Halil Bárcena
“Alguien, dentro de tu respiración,
te da también respiración, promesas de unión.
Respira con él hasta tu último aliento.
El interés por lo simple y lo natural está emergiendo cada vez más como una referencia saludable en nuestra sociedad contemporánea. Poco a poco, lo cualitativo se antepone a lo cuantitativo, lo elemental a lo complicado, lo esencial a lo superfluo. Y dicha tendencia no obedece a una moda más o menos pasajera, ni es un mero fruto de la casualidad. Paralelamente al paulatino deterioro del medio ambiente que impone una cierta forma de entender el progreso, aflora hoy con fuerza el convencimiento de que nos va mucho en la preservación de la naturaleza. Una naturaleza que, muy probablemente, constituirá un bien escaso en un futuro menos lejano de lo imaginado. Y es que según vaticina el ensayista alemán Hans Magnus Enzesberger, los grandes lujos del futuro serán cosas tan básicas como la naturaleza, el agua y… el aire que respirar.
Una perspectiva diferente
Nuestro cuerpo no puede ser visto por más tiempo como una máquina biológica, tal como la ciencia ha sostenido durante tantos siglos. En efecto, hoy se impone pensar el cuerpo de otra manera y, lo que es más importante aún, percibirlo y sentirlo también de forma diferente. De ahí que sea otro el lenguaje que necesitemos ahora y aquí para tratar de describir la misteriosa y fascinante complejidad que atesora el organismo humano. Los viejos tópicos positivistas han quedado desfasados, ya no nos sirven. Dicho en pocas palabras, el sueño cartesiano ha tocado su fin. Al parecer, Descartes vivió toda su vida fascinado por los relojes. Para él, constituían unas máquinas excepcionales, únicas, mecánicamente perfectas. El filósofo y matemático francés, padre de la teoría de la duda metódica, creyó haber hallado en ellos la mejor metáfora para explicar el funcionamiento del cuerpo humano. Durante mucho tiempo, nuestra cultura ha compartido esa misma creencia. Extremadamente torpes, necios en nuestra ceguera racionalista, hemos ido demasiado lejos en nuestra burda fascinación por las máquinas, ayer los relojes, hoy los ordenadores, al convertirlas en patrones para medir la realidad. Sin embargo, hoy sabemos, la ciencia médica por ejemplo, que nuestro organismo poco tiene que ver con los relojes idealizados por Descartes y su funcionamiento mecánico. Tampoco tiene mucho que ver con los últimos ingenios informáticos. Con el uso del reloj, el hombre comenzó a medir el tiempo, y con él la realidad, basándose en un movimiento puramente mecánico. Antes, sin embargo, las cosas habían ido por otros derroteros muy diferentes. Los primeros astrónomos musulmanes, por ejemplo, lo habían hecho siguiendo las trayectorias cambiantes de las órbitas recorridas por los cuerpos celestes. Antiguamente, en las mezquitas, el muwaqqit, esa especie de guardián del tiempo, según la acertada expresión de Titus Burckhardt, calculaba el instante preciso de cada una de las cinco plegarias siempre basándose en la observación del curso de los astros.
A decir verdad, el tiempo jamás es igual. Es de sobras conocido que, según la estación del año, el movimiento de rotación del cielo es más rápido o más lento que, por ejemplo, la fría perfección mecánica del tic-tac siempre igual de un reloj. El tiempo ni se ve ni se oye. La verdad es que no existe ningún artilugio mecánico capaz de capturar la magia inaprensible del tiempo. Y es que, al fin y al cabo, el movimiento del cielo se asemeja mucho más a un ritmo que a una pulsación mecánica. En ese sentido, también nuestro organismo tiene mucho más de rítmico que de mecánico. ¿Qué es la respiración, al fin y al cabo, sino el más bello ejemplo de ritmo cósmico individualizado en cada ser humano? Qué duda cabe que el progresivo desarrollo de lo que podríamos denominar una percepción cuántica, tanto de nosotros mismos como del mundo que nos rodea, ha contribuído a superar, en parte, la óptica cartesiana, cuya insuficiencia filosófica es un hecho evidente en la actualidad. La teoría cuántica nos invita a observar el universo como un sistema vivo organizado en forma de compleja red, en la que existe un flujo constante de materia, energía e información entre las distintas partes de un todo unificado. La energía y la información están por doquier en la naturaleza. Y, por supuesto, también en nosotros mismos. Leemos en el Corán: “En la creación de los cielos y de la tierra y en la sucesión del día y de la noche, hay signos para los que saben reconocer la esencia de las cosas” (Corán 3, 190).
