no lo busca, no lo halla jamás. Para el derviche, así pues, lo importante no es tanto encontrar agua como tener sed. Ésa es, en mi opinión, la única e irremplazable tarea de todo buen maestro de la senda: invitar a la sed que quema por dentro; y eso es, al mismo tiempo, lo que le honora y diferencia de quienes, en nombre de lo divino y lo sagrado, no hacen sino trapichear con aguas de muy dudosa potabilidad. El espíritu rebelde ha caracterizado al sufismo desde sus neblinosos inicios, en los primeros siglos del islam. En cierta manera, la mística sufí fue una reacción frente al desarrollo progresivo de un excesivo ritualismo en el seno de la nueva religión islámica, muy marcada por el peso de lo jurídico, así como frente a su paulatina institucionalización. Como bien ha sabido ver Abdelmajid Charfi, el sufismo nació al margen de la religión islámica institucionalizada, insatisfecho ante la piedad puramente exterior que los fuqahā’, los doctores de la ley, trataban de imponer [33]. Desde que tenemos noticia histórica de él, el sufismo ha sido un instrumento de crítica de la religión. Lo grave fue que, andando el tiempo, un cierto sufismo desabrido, llamémosle confrérico (esto es, ligado a las grandes cofradías y hermandades populares o turuq), a mi modo de ver el menos sugerente, reproduciría los mismos errores, convirtiéndose en una suerte de mero islam piadoso, folclórico y supersticioso en muchos casos, carente por completo de la chispa espiritual de ese otro sufismo sobre el que aquí estamos tratando, el de los grandes derviches persas, mucho más hondo y elaborado.



