Algunas notas a propósito
del Jesús del Corán

Una de las cosas que más sorprende al lector no avezado en los temas islámicos es toparse con Jesús en las páginas del Corán. En efecto, Jesús aparece citado (muy favorablemente) en el libro sagrado de los musulmanes en más de cien ocasiones. La principal información sobre Jesús aparece en las azoras 3, 4, 5, 19 (que lleva por título Maryam, esto es, María), 21, 23, 43 y 61. Sin embargo, dicho Jesús coránico presenta un perfil tan diferente al Jesús de la ortodoxia cristiana que hoy conocemos que para muchos pudiera resultar un personaje casi irreconocible. Veamos, pues, algunas de las características del Jesús musulmán.
Antes que nada, el nombre de Jesús siempre aparece en el Corán asociado al de su madre María, bajo la fórmula al-Masîh ‘Isa ibn Maryam (El Mesías Jesús, hijo de María). La insistencia coránica sobre dicha fórmula muestra una decidida voluntad polémica contra la filiación divina de Jesús, ‘Isa en árabe. De hecho, el propio Jesús rechaza en el Corán la divinidad que le atribuyen sus seguidores (5, 116-117). Conserva, con todo, el carácter milagroso de su nacimiento virginal (19, 20), rasgo éste extraordinario y de una importancia mayor, sobre todo para una sociedad como la árabe del siglo VIII d. C. en la que vivió Muhammad, el profeta del islam, que designa a los hijos siempre en estrecha relación con el nombre de su genitor. Así, por ejemplo, el propio Muhammad es Muhammad ibn (hijo de) ‘Abd Allâh.
Para entender todo ello se ha de tener en cuenta con qué suerte de cristianismo se rozó Muhammad, que no fue otro que el de los evangelios apócrifos y las sectas cristianas heterodoxas que menudeaban por la Arabia de entonces. Así ocurre, por ejemplo, con los relatos coránicos de la Anunciación y de la Natividad (3, 42-48 y 19, 16-34, respectivamente).

Jesús es conocido en el islam con el epíteto de Rûh Al.lâh, esto es, “Espíritu de Dios” (4, 171), teniendo en cuenta que rûh en árabe, al igual que sucede en otras lenguas, abarca un amplio campo semántico que va desde “espíritu” a “soplo vital”, haciendo ver con ello que lo espiritual es fundamentalmente lo leve de lo leve, pura sutilidad pura. ¡Como dato curioso apunto que el ayatol.lâh Jomeini, de infausta memoria, se llamaba Rûh Al.lâh! Pero el rûh que Al.lâh insufla en el vientre de María y concibe a Jesús no es en modo alguno el Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad cristiana, sino más bien una suerte de soplo intemporal (21, 91 y 66, 12).
El Corán proclama a Jesús como nabî o profeta (19, 30), rasûl o mensajero divino (4, 171 y 5, 75) y también como enviado y ejemplo para los hijos de Israel (3, 49 y 43, 59). Se dice de él también que es portador de la sabiduría unitiva del monoteísmo puro (43, 63-64). Al mismo tiempo, se afirma que Jesús ha venido a confirmar el espíritu de la Torah judía, atenuando, eso sí, sus prescripciones legales (3, 50). En otro pasaje, se aprovechará dicha circunstancia para subrayar el carácter equilibrante del islam, en tanto que religión del medio (wasat), a caballo entre el rigorismo legalista de los judíos y el posterior laxismo cristiano (2, 143).
Jesús es designado en el Corán también como ‘Abd Al.lâh o Siervo de Dios (19, 30), el nombre más islámico de cuantos existen, por su honda significación, que únicamente detentan en la tradición islámica Jesús y el propio Muhammad. A la postre, el siervo de Dios, el ‘abd, es aquél que se ha hecho capaz de Dios a base de vaciarse a sí mismo por completo. El ‘abd es aquél ser transparente a través del cual transita la palabra divina.
Al igual que Moisés, también Jesús efectúa actos milagrosos. No obstante, el rasgo más sobresaliente del Jesús coránico no es otro que su papel de anunciador del profeta Muhammad (7, 157), especialmente bajo el nombre de Ahmad (61, 6), luego veremos el porqué.