Ya no podemos continuar viendo en la realidad que nos rodea un puzzle integrado por diferentes piezas que nada, o muy poco, tienen que ver entre sí. La observación atenta de la naturaleza nos permite comprobar que todo en ella interactúa de forma armoniosa, según un orden preestablecido. El vasto campo semántico del término mizan mencionado en la azora coránica ar-Rahman ¿no incluye acaso las ideas de balanza, equilibrio, armonía, congruencia y, en un sentido un poco más amplio, hasta de ritmo, a la hora de referirse al orden intrínseco de los cielos y la tierra? En efecto, todo en el universo posee un ritmo y una proporción. Nada es por azar ni ha sido creado en vano. Todo está conectado entre sí, como si de un cosmos de fuerzas mutuamente relacionadas se tratara. Sin embargo, el racionalismo más a ultranza, atrincherado dialécticamente en un lenguaje obsoleto, nos ofrece una estrecha ventana al universo y también a la realidad íntima del hombre. Hoy por hoy constituye una forma empobrecedora de observar al mundo y de entender nuestra condición de seres humanos. Porque, a fin de cuentas, nuestro cuerpo es algo mucho más complejo y laberíntico que una simple máquina, algo que una vez dimos por definitivo. Tal como afirma el astrofísico Hubert Reeves, la naturaleza engendra siempre complejidad. Y la naturaleza humana no es una excepción. Dentro de nuestro organismo se abre todo un universo de delicada belleza y misterio. De sus entrañas más recónditas brota una fantástica catarata de prodigios, uno de ellos la respiración.
Los organismos vivos son seres fundamentalmente abiertos al exterior, dado que su existencia depende del flujo constante de materia y energía proveniente del entorno. Así resulta que ningún hombre es una isla. Al fin y al cabo, todos formamos parte del todo. Efectivamente, una brizna del cosmos late en nosotros. Nuestro cuerpo no está aislado del universo. No en balde nuestra composición química es más afín a la cósmica que a la terrestre.. Al margen de los gases nobles, los elementos que más abundan tanto en nuestro organismo como en el universo son el oxígeno, el nitrógeno, el carbono y el hidrógeno. Gracias a la presencia de éste último, por ejemplo, podemos considerarnos, en cierto modo, hijos de la luz, algo que, desde la filosofía iluminativa, ya afirmaba el gnóstico iraní Sohravardí allá por el siglo XII. Los místicos y visionarios del pasado, de los Vedas indios a los sufíes Yalal-ud-Din Rumí e Ibn ‘Arabí, de Lao-Tsé a Miguel de Molinos, no se cansaron de subrayarlo: nuestro cuerpo es el microcosmos en el que se contiene y refleja resumida la larga y rica historia del macrocosmos. Cada criatura expresa en sí misma la diversidad de la creación. Y es que a este respecto hay pocos paralelismos tan fascinantes como el que podemos establecer entre la sabiduría tradicional y las propuestas más radicalmente novedosas de la física contemporánea. De hecho, éstas no vienen sino a corroborar algunas de las más arcaicas intuiciones de la humanidad.
Durante los casi tres últimos siglos, todo el pensamiento científico occidental ha estado sujeto a dicho modelo mecanicista y lineal de concebir la existencia. Más allá, sin embargo, de los límites estrictamente científicos, este modelo ha dejado una impronta indeleble en la forma de pensar —¡y de sentir también!— occidental, condicionando nuestra manera de ser y de estar en el mundo.