Marcado por el espíritu inconformista y libertario derivado de la actitud malāmatī, el sufismo persa, peculiar misticismo apoyado en la absoluta y radical libertad interior, se opuso frontalmente a la religiosidad disfrazada de mística (menor) de las cofradías sufíes. En ese sentido, el repunte de un cierto sufismo confrérico hoy en Occidente, que reproduce viejos esquemas organizativos y de sumisión a líderes sin escrúpulos que justifican su posición invocando a un supuesto linaje espiritual, transmitido de padres a hijos, que remonta hasta el mismo profeta Muḥammad, no deja de ser un síntoma preocupante de la confusión que reina actualmente respecto del sufismo, amén de dar por sentado algo muy dudoso: que la santidad sea un bien que se pueda heredar. Sirva lo dicho para subrayar, una vez más, que el sufismo no es unívoco sino múltiple, que posee innumerables rostros y facetas, algunos antitéticos incluso, siendo difícil, por lo tanto, hallar una pauta unificadora que los abarque a todos ellos. De todos modos, en su mejor cara, la que aquí pretendo glosar, el sufismo siempre ha rehuido toda formalidad estéril. Sea como fuere, no es de extrañar tras todo lo dicho que el rojo sea para un derviche como Rūmī el mejor de los colores [34]. El rojo del sol que acaricia y vivifica pero que también quema, del vino que embriaga y turba, de los labios que seducen y cautivan, de la sangre que bulle apasionada, del corazón encendido a causa del amor incandescente por el Amigo, fórmula ésta habitual en el sufismo (lo he apuntado antes ya) para designar de forma elíptica a una divinidad inmanente que se presiente amorosa y cercana, más que la propia vena yugular, según reza el dictum coránico (Qur’ān 50: 16). A diferencia de lo que ocurre en la religión positiva y normativa del islam, la experiencia de lo divino en el sufismo huye de la perspectiva dualista y siempre amenazadora de un Dios alejado e inaccesible, severo y castigador, al que no se le debe más que obediencia, sometimiento y sumisión, que es como algunos musulmanes (y no-musulmanes también), muy significativamente, traducen hoy al español el término árabe islām. Mientras que para el musulmán llano, atemorizado por la estrecha visión religiosa impuesta por los doctores de la ley, el islam es sumisión, para el derviche es entrega confiada a Él, el Amigo, el Amado. La primera es una relación de esclavitud y temor, entre siervos y señores; la segunda, de libertad y amor recíproco, entre amantes y amigos; lo cual constituye un escándalo para los religiosos ortodoxos que sólo son capaces de concebir el amor divino en tanto que obediencia. Qué duda cabe que en unas sociedades como las nuestras (móviles, en cambio constante, no fijadas por creencias reveladas, culturalmente sin dioses y cada vez menos patriarcales; que demandan hombres y mujeres con iniciativa), la imagen de un sujeto sumiso y servil, sometido a la categoría de esclavo es muy difícil de tolerar. Tampoco cabe en el sufismo eso que podríamos denominar un Dios influenciable con el que mercadear favores y parabienes, a cambio de piedad y devoción. “Quiero prender fuego al paraíso y verter agua sobre el infierno para que esos dos velos desaparezcan y se vea claramente que adoro a Dios por amor, y no por temor al infierno o esperanza del paraíso” [35], clamaba Rābi‛a al-‛Adawiyya (m. 801), una de las primeras mujeres sufíes de la historia. Y es que el amor, cuando lo es de verdad, siempre es desinteresado, no posee ni porqué ni para qué, dado que toda búsqueda con objeto no deja de ser una proyección del ego. La particular relación de los derviches con la oración ha sido muy mal entendida por la ortodoxia islámica, que los ha acusado de omitir uno de los pilares de la religiosidad islámica. Según el derviche, Dios precisa ser vivido, y no rezado. Exclamaba Ḥallāŷ: “¿Crees tú que rezo para contentarle a Él? … Para los amantes de la senda [los derviches] la oración es un acto de infidelidad. Yo soy aquel que amo, y aquel que yo amo es yo”. El rezo del religioso es visto por el derviche como un acto de orgullo de quien cree ser el protagonista actuante de unas tareas y deberes que cumplir. Rūmī, por su lado, ilustra en su poesía la idea de la oratio infusa mediante un rico simbolismo musical que muestra al hombre hueco y vacío como un nāy, la flauta derviche de caña, que no suena más que cuando el soplo divino la llena. Así pues, la oración del derviche no sería sino una respuesta silenciosa a la iniciativa divina. En otras palabras, dejarse penetrar por la vida misma para que ésta transite libremente a través él. Con todo, lo cierto es que el derviche habla de Dios lo justo, esto es, poco; tal como si hubiera hecho suyo el mandato bíblico de no tomar su nombre en vano. La rica tradición oral sufí atribuye a Bisṭāmī estas palabras: “Quienquiera que conozca a Dios, no dice ya más «Dios»”. Resumiendo, el sufismo no es una intensificación de la fe islámica, sino más bien la superación de ésta. Recordemos que el periplo vital de un Rūmī, por ejemplo, va del islam al sufismo y de éste a lo que él denomina mellat-e ‛ešq o “senda del amor” y que yo he dado en llamar “sufismo más allá del sufismo” [36]. El derviche no es un musulmán más intenso, ni tampoco es un “buen musulmán”, como afirma William C. Chittick [37]. No obstante, no debiera de inferirse de cuanto digo que el derviche sea un mal musulmán, aunque muchos religiosos así lo consideren. No es ni más intenso, ni bueno, ni malo, entre otras cosas porque el derviche es alguien que no es, o que es nada. Además, si pasáramos al derviche por un hipotético medidor de intensidades, llegaríamos a la conclusión de que el sufismo es una intensificación de la vida misma y del propio vivir, sin más atributo o calificación. La vida ni es cristiana, ni budista, ni judía, ni parsi, ni musulmana. La vida es pura vida. Tampoco el sufismo es el Islam debidamente practicado, a no ser que se hayan confundido mística y piedad, mística y ritualismo, espiritualidad y religión. De hecho, pocas místicas, y mucho menos la sufí, por sus características intrínsecas, son una religión debidamente practicada, como pretendía el gran arabista francés Louis Massignon, quien escribía: “La mística no es más que la experimentación ab intra de una religión debidamente practicada” [39]. Acaso (muy acaso) dicha afirmación sirva para la mística cristiana, lo ignoro, pero lo que sí que sé, y en eso concuerdo absolutamente con Djamchid Mortazavi, es que en modo alguno es aplicable al caso específico de la mística islámica en general [40]. Tampoco es el sufismo el islam progre o el rostro cándido y amable del islam. El sufismo es más un camino de conciliación del amor y el conocimiento que una doctrina o un sistema filosófico. Como afirma Marià Corbí: “La luz del conocimiento enciende el amor; el fuego del amor enciende la luz del conocimiento” [41].


