Halil Bárcena, "Perlas sufíes. Saber y sabor de Mawlânâ Rûmî" (Herder, 2015).

«Es verdad que jamás un amante busca a su amado sin haber sido buscado antes por éste» (Mawlânâ Rûmî, Maznawî III, 4393. Traducción: Halil Bárcena).

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miércoles, 4 de junio de 2008

Sufismo y respiración

La respiración
como vía de silenciamiento



Halil Bárcena




“Alguien, dentro de tu respiración,

te da también respiración, promesas de unión.

Respira con él hasta tu último aliento.

Él te lo da con amabilidad y misericordia”

Mawlânâ Rumí



Hace un puñado de años, en la ciudad de Damasco, no muy lejos de la mezquita erigida a la memoria del místico sufí andalusí Muhy-ud-Din Ibn ‘Arabí, en un barrio de estrechas y retorcidas callejuelas y bullicio popular, trabé amistad por azar con un derviche errante de rostro apergaminado y barba en forma de puñal yemení, que en un árabe aproximativo —el hombre resultó ser iraní a la postre— me obsequió con una sugestiva teoría acerca del valor de la respiración. Según el decir sabio de aquel hombre, Dios otorga a cada ser humano al nacer un número exacto de respiraciones, ni una más ni una menos; lo cual implica que si las dilapidamos a lo loco respirando de cualquier modo, antes perecemos. Ni que decir tiene que para aquel anciano derviche, que debía de rondar los ochenta, calculo yo, el secreto de la longevidad estribaba en respirar pausada y profundamente. Un reciente estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha puesto de relieve que los habitantes del llamado primer mundo industrial y desarrollado respiramos hoy en día el doble que hace unas décadas. Y todo ello debido a la ansiedad que promueve un estilo de vida acelerado y competitivo hasta la neurosis. Hoy nadie duda que el siglo XX ha sido la centuria de la velocidad. La prisa ha infectado nuestras vidas. Tenemos prisa a la hora de comer, de respirar, de amar, de relacionarnos con los demás… Y si bien es cierto que de la velocidad hemos obtenido importantes recompensas, el precio que hemos pagado por ellas ha sido muy alto, excesivo diría yo. Ya lo decía Pascal: “Todo lo que se perfecciona por progreso, perece también por progreso”. Por eso, la lentitud constituye una de las máximas aspiraciones del milenio que viene. Lentitud, en suma, para disfrutar de lo más sencillo.

El interés por lo simple y lo natural está emergiendo cada vez más como una referencia saludable en nuestra sociedad contemporánea. Poco a poco, lo cualitativo se antepone a lo cuantitativo, lo elemental a lo complicado, lo esencial a lo superfluo. Y dicha tendencia no obedece a una moda más o menos pasajera, ni es un mero fruto de la casualidad. Paralelamente al paulatino deterioro del medio ambiente que impone una cierta forma de entender el progreso, aflora hoy con fuerza el convencimiento de que nos va mucho en la preservación de la naturaleza. Una naturaleza que, muy probablemente, constituirá un bien escaso en un futuro menos lejano de lo imaginado. Y es que según vaticina el ensayista alemán Hans Magnus Enzesberger, los grandes lujos del futuro serán cosas tan básicas como la naturaleza, el agua y… el aire que respirar.




Una perspectiva diferente

El análisis de la respiración como vía de transformación espiritual, sin embargo, nos exige una cala previa, acerca de lo que podríamos denominar la mirada sufí del cuerpo. Una mirada que es esencialmente holística, no fragmentaria, unificadora, y que, curiosamente (o no tanto), está en consonancia con las tendencias más avanzadas de la física moderna, ya se trate de la termodinámica o la cibernética. Dicho sin embudos, el cuerpo es, a ojos sufíes, una senda de conocimiento. Al fin y al cabo, todo pasa a través de él y en él. ¿Acaso el momento de mayor intimidad espiritual en la vida cotidiana del musulmán, como es la salat, no se vive desde y en el cuerpo, con sus diferentes posiciones y movimientos? Y es que la islámica es una espiritualidad carnalizada. En ella el cuerpo no es culpable de nada y, por lo tanto, tampoco ha de ser purificado de mal alguno mediante ninguna práctica mortificadora y ascética. Un hadiz nabawi dice así: “Tu cuerpo tiene derechos sobre ti”. En la salat (namaz en persa) el hombre no se nos presenta como un ser escindido y fragmentado, sino que se halla comprometido y entregado a la oración en su totalidad: cuerpo, corazón y espíritu.