En lo que respecta a la concepción del ser humano,…acaso el rasgo más llamativo de dicha influencia cartesiana haya sido el troceamiento del individuo en múltiples partes separadas y a veces hasta enfrentadas entre sí: cuerpo, mente, emociones… Durante mucho tiempo, sin duda demasiado, hemos vivido bajo la cruel tiranía del dualismo cuerpo/mente, esa pérfida idea según la cual ambos poco tienen que ver entre sí. Afortunadamente, hoy somos más conscientes de que, por ejemplo, nuestros pensamientos y emociones pueden influir, ya sea positiva o negativamente, en nuestro estado físico, y viceversa; algo, de otro lado, que ya sabían los médicos de la antigüedad, entre ellos los árabes y persas. Por todo ello, es preciso descubrir —¡o tal vez sea más humilde hablar de redescubrir!— un diálogo diferente con nuestro cuerpo y nuestra conciencia. La larga y fértil tradición sufí tiene algo que ofrecernos al respecto.
Cuando nos referimos al cuerpo, no deberíamos de hacerlo de una forma reduccionista y restrictiva. En ese sentido, conviene recordar que los sistemas circulatorio, endocrino y nervioso, también son el cuerpo. De igual manera que lo son los múltiples y sutiles sistemas eléctricos que regulan todo el organismo y que aún hoy son pobremente comprendidos por la ciencia médica, como bien apunta Kabir E. Helminsky. Y, por supuesto, también la respiración es el cuerpo. A diario entran y salen a través de las fosas nasales unos 13.000 litros de aire ¡ahí es nada!, que es, no lo olvidemos, nuestro principal alimento y el más perentorio. En efecto, podemos permanecer sin ingerir alimentos sólidos y agua durante horas, días e incluso alguna que otra semana, a poco que uno se adiestre en la práctica del ayuno. Sin embargo, la ausencia de aire nos conduce irremisiblemente a la muerte en cuestión de muy pocos minutos. Por lo tanto, somos porque respiramos. ‘Nuestro’ Ibn ‘Arabi solía decir que “La vida es hálito y el hálito es vida”. En efecto, todo lo vivo respira. Hoy en día algunos científicos se atreven a decir que incluso la Tierra respira. Así pues, respirar es vivir y respirar conscientemente es penetrar la brecha del misterio que el vaivén rítmico del aire mece sin cesar.
La respiración en modo alguno constituye un acto mecánico reducido a un mero intercambio de gases. Ni mucho menos. Desde el punto de vista sufí, la respiración expresa trascendencia. Al respirar de forma consciente estamos ingiriendo las sustancias energéticas más finas y sutiles que anidan en el aire. Solo cuando la respiración es consciente posee un verdadero influjo espiritual. De otro modo se convierte en un acto inadvertido, automático, muerto espiritualmente hablando. En ese sentido, la respiración, en tanto que función autónoma que puede tornarse voluntaria, constituye una inmejorable puerta de acceso al vasto y complejo mundo de las pulsiones inconscientes. La respiración puede arrojar un poquito de luz y claridad sobre las zonas oscuras de nuestra personalidad. En ese sentido, conviene recordar que tan sólo somos capaces de transformar aquello que realmente conocemos. El resto, no. Hay quien sostiene, y no sin razón, que el aire que respiramos representa el mejor alimento de nuestros centros sutiles de energía. En la prestigiosa y venerada tradición sufí naqshabandí, dichos centros se conocen con el nombre de lataif. Son cinco y surcan nuestra geografía etérica operando como auténticos transformadores de energía espiritual.