Es más un camino de tanteo e indagación espiritual y una experiencia plena de la vida que un discurso teórico sobre la espiritualidad o un sistema de creencias al que adherirse y someterse. Al fin y al cabo, el único compromiso del derviche es con la Verdad. Ese y no otro es su único deber, la tarea sagrada a la que se entrega con todas las potencias de su ser. No es el derviche un hombre de preceptos -aunque por responsabilidad social o por ayudar a otros pueda servirse de ellos- sino de visión. Lo que importa es ver, afirmaba Rūmī sin tapujos, puesto que “quien ve se salva”, y no precisa ya de nada más. ¿Qué importancia pueden tener para quien ha visto creer o no? Más cercano a nuestros días, el maestro sufí Amad Al-‛Alāwī (m. 1934) escribía: “La fe es necesaria para los religiosos, pero deja de serlo para los que van más lejos y llegan a auto-realizarse en Dios. Entonces ya no creen porque ven. Ya no hay más necesidad de creer cuando se ve la verdad” [42]. La aspiración característica del sufismo, concluirá Henry Corbin, es verificar mediante una experiencia mística personal e intransferible (que no subjetiva) el testimonio de la experiencia profética.

4
La presencia del derviche siempre ha sido, también hoy, incómoda, de ahí que se le haya querido acallar, y en algunos momentos incluso hasta eliminar. Lo que más incomoda del derviche es su libertad. El derviche es un maestro del callar, de hecho si de algo sabe es sobre el valor del silencio, pero cuando habla siempre dice lo que le viene en gana, ya que no tiene que rendir cuentas ante nadie. El único compromiso del derviche es con la Verdad, lo acabo de apuntar. Pero que el derviche posea un espíritu libre no quiere decir que sea un imprudente o un irresponsable. La presencia del derviche incomoda. Ya he dicho que el místico no representa el rostro afable y aterciopelado de la religión. Incomoda el derviche porque cuanto dice es de verdad. El derviche habla desde sus heridas y cicatrices. Ese es el único patrimonio que posee, las marcas de sus múltiples batallas. No olvidemos que el derviche es un ŷawānmardī, un caballero espiritual. El derviche no habla desde el burladero de la teología, parapetado tras dogmas y creencias, sino desde el centro del ruedo donde sucede la lidia de la vida. Las cicatrices del derviche hablan por sí solas de alguien que ha aceptado riesgos y retos, como Arjuna, el protagonista de la Baghavad Gita, al que Krishna insta a pelear y no rehusar el combate.
A pesar de que incomode, el derviche es alguien del que uno se puede fiar. Primero de todo, por las propias cicatrices, pues indican que no es un cobarde ni un apocado, y que ha pagado un alto precio en sangre por transitar la senda del camino interior. En segundo lugar, uno se puede fiar del derviche, porque al ser libre ni nos necesita ni nos quiere para nada, por lo que su decir es absolutamente gratuito y desinteresado. El derviche no persigue convencernos de nada ni convertirnos a nada. Tampoco es un ladrón de afectos que nos exija sometimiento y una entrega total a su persona. El derviche no nos pedirá jamás que saltemos al vacío sin antes advertirnos que no vendrá una corte de ángeles celestiales a recogernos a media caída, sino que indefectiblemente nos partiremos la sesera en dos. Oír cuanto dice, o cuanto calla, puede resultar a veces duro y doloroso, a pesar de que sea pronunciado entre risas, ya que dirá lo que tenga que decir y no aquello que nosotros deseemos oír. El derviche no es un seductor de verbo almidonado, no es un prestidigitador de la palabra que nos vaya regalando los oídos con metáforas almibaradas acerca de la senda espiritual. Recordemos que habla desde sus cicatrices. De lo que habla el derviche es de lo que ha vivido. No habla, pues, de oídas o por segundas personas, “alguien me ha dicho que…”. Tampoco habla como espectador exógeno que ve desde fuera. El derviche da noticia veraz y detallada porque él ha estado allí. Conoce el fuego del que habla no por contemplarlo de lejos, sino porque se ha quemado en él. Dicho fuego no tiene nada que ver con la otra vida, sino con ésta, la presente, la única, la de aquí y ahora. Al derviche no le preocupa el más allá, sino el más aquí. El derviche ama el silencio por encima de cualquier cosa, pues sabe que es la matriz de toda palabra auténtica. Al optar por el silencio, el derviche pretende huir del fangal de las palabras que, irrumpiendo desde el ego, nada dicen, que nada aportan, que tuercen el sentir y fracturan el pensar. Ama el silencio, y no hay silencio sin escucha. Eso lo entendió muy bien Rūmī, cuyo sufismo puede definirse como una suerte de mística del samā‛ o escucha atenta. El universo que percibe Rūmī es un universo que vibra y suena. No es de extrañar, pues, que jāmūš, silente en persa, fuese uno de los “nombres de pluma” (tajalluṣ) más utilizados por el maestro persa de Konya, como cierre conclusivo de sus gazaliyyāt u odas místicas. De la palabra, gastada por el uso y abuso de un habla vulgarizada que a penas dice nada, al silencio, entendido éste como espacio matricial vacío, un locus non locus, del que nace la Palabra, esta sí, creativa, dadora y multiplicadora de vida. De la palabra al silencio; del movimiento a la quietud, que no es sino el principio rector de todo actuar desinteresado, el venero del que brota la acción desegocentrada. Ese es el círculo virtuoso al que Rūmī nos invita a entrar, que escribió: “La historia admite ser contada hasta este punto. Pero lo que sigue está oculto y es inexpresable en palabras. Aunque intentara hablar y expresarlo en cien formas, sería inútil. El misterio no se torna más claro. Puedes cabalgar sobre un caballo ensillado hasta la orilla. Pero a partir de ahí tienes que servirte de un caballo de madera [una barca]. Un caballo de madera es inútil en tierra firme. Pero es el vehículo especial para los que viajan por el mar. El silencio es este caballo de madera. El silencio es el guía y el sostén de los hombres en el mar” [43]. El diálogo con el derviche no es sencillo, y no porque hable poco. Ciertamente, el derviche es un hombre silente que sabe de silencios, que no se pierde en el cenagal de la palabrería fatua. Pero también hemos visto que ríe y bromea. No, lo que hace difícil el diálogo con el derviche es su férreo compromiso con la Verdad. Ahora bien, si se comparte dicho compromiso, nada habrá más sencillo que el diálogo con él. De ese modo, los derviches son ideales para el diálogo porque, al igual que los buenos economistas, saben sumar y, por lo tanto, multiplicar también. Por ejemplo, el derviche sabe por propia experiencia que el silencio individual es crucial, pero no ignora que el silencio colectivo suma y, según la calidad, multiplica. Sabe sumar el derviche a diferencia del burócrata de lo sagrado, del representante religioso acreditado, que sólo sabe restar, y los peores de entre ellos, además logran dividir. En ese sentido, el derviche es muy consciente que la palabra divide (por ejemplo la palabra teologal), mientras que el silencio une.