Nuestro cuerpo no puede ser visto por más tiempo como una máquina biológica, tal como la ciencia ha sostenido durante tantos siglos. En efecto, hoy se impone pensar el cuerpo de otra manera y, lo que es más importante aún, percibirlo y sentirlo también de forma diferente. De ahí que sea otro el lenguaje que necesitemos ahora y aquí para tratar de describir la misteriosa y fascinante complejidad que atesora el organismo humano. Los viejos tópicos positivistas han quedado desfasados, ya no nos sirven. Dicho en pocas palabras, el sueño cartesiano ha tocado su fin. Al parecer, Descartes vivió toda su vida fascinado por los relojes. Para él, constituían unas máquinas excepcionales, únicas, mecánicamente perfectas. El filósofo y matemático francés, padre de la teoría de la duda metódica, creyó haber hallado en ellos la mejor metáfora para explicar el funcionamiento del cuerpo humano. Durante mucho tiempo, nuestra cultura ha compartido esa misma creencia. Extremadamente torpes, necios en nuestra ceguera racionalista, hemos ido demasiado lejos en nuestra burda fascinación por las máquinas, ayer los relojes, hoy los ordenadores, al convertirlas en patrones para medir la realidad. Sin embargo, hoy sabemos, la ciencia médica por ejemplo, que nuestro organismo poco tiene que ver con los relojes idealizados por Descartes y su funcionamiento mecánico. Tampoco tiene mucho que ver con los últimos ingenios informáticos. Con el uso del reloj, el hombre comenzó a medir el tiempo, y con él la realidad, basándose en un movimiento puramente mecánico. Antes, sin embargo, las cosas habían ido por otros derroteros muy diferentes. Los primeros astrónomos musulmanes, por ejemplo, lo habían hecho siguiendo las trayectorias cambiantes de las órbitas recorridas por los cuerpos celestes. Antiguamente, en las mezquitas, el muwaqqit, esa especie de guardián del tiempo, según la acertada expresión de Titus Burckhardt, calculaba el instante preciso de cada una de las cinco plegarias siempre basándose en la observación del curso de los astros.

A decir verdad, el tiempo jamás es igual. Es de sobras conocido que, según la estación del año, el movimiento de rotación del cielo es más rápido o más lento que, por ejemplo, la fría perfección mecánica del tic-tac siempre igual de un reloj. El tiempo ni se ve ni se oye. La verdad es que no existe ningún artilugio mecánico capaz de capturar la magia inaprensible del tiempo. Y es que, al fin y al cabo, el movimiento del cielo se asemeja mucho más a un ritmo que a una pulsación mecánica. En ese sentido, también nuestro organismo tiene mucho más de rítmico que de mecánico. ¿Qué es la respiración, al fin y al cabo, sino el más bello ejemplo de ritmo cósmico individualizado en cada ser humano? Qué duda cabe que el progresivo desarrollo de lo que podríamos denominar una percepción cuántica, tanto de nosotros mismos como del mundo que nos rodea, ha contribuído a superar, en parte, la óptica cartesiana, cuya insuficiencia filosófica es un hecho evidente en la actualidad. La teoría cuántica nos invita a observar el universo como un sistema vivo organizado en forma de compleja red, en la que existe un flujo constante de materia, energía e información entre las distintas partes de un todo unificado. La energía y la información están por doquier en la naturaleza. Y, por supuesto, también en nosotros mismos. Leemos en el Corán: “En la creación de los cielos y de la tierra y en la sucesión del día y de la noche, hay signos para los que saben reconocer la esencia de las cosas” (Corán 3, 190).




Ya no podemos continuar viendo en la realidad que nos rodea un puzzle integrado por diferentes piezas que nada, o muy poco, tienen que ver entre sí. La observación atenta de la naturaleza nos permite comprobar que todo en ella interactúa de forma armoniosa, según un orden preestablecido. El vasto campo semántico del término mizan mencionado en la azora coránica ar-Rahman ¿no incluye acaso las ideas de balanza, equilibrio, armonía, congruencia y, en un sentido un poco más amplio, hasta de ritmo, a la hora de referirse al orden intrínseco de los cielos y la tierra? En efecto, todo en el universo posee un ritmo y una proporción. Nada es por azar ni ha sido creado en vano. Todo está conectado entre sí, como si de un cosmos de fuerzas mutuamente relacionadas se tratara. Sin embargo, el racionalismo más a ultranza, atrincherado dialécticamente en un lenguaje obsoleto, nos ofrece una estrecha ventana al universo y también a la realidad íntima del hombre. Hoy por hoy constituye una forma empobrecedora de observar al mundo y de entender nuestra condición de seres humanos. Porque, a fin de cuentas, nuestro cuerpo es algo mucho más complejo y laberíntico que una simple máquina, algo que una vez dimos por definitivo. Tal como afirma el astrofísico Hubert Reeves, la naturaleza engendra siempre complejidad. Y la naturaleza humana no es una excepción. Dentro de nuestro organismo se abre todo un universo de delicada belleza y misterio. De sus entrañas más recónditas brota una fantástica catarata de prodigios, uno de ellos la respiración.