El Corán recuerda que la obra profética de Jesús fue rechazada por el pueblo judío (4, 65) y perseguida violentamente hasta el punto de haberlo querido crucificar, circunstancia ésta que no tuvo lugar. Para la mentalidad islámica resulta muy difícil de aceptar que Jesús el “ungido”, el “enviado de Dios”, muriese en la cruz, esto es, fracasase en su tarea divina. Se alinea aquí, por lo tanto, el islam con los apócrifos cristianos y las corrientes heterodoxas al sugerir que Jesús ni fue crucificado ni tampoco muerto (4, 157). Así, leemos en los Hechos de Juan, texto apócrifo, que Jesús le comenta a Juan: “…no soy yo quien está en la cruz”. Para los gnósticos basilidianos fue Simón de Cirene (que aparece citado en Marcos 15, 21) el crucificado y no Jesús. Por su parte, los docetistas consideraban que Jesús, durante su vida, había carecido de cuerpo real, siendo éste sólo aparente, fantasmal si se quiere. De tal manera que todos sus actos, incluida la crucifixión, no tuvieron lugar en realidad, sino que fueron pura apariencia. Es cierto que no menciona el Corán nada a propósito de la supuesta sustitución de Jesús en la cruz ni tampoco hacer referencia al cuerpo aparente del que hablan los docetistas. Más escueto que todo eso, simplemente afirma que quisieron matarlo pero no lo lograron.
Existe, con todo, una moderna secta heterodoxa islámica, la ahmadiyya, creada por Mirzâ Gulâm Ahmad (m. 1908), originario del Punjâb indio, que considera que Jesús sí fue crucificado pero logró sobrevivir, huyendo a Cachemira (India), donde vivió y enseñó hasta los ciento veinte años de edad en que murió. Quien esto escribe pudo visitar su tumba, en el corazón de la capital cachemira de Srinagar, y comprobar el fervor que le profesan los fieles musulmanes. Las opiniones ahmadíes sobre Jesús fueron puestas por escrito años atrás por el esoterista catalán Andreas Faber-Kaiser, en el que fue todo un best-seller de la época, Jesús vivió y murió en Cachemira (1976).

La importante función escatológica de Jesús también es subrayada por el Corán. Y es que a decir del texto coránico, Jesús conocería la hora final, siendo, además, él mismo un signo de dicha hora (43, 61). De tal suerte, que según los comentaristas musulmanes del Corán, la segunda venida de Jesús a la tierra marcaría el final del mundo. Son muchos los hadices o aforismos atribuidos a Muhammad y a los distintos imâmes shiíes que otorgan a Jesús el rango de acompañante principal del imâm al-Mahdî, oculto tras su desaparición siglos atrás, que reaparecerá al final de los tiempos, él, paladín de la bondad, la verdad y la justicia, como vencedor del mal y restituidor del bien universal. Dicho sea de paso que la figura del Mahdî, sobre todo tal como la entiende el islam shií, no es sino un préstamo persa zoroastriano: el triunfo último del bien sobre el mal tras su lucha encarnizada en el mundo, algo que constituye uno de los rasgos más característicos de las culturas y sociedades ganaderas, como bien ha estudiado Marià Corbí, en las que, a diferencia de las sociedades agrícolas, se da un enfrentamiento sin posibilidad de síntesis entre la vida y la muerte. De otro lado, tras su segunda venida, dice el Corán, Jesús denunciará sin paliativos a los suyos, los fieles cristianos, por el error de haberlo divinizado (4, 159).
Me he referido anteriormente a la función anunciadora de Jesús respecto de Ahmad, uno de los múltiples nombres con que es conocido el Profeta en la tradición islámica. Ampliemos un poquito más la cuestión. En el Evangelio según San Juan, Jesús anuncia a sus discípulos su muerte, pero les asegura que les enviará un paracletos, esto es, un “abogado”, “alguien que les consuele”. Dice el Evangelio: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre” (Juan XIV, 15-17). La palabra griega paraclitos podría ser traducida por “consolador”, “defensor”, “abogado” y también como “consejero” o “asistente”. Según la tradición cristiana, se trataría del Espíritu Santo, que vino sobre los fieles, como lo prometiera Jesús, cincuenta días después de la resurrección. Sin embargo, la tradición islámica leyó de forma diferente dicho pasaje evangélico y, en concreto, la palabra paraclitos, que a ojos árabes se convirtió en periclitos, cuya traducción literal del griego corresponde exactamente al superlativo árabe “Ahmad” (de la misma raíz gramatical que Muhammad), esto es, “el más preclaro”, “el más glorioso”, “el más digno de ser alabado”. De tal suerte que Jesús habría anunciado así la venida de Muhammad, cuyo mensaje se insertaría, pues, en la línea profética abrahámica.