También sabe el derviche que hay una suerte de vía intermedia, a caballo entre la palabra y el silencio, que une tanto o más que éste, que es la música, y en cuestiones de música, mal que le pese a la ortodoxia islámica que siempre la ha visto con sospecha, los derviches son auténticos maestros. A fin de cuentas, lo que da sentido a la música son los silencios. En cualquier caso, y para ser justos, habría que decir que la palabra que brota del silencio creador es una palabra que une y fecunda. Sólo separa aquella palabra que nace del “bla-bla-bla”. Históricamente, el derviche no ha tenido la más mínima dificultad a la hora de dialogar con personas de otras religiones y caminos espirituales. Y ello gracias a la comprensión desarrollada de que las distintas tradiciones de sabiduría no dicen lo mismo, pero apuntan todas hacia lo mismo.

5
Preguntado Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī sobre qué es el sufismo, el maestro persa de Konya respondió: “Encontrar alegría en el corazón, cuando llega el momento de la aflicción”
[44]. Evidentemente, no se trata aquí de un asunto de meteorología del estilo: “Al mal tiempo buena cara”. Para nada. Lo que Rūmī apunta va mucho más allá. Nos insinúa que el derviche se mide ante tres retos cruciales: la enfermedad, la vejez y la muerte, puesto que esos son, a la postre, los momentos reales de aflicción en la vida de todo ser humano; el resto es considerarse demasiado a sí mismo y eso, ya lo decía el propio Rūmī, es un puro veneno. Sólo quien es capaz de mirar a la enfermedad, la vejez y la muerte con paz interior merece ser llamado derviche. Tal vez vaya siendo hora ya de embriagarse y… arder, arder, arder.