Los organismos vivos son seres fundamentalmente abiertos al exterior, dado que su existencia depende del flujo constante de materia y energía proveniente del entorno. Así resulta que ningún hombre es una isla. Al fin y al cabo, todos formamos parte del todo. Efectivamente, una brizna del cosmos late en nosotros. Nuestro cuerpo no está aislado del universo. No en balde nuestra composición química es más afín a la cósmica que a la terrestre.. Al margen de los gases nobles, los elementos que más abundan tanto en nuestro organismo como en el universo son el oxígeno, el nitrógeno, el carbono y el hidrógeno. Gracias a la presencia de éste último, por ejemplo, podemos considerarnos, en cierto modo, hijos de la luz, algo que, desde la filosofía iluminativa, ya afirmaba el gnóstico iraní Sohravardí allá por el siglo XII. Los místicos y visionarios del pasado, de los Vedas indios a los sufíes Yalal-ud-Din Rumí e Ibn ‘Arabí, de Lao-Tsé a Miguel de Molinos, no se cansaron de subrayarlo: nuestro cuerpo es el microcosmos en el que se contiene y refleja resumida la larga y rica historia del macrocosmos. Cada criatura expresa en sí misma la diversidad de la creación. Y es que a este respecto hay pocos paralelismos tan fascinantes como el que podemos establecer entre la sabiduría tradicional y las propuestas más radicalmente novedosas de la física contemporánea. De hecho, éstas no vienen sino a corroborar algunas de las más arcaicas intuiciones de la humanidad.

En efecto, resulta cautivador observar cómo la propia ciencia ha ido evolucionando, a lo largo del presente siglo, desde las ideas clásicas hacia concepciones cada vez más organicistas e integradoras de la realidad. En definitiva, hacia eso que, desde el ámbito del esoterismo islámico, Ibn ‘Arabí denominó, allá por el siglo XIII, unidad de la existencia (uahdat al-uyud), o lo que es lo mismo, la concordancia e interrelación mutua de todo cuanto existe. Todo está en todo e interactúa de forma sinérgica. Todo comparte una misma energía creativa, cósmica y unitiva, un mismo principio inteligente y ordenador. Todo es uno rezaba la máxima de los viejos alquimistas griegos. Así pues, contrariamente a lo que pensaba Descartes, nuestro organismo es cualquier cosa menos una máquina biológica pensante. Antes bien, constituye algo así como un complejo sistema reticular autorregulado, una suerte de trama vital capaz de adaptarse a las oscilaciones, en la que la información circula constantemente siguiendo unas leyes que, en muchos casos, escapan al ojo humano. Con todo, el nacimiento de la ciencia moderna le debió mucho a Descartes. Éste fundamentó su concepción de la existencia en la división radical de ésta en dos categorías independientes que, según él, nada tenían que ver entre sí: la mente y la materia. A partir de dicha fragmentación de la realidad, los primeros científicos se sumergieron en el estudio de la materia convencidos de que se trataba de algo inerte, inamovible, carente de energía. Para ellos, la materia estaba conformada por un sinnúmero de diferentes piezas, dispuestas entre sí a la manera de una gigantesca máquina cósmica —un reloj, sin ir más lejos— perfectamente ensamblada.