Resumiendo, podríamos decir que cuatro son los puntos esenciales de la jesuslogía coránica (ya que en buena lógica no puede hablarse de cristología en el islam). A saber:
a) Jesús no es Dios (5, 72 y 5, 116)
b) Jesús no es hijo de Dios (9, 30 y 19, 34-35)
c) Jesús no forma parte como persona de ninguna tríada, puesto que la Trinidad constituye, a ojos islámicos, la peor de las faltas, esto es, shirk o “asociacionismo”, que algunos traducen de forma abusiva por “politeísmo” (4, 171 y 5, 73)
d) Jesús no fue crucificado (4, 157)
En consecuencia, dicha jesuslogía coránica viene a cuestionar y desmentir tres de los principales misterios constitutivos de la ortodoxia cristiana:
1) la trinidad, en nombre de la unidad y unicidad divinas o tawhîd
2) la encarnación, en nombre de la trascendencia absoluta de Dios
3) la redención, dado que no hubo sacrificio en la cruz
Lo expuesto nos conduce, finalmente, a apuntar lo que constituye uno de los rasgos específicos del islam más controvertidos: su particular exposición de Jesús, porque, caso único en la historia de las religiones, el islam toma como propio el núcleo fundante -Jesús- de otra religión -cristianismo- haciendo una lectura radicalmente diferente. De ahí que lo que en principio podría ser un elemento inmejorable para el diálogo interreligioso, la común consideración de la figura profética de Jesús, constituya a la postre un escollo teológico insalvable.
A mi modo de ver, o hacemos una lectura simbólica de dichos personajes (Jesús, Muhammad…) y de los epítetos/metáforas con los que se les ha descrito (sello de la profecía, hijo de Dios…) o nos vemos abocados a la disensión primero y al garrotazo después. Dichos epítetos/metáfora apuntan a una realidad sutil que es de otro orden diferente al habitual, pero en modo alguno son una descripción histórica de nada. En ese sentido tanto podemos decir que sí, que Jesús es hijo de Dios, como que no. De todo esto y sus múltiples implicaciones ha dado cuenta Marià Corbí en su ya extensa obra. Poco más nos queda por añadir al respecto, salvo que convertir una metáfora en una creencia es anular todo el espacio simbólico de aquélla. Entender históricamente a Muhammad como “sello de los profetas” y, en consecuencia, creer que el islam es la “última revelación”, es no haber entendido nada. Y lo que es peor aún, es no haberse dado cuenta de que creencia y violencia van siempre de la mano.
Ese es, a grandes rasgos, el perfil del Jesús coránico. Su notable papel en el islam no se reduce sólo a ello. Dejo para mejor ocasión exponer en detalle el mirífico papel jugado por Jesús en el tasawwuf o sufismo, la llamada mística islámica. Apunto nada más, por el momento, que para el andalusí de Murcia Ibn ‘Arabî (m. 1240), considerado el polo del sufismo teosófico, Muhammad constituye el “sello de los profetas”, mientras que Jesús es, ¡ahí es nada!, el “sello de los santos”, ya que fue el mayor testimonio de Dios, según él, por lo que hace a la experiencia del corazón.
El persa Rûmî (m. 1273), por su lado, principal exponente del sufismo amoroso oriental, escribió:
“Que nada quede dentro de ti. Permanece vacío.
Convierte tus labios en los labios del ney [flauta sufí de caña].
Cuando te llenes de Su aliento como la caña del ney,
entonces probarás la dulzura.
La dulzura reside oculta en el aliento que colma el ney.
Sé como María; por ese dulce aliento un niño creció en su vientre”.