Notas:
[1] Tomo prestada la expresión y, en buena medida, los argumentos que la siguen de Marià Corbí. Para más detalles, véanse sus libros Religión sin religión, Madrid: PPC, 1996 y El camino interior más allá de las formas religiosas, Barcelona: Ediciones del Bronce, 2001
[2] Sobre los distingos entre religión y espiritualidad, véase José María Vigil, “La coyuntura actual de la espiritualidad”, Éxodo nº 88, abril 2007, pp. 4-11
[3] Cfr. Raimon Panikkar, De la mística. Experiencia plena de la Vida, Barcelona: Herder, 2005
[4] La palabra “sufismo” no es muy antigua. Fue acuñada por primera vez, el año 1821, por el sacerdote e investigador alemán Friedrich August Tholluck, en su obra en latín Sufismus sive Theosophia Persarum pantheistica. Cfr. el prefacio de Michel Chodkiewicz a la obra de Christian Bonaud, Le soufisme. Al-tasawwuf et la spiritualité islamique, París: Maisonneuve & Larose, 1991, pp. 7-8
[5] Cfr. Halil Bárcena, “Sufisme, un afer estrany i desconcertant”, Qüestions de Vida Cristiana, nº 224, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2007, pp. 56-68
[6] Thomas Merton llegó a afirmar en su día que el sufismo era una cosa rara y desconcertante. Sobre la genuina y auténtica relación que el monje trapense mantuvo con el sufismo, véase Rob Baker-Gray Henry (eds.), Merton & Sufism. The Untold Story. A Complete Compendium, Louisiville: Fons Vitae, 1999
[7] Cfr. Henry Corbin, En Islam iranien (4 vols.), París : Gallimard, 1971
[8] La visión maniquea de la luz es el presupuesto de la percepción de la belleza de un sufí como Rūzbehān, conviene Henry Corbin en el capítulo “Maniqueísmo y religión de la belleza”, incluido en su libro El Imam oculto, Madrid: Losada, 2005, pp. 123-130
[9] Para una visión de conjunto sobre el sufismo persa y sus características, véase Leonard Lewisohn (ed.), The legacy of Mediæval Persian Sufism, London: Khaniqahi Nimatullahi Publications, 1992
[10] Cfr. Henry Corbin, El hombre y su ángel. Iniciación y caballería espiritual, Barcelona: Destino, 1995
[11] Cfr. Seyyed Hossein Nasr, El corazón del Islam, Barcelona: Kairós, 2007, p. 137
[12] Cfr. Henry Corbin, El Imam oculto, op. cit. p. 87
[13] Los derviches no aluden a la divinidad con la palabra Dios, sino mediante fórmulas como “Amigo” (Dūst), “Él” (Hū) o “Realidad Real / Verdad” (Ḥaqq)
[14] Acerca de las homologías doctrinales entre el sufismo y el vedanta advaita, véase Daryush Shayegan, Hindouisme et soufisme. Une lecture du “Confluent des Deux Océans”, París: Albin Michel, 1997. Se trata de una traducción y estudio del principal texto del príncipe sufí indio Dārā Šokūh (m. 1659), célebre por sus trabajos de traducción del sánscrito al persa. Animador de un círculo sufí integrado por sabios y místicos musulmanes e hindúes, Šokūh constituye, sin duda, uno de los pioneros avant la lettre del diálogo interreligioso. Cobró fama por sentencias como esta: “La ciencia del vedanta es la ciencia del sufismo y la ciencia del sufismo es la ciencia del vedanta”
[15] Cfr. Montserrat Abulmaham, El Islam: de religión de los árabes a religión universal, Madrid: Trotta, 2007
[16] Cfr. Ehsan Yarshater, “The Persian presence in the Islamic world”, en Richard G. Hovanissian-Georges Sabagh (eds.), The Persian presence in the Islamic World, Cambridge: Cambridge University Press, p. 74 y ss.
[17] Téngase en cuenta, por ejemplo, que, a diferencia de otros pueblos, tras la conquista árabe los persas se islamizan pero no se arabizan, persistiendo en el uso coloquial y literario de su lengua. Cfr. supra, nota 14