Durante los casi tres últimos siglos, todo el pensamiento científico occidental ha estado sujeto a dicho modelo mecanicista y lineal de concebir la existencia. Más allá, sin embargo, de los límites estrictamente científicos, este modelo ha dejado una impronta indeleble en la forma de pensar —¡y de sentir también!— occidental, condicionando nuestra manera de ser y de estar en el mundo.
En lo que respecta a la concepción del ser humano,…acaso el rasgo más llamativo de dicha influencia cartesiana haya sido el troceamiento del individuo en múltiples partes separadas y a veces hasta enfrentadas entre sí: cuerpo, mente, emociones… Durante mucho tiempo, sin duda demasiado, hemos vivido bajo la cruel tiranía del dualismo cuerpo/mente, esa pérfida idea según la cual ambos poco tienen que ver entre sí. Afortunadamente, hoy somos más conscientes de que, por ejemplo, nuestros pensamientos y emociones pueden influir, ya sea positiva o negativamente, en nuestro estado físico, y viceversa; algo, de otro lado, que ya sabían los médicos de la antigüedad, entre ellos los árabes y persas. Por todo ello, es preciso descubrir —¡o tal vez sea más humilde hablar de redescubrir!— un diálogo diferente con nuestro cuerpo y nuestra conciencia. La larga y fértil tradición sufí tiene algo que ofrecernos al respecto.






La respiración como vía de silenciamiento

Cuando nos referimos al cuerpo, no deberíamos de hacerlo de una forma reduccionista y restrictiva. En ese sentido, conviene recordar que los sistemas circulatorio, endocrino y nervioso, también son el cuerpo. De igual manera que lo son los múltiples y sutiles sistemas eléctricos que regulan todo el organismo y que aún hoy son pobremente comprendidos por la ciencia médica, como bien apunta Kabir E. Helminsky. Y, por supuesto, también la respiración es el cuerpo. A diario entran y salen a través de las fosas nasales unos 13.000 litros de aire ¡ahí es nada!, que es, no lo olvidemos, nuestro principal alimento y el más perentorio. En efecto, podemos permanecer sin ingerir alimentos sólidos y agua durante horas, días e incluso alguna que otra semana, a poco que uno se adiestre en la práctica del ayuno. Sin embargo, la ausencia de aire nos conduce irremisiblemente a la muerte en cuestión de muy pocos minutos. Por lo tanto, somos porque respiramos. ‘Nuestro’ Ibn ‘Arabi solía decir que “La vida es hálito y el hálito es vida”. En efecto, todo lo vivo respira. Hoy en día algunos científicos se atreven a decir que incluso la Tierra respira. Así pues, respirar es vivir y respirar conscientemente es penetrar la brecha del misterio que el vaivén rítmico del aire mece sin cesar.

La respiración posee un enorme influjo sobre el psiquismo humano. Una de las formas más eficaces de regular nuestras ondas cerebrales es, precisamente, a través de la respiración consciente. Así es; por ejemplo, las ondas alfa aparecen cuando, despiertos pero con los ojos cerrados, respiramos de forma rítmica y equilibrada. Las beta, cuyas ondas cerebrales poseen una escasa amplitud, son fruto de una respiración arrítmica y superficial, desgraciadamente la más extendida hoy en día. Por su parte, las llamadas ondas zeta, que en la mayoría de las personas sobrevienen sólo de forma involuntaria, pueden alcanzarse conscientemente aumentando la duración de la exhalación, tal como sucede, por ejemplo, en muchas de las técnicas respiratorias utilizadas en las escuelas sufíes. Dichas ondas cerebrales zeta son el producto también de ciertas formas de salmodia y canto, como es el caso de la recitación coránica o tayuid, o del avaz, el canto tradicional iraní. El control del ritmo respiratorio ha sido un catalizador para el despertar y la transformación interior en las tradiciones sagradas más diversas, incluido el islam, por descontado, como veremos más adelante. En cierto modo, me atrevería a decir que no existe espiritualidad seria sin respiración, al igual que tampoco existe sin música. En cierta manera, ¿no es la respiración sino la música interna de la persona?

La respiración en modo alguno constituye un acto mecánico reducido a un mero intercambio de gases. Ni mucho menos. Desde el punto de vista sufí, la respiración expresa trascendencia. Al respirar de forma consciente estamos ingiriendo las sustancias energéticas más finas y sutiles que anidan en el aire. Solo cuando la respiración es consciente posee un verdadero influjo espiritual. De otro modo se convierte en un acto inadvertido, automático, muerto espiritualmente hablando. En ese sentido, la respiración, en tanto que función autónoma que puede tornarse voluntaria, constituye una inmejorable puerta de acceso al vasto y complejo mundo de las pulsiones inconscientes. La respiración puede arrojar un poquito de luz y claridad sobre las zonas oscuras de nuestra personalidad. En ese sentido, conviene recordar que tan sólo somos capaces de transformar aquello que realmente conocemos. El resto, no. Hay quien sostiene, y no sin razón, que el aire que respiramos representa el mejor alimento de nuestros centros sutiles de energía. En la prestigiosa y venerada tradición sufí naqshabandí, dichos centros se conocen con el nombre de lataif. Son cinco y surcan nuestra geografía etérica operando como auténticos transformadores de energía espiritual.




A través de los tiempos, no pocos místicos y sabios han entrevisto la correlación existente entre el aire, el principio vital —eso que los hindúes denominan prana— y el espíritu. De ahí que no resulte casual que en diferentes lenguas de conocimiento hallemos vocablos que vinculan directamente aire y espíritu. Es el caso, sin ir más lejos, de la lengua árabe, en la que ruh designa a la vez espíritu y soplo vital. Afirma el físico Fritjof Capra al respecto: “La antigua intuición común expresada en todas estas palabras no es otra que el alma o espíritu como soplo inspirador de vida”. Esa misma idea expresada por Capra, la hallamos expuesta ya en ese hadiz que reza así: “Allah creó el universo a través del Hálito del Compasivo”. Dios está dando existencia perpetuamente a cada ser, en cada momento del tiempo, a través de su soplo compasivo. Como bien ha apuntado Henry Corbin, dicha afirmación constituye uno de los pilares centrales de la metafísica akbariana. En efecto, para Ibn ‘Arabi, del mismo modo que el hálito exhalado por los seres humanos incluye la palabra articulada que permite la comunicación, el Hálito del Compasivo (Nafs ar-Rahman en árabe) exhala esas otras palabras que son los seres humanos y posibilita de esta manera la vida. Así pues, la transmisión del ruh al cuerpo —en definitiva, de la vida—, se realiza mediante un soplo.

Ibn ‘Arabi consideraba que los cuerpos físicos son manifestados en el cosmos material sólo cuando el hálito divino los fecunda. Un poco por eso, aún existe la costumbre en muchos círculos sufíes de presentar a los recién nacidos ante el pir o sheij, a fin de que éste les sople en el rostro y les infunda su conocimiento a través de la respiración. Sufismo y respiraciónSi bien podemos degustar la fértil literatura sufí por su cautivadora belleza estética, lo que es cierto es que, esencialmente, se trata de una literatura de acción. En definitiva, respirar, al igual que vivir, no constituye una idea ni una creencia, como tampoco lo es el tauhid, verdadero núcleo del trabajo sufí, sino un acto, una experiencia a encarnar. Afirma el insigne sufí Abu Yazid al-Bistami (m. 874): “Para el gnóstico, el verdadero culto es la respiración”. Y el no menos célebre Abu Bakr ash-Shibli (m. 945) sostiene: “El tasauuf es el control de las facultades y la observación de la respiración”. En el marco de la ya antes mencionada escuela sufí de origen persa naqshabandí, la respiración ocupa un espacio capital en tanto que vía de transformación espiritual. Dice su fundador, Bahauddin Naqshaband (1317-1389): “Esta escuela está construida toda ella sobre la respiración. Por eso es un deber para todos los buscadores ser conscientes de la respiración en cada inhalación y exhalación”. Más aún, la primera de las once reglas que conforman el trabajo naqshabandí dice así: hush dar dam, que vertido del farsí significa ‘conciencia de la respiración’, uno de los métodos más potentes para crear una conciencia interior.

Sea cual fuere la circunstancia en la que se halle, el murid tratará, en todo momento, de anclar su atención en la entrada y la salida del aire. Bajo la tutela de un guía experto y competente, condición ésta indispensable en todo trabajo que implique la modificación de la respiración, perseverará en la senda, hasta el punto de oír en la música silente de la inhalación y la exhalación el eco bello y al tiempo poderoso de la divinidad. Sabido es que el sufí gusta de llamarse a sí mismo hijo del instante, ibn-ul-uaqt en árabe. Curiosamente (o no tanto), el vocablo farsí dam expresa al mismo tiempo los conceptos de respiración e instante, por lo que podríamos afirmar que el sufí es un hijo del instante, sí, pero también de la respiración. Lo cierto es que respiramos siempre en presente. Comemos, bebemos y dormimos, por ejemplo, para unas cuantas horas, valga la expresión. Sin embargo respiramos en, desde y para el presente. Y es que el tiempo del sufí está hecho de ahoras. Para él, sólo el instante es eterno.