[18] Seyyed Hossein Nasr, op. cit., p. 55
[19] Translitero la letra چ [ché] persa como č, de tal manera que čist habrá de pronunciarse chist
[20] Sobre las convergencias doctrinales entre el taoísmo y el sufismo, sobre todo el de Ibn ‛Arabī y su concepción unicista de la existencia, véase Toshihiko Izutso, Sufismo y taoísmo (2 vols.), Madrid: Siruela, 1997
[21] Cfr. Rūmī, Matnawī-ye Ma‛nawī, ed. de Qawām al-Dīn Jorramšāhī, Teherán: Intišarāt Nāhīd,1997, libro I: 133 [Las siguientes referencias a esta obra están anotadas con la abreviatura M, seguida del número del libro y del número del verso en esta edición]
[22] La lengua persa aún es más gráfica y expresiva al respecto que la árabe. En persa, la palabra dam significa tanto “instante” como “aliento” y “respiración”. Podría decirse, por consiguiente, que el derviche es tanto un “hijo del instante” como un “hijo de la respiración”. De hecho, se respira para cada instante, para cada ahora, y no para un hipotético después
[23] Cfr. la lúcida exposición de la propuesta de camino interior formulada por Carlos Castaneda realizada por Amando Robles en su libro Hombre y mujer de conocimiento. La propuesta de Juan Matus y Carlos Castaneda, Heredia (Costa Rica): EUNA, 2006
[24] Cfr. Kullīyāt-e Šams-e Dīwān-e Kabīr, ed. de Badī‛ al-Zamān Forūzānfār (2ª ed.), Teherán: Amīr Kabīr, 1965-1967 (10 vols.), gazal nº 2642
[25] M I: 1763
[26] Acerca de la tendencia derviche malāmatī, véase Sulamī, La lucidez implacable. Epístola de los hombres de la reprobación (Risāla al-Malāmatīyya), Barcelona: Obelisco, 2003
[27] Citado en Annemarie Schimmel, Las dimensiones místicas del Islam, Madrid: Trotta, 2002, p. 131
[28] Cfr. Sulamī, op. cit. p. 37
[29] Citado en Titus Burckhardt, Introducción al sufismo, Barcelona: Paidós, 2006, p. 123
[30] Cfr. Sultān Walad, La parole secrète. L’enseignement du maître soufi Rûmî, París: Le Rocher, 1988
[31] M I: 1581
[32] Sohrawardī, L’Archange empourpré, París: Fayard, 1976, p. 168, trad. de Henry Corbin
[33] Cfr. Abdelmajid Charfi, L’islam entre le message et l’histoire, París: Albin Michel, 2004, p. 135
[34] M II: 1099
[35] Citado en Annemarie Schimmel, op. cit., p. 54
[36] M I: 1770
[37] Citado en Annemarie Schimmel, Introducción al sufismo, Barcelona: Kairós, 2007, p. 10
[38] Cfr. supra, n. 25
[39] Cfr. Louis Massignon, Essai sur les origines du lexique technique de la mystique musulmane, París: Éditions de Le Cerf, 1999, p. 110 [Primera edición, 1922]
[40] A propósito de dicha polémica, véase Djamchid Mortazavi, L’Autre Face de la pensée musulmane, París: Éditions du Rocher, 1997, pp.165 y ss.
[41] Cfr. Marià Corbí, El camino interior más allá de las formas religiosas, Barcelona: Ediciones del Bronce, 2001, p. 201
[42] Cfr. Martin Lings, Un santo sufí del siglo XX. El Šayj Aḥmad Al-‛Alawī, Palma de Mallorca: J.J. de Olañeta editor, 2001
[43] Citado en Reynold A. Nicholson, The Mystics of Islam, Londres: Routledge & Kegan Paul, 1978, p. 148
[44] Citado en Annemarie Schimmel, Introducción…, op. cit., p. 125
(Ponencia presentada en el Congreso Internacional de Mística, celebrado en Ávila, los días 26, 27 y 28 de octubre de 2007, y organizado por el CIEM (Centro Internacional de Estudios Místicos) del Ayuntamiento de la capital abulense. Publicado en Xavier Melloni (ed.), El no lugar del diálogo religioso, Madrid: Trotta, 2008).