La respiración posee una inequívoca dimensión transformadora, alquímica podríamos decir y en el contexto sufí está estrechamente ligada al dhikr. Efectivamente, todo dhikr o acto de recuerdo, de rememoración de la presencia divina, ya sea vocal (yahri) o silencioso (jafi), individual o colectivo, posee una dinámica respiratoria precisa. Las diferentes prácticas respiratorias sufíes operan una evidente metamorfosis en nuestra percepción del hecho respiratorio. Los límites ilusorios de la individualidad, los mismos que nos impiden palpar la unidad que hay en todo, se desvanecen, se esfuman en el cosmos. Al fin y al cabo, todo el universo es respiración. En el acto respiratorio se produce la unidad orgánica del individuo y el universo. La pretensión egoísta de ser uno el protagonista de la respiración desaparece. En realidad, uno ya no es el que respira, sino que más bien se siente respirado.

Ciertamente, la respiración es un símbolo del vivir, esto es, del ser, pero también lo es del morir. Si la inspiración nos conecta orgánicamente a la energía del universo, como hemos dicho, la expiración constituye una especie de muerte, de aniquilación, de entrega generosa y abandono confiado a la divinidad que late en cada aliento. ¿Acaso no es éste el sentido literal del término islam? Vivimos con el temor de perderlo todo. Erróneamente creemos que dar significa perder. Sin embargo, es todo lo contrario. Soy en la medida que más doy. Por paradójico que pueda parecer, cuanto más doy más tengo. Por eso, nadie que no sea generoso exhalará sin sobresaltos, puesto que temerá perder la vida en cada aliento exhalado. Y al contrario, una persona generosa pronunciará un gracias sincero con cada expiración que se desliza de su ser y en cada acto de vaciado hallará la plenitud de la vida. Del mismo modo que una persona recalcitrantemente egoísta jamás tendrá bastante con el aire que inhala. Si por él fuera, consumiría la vida inspirando y aún así no tendría suficiente aire. La expiración le supondrá un lastre pesado; para él, estará de más.





Quizás por todo ello, y otras muchas cosas más, los sufíes han escogido la rosa como uno de los símbolos predilectos de su trabajo interior. Es de sobras conocido que si cortamos puntualmente las rosas que brotan de un rosal, éste nos obsequiará con muchas rosas más. Si, por el contrario, dejamos que éstas se marchiten en la planta, su producción será menor. ¿Cabe una mayor generosidad? Hablando de rosas y de respiración, me gustaría mencionar finalmente, siquiera sea de pasada, el papel que los perfumes juegan en el islam, en general, y en el sufismo, en particular. De hecho, todas las grandes culturas se han sentido fascinadas por la magia y el hechizo de los perfumes. Éstos poseen notables propiedades curativas. La llamada aromaterapia los usa con notable acierto gracias a su carácter apaciguador. En el Oriente islámico vienen siendo utilizados con fines terapéuticos y espirituales desde hace muchos siglos. La verdad es que en los perfumes orientales ya es un aroma hasta el propio nombre.


(Publicado en Webislam, nº 14, verano 2000, pp. 54-60)

Lecturas recomendadas

  • Abbas Kiarostami, Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006).
  • José Antonio Antón Pacheco, Intersignos. Aspectos de Louis Massignon y Henry Corbin (Athenaica, 2015).
  • Khalili, Una asamblea de polillas (Mandala, 2012).
  • Masood Khalili, Los susurros de la guerra (Alianza, 2016).
  • Olga Fajardo (ed.), La experiencia contemplativa. En la mística, la filosofía y el arte (Kairós, 2017).
  • Seyed Ghahreman Safavi, Rumi's Spiritual Shi'ism (London Academy of Iranian Studies, 2008).
  • Shams de Tabriz, La quête du Joyau. Paroles inouïes de Shams, maître de Jalâl al-din Rûmi. Trad. Charles-Henry de Fouchécour (CERF, 2017).
  • Tom Cheetham, El mundo como icono. Henry Corbin ya la función angélica de los seres, (Atalanta, 2018).

¡Ah... min al-'Eshq!

"A nosotros que, sin copa ni vino,
estamos contentos.
A nosotros que, despreciados o alabados,
estamos contentos.
A nosotros nos preguntan: “¿En qué acabaréis?”.
A nosotros que, sin acabar en nada,
estamos contentos"

Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

¡... del movimiento a la quietud!

... de la palabra al silencio !!!

"Queda mucho por decir,
pero será Él quien te lo diga
para que lo entiendas, no yo"

Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (m. 1273)