Lecturas recomendadas

  • Abbas Kiarostami, Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006).
  • José Antonio Antón Pacheco, Intersignos. Aspectos de Louis Massignon y Henry Corbin (Athenaica, 2015).
  • Khalili, Una asamblea de polillas (Mandala, 2012).
  • Masood Khalili, Los susurros de la guerra (Alianza, 2016).
  • Olga Fajardo (ed.), La experiencia contemplativa. En la mística, la filosofía y el arte (Kairós, 2017).
  • Seyed Ghahreman Safavi, Rumi's Spiritual Shi'ism (London Academy of Iranian Studies, 2008).
  • Shams de Tabriz, La quête du Joyau. Paroles inouïes de Shams, maître de Jalâl al-din Rûmi. Trad. Charles-Henry de Fouchécour (CERF, 2017).
  • Tom Cheetham, El mundo como icono. Henry Corbin ya la función angélica de los seres, (Atalanta, 2018).

¡Ah... min al-'Eshq!

"A nosotros que, sin copa ni vino,
estamos contentos.
A nosotros que, despreciados o alabados,
estamos contentos.
A nosotros nos preguntan: “¿En qué acabaréis?”.
A nosotros que, sin acabar en nada,
estamos contentos"

Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

¡... del movimiento a la quietud!

... de la palabra al silencio !!!

"Queda mucho por decir,
pero será Él quien te lo diga
para que lo entiendas, no yo"

Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (m. 1273)