A través de los tiempos, no pocos místicos y sabios han entrevisto la correlación existente entre el aire, el principio vital —eso que los hindúes denominan prana— y el espíritu. De ahí que no resulte casual que en diferentes lenguas de conocimiento hallemos vocablos que vinculan directamente aire y espíritu. Es el caso, sin ir más lejos, de la lengua árabe, en la que ruh designa a la vez espíritu y soplo vital. Afirma el físico Fritjof Capra al respecto: “La antigua intuición común expresada en todas estas palabras no es otra que el alma o espíritu como soplo inspirador de vida”. Esa misma idea expresada por Capra, la hallamos expuesta ya en ese hadiz que reza así: “Allah creó el universo a través del Hálito del Compasivo”. Dios está dando existencia perpetuamente a cada ser, en cada momento del tiempo, a través de su soplo compasivo. Como bien ha apuntado Henry Corbin, dicha afirmación constituye uno de los pilares centrales de la metafísica akbariana. En efecto, para Ibn ‘Arabi, del mismo modo que el hálito exhalado por los seres humanos incluye la palabra articulada que permite la comunicación, el Hálito del Compasivo (Nafs ar-Rahman en árabe) exhala esas otras palabras que son los seres humanos y posibilita de esta manera la vida. Así pues, la transmisión del ruh al cuerpo —en definitiva, de la vida—, se realiza mediante un soplo.
Ibn ‘Arabi consideraba que los cuerpos físicos son manifestados en el cosmos material sólo cuando el hálito divino los fecunda. Un poco por eso, aún existe la costumbre en muchos círculos sufíes de presentar a los recién nacidos ante el pir o sheij, a fin de que éste les sople en el rostro y les infunda su conocimiento a través de la respiración. Sufismo y respiraciónSi bien podemos degustar la fértil literatura sufí por su cautivadora belleza estética, lo que es cierto es que, esencialmente, se trata de una literatura de acción. En definitiva, respirar, al igual que vivir, no constituye una idea ni una creencia, como tampoco lo es el tauhid, verdadero núcleo del trabajo sufí, sino un acto, una experiencia a encarnar. Afirma el insigne sufí Abu Yazid al-Bistami (m. 874): “Para el gnóstico, el verdadero culto es la respiración”. Y el no menos célebre Abu Bakr ash-Shibli (m. 945) sostiene: “El tasauuf es el control de las facultades y la observación de la respiración”. En el marco de la ya antes mencionada escuela sufí de origen persa naqshabandí, la respiración ocupa un espacio capital en tanto que vía de transformación espiritual. Dice su fundador, Bahauddin Naqshaband (1317-1389): “Esta escuela está construida toda ella sobre la respiración. Por eso es un deber para todos los buscadores ser conscientes de la respiración en cada inhalación y exhalación”. Más aún, la primera de las once reglas que conforman el trabajo naqshabandí dice así: hush dar dam, que vertido del farsí significa ‘conciencia de la respiración’, uno de los métodos más potentes para crear una conciencia interior.
Sea cual fuere la circunstancia en la que se halle, el murid tratará, en todo momento, de anclar su atención en la entrada y la salida del aire. Bajo la tutela de un guía experto y competente, condición ésta indispensable en todo trabajo que implique la modificación de la respiración, perseverará en la senda, hasta el punto de oír en la música silente de la inhalación y la exhalación el eco bello y al tiempo poderoso de la divinidad. Sabido es que el sufí gusta de llamarse a sí mismo hijo del instante, ibn-ul-uaqt en árabe. Curiosamente (o no tanto), el vocablo farsí dam expresa al mismo tiempo los conceptos de respiración e instante, por lo que podríamos afirmar que el sufí es un hijo del instante, sí, pero también de la respiración. Lo cierto es que respiramos siempre en presente. Comemos, bebemos y dormimos, por ejemplo, para unas cuantas horas, valga la expresión. Sin embargo respiramos en, desde y para el presente. Y es que el tiempo del sufí está hecho de ahoras. Para él, sólo el instante es eterno.
Ciertamente, la respiración es un símbolo del vivir, esto es, del ser, pero también lo es del morir. Si la inspiración nos conecta orgánicamente a la energía del universo, como hemos dicho, la expiración constituye una especie de muerte, de aniquilación, de entrega generosa y abandono confiado a la divinidad que late en cada aliento. ¿Acaso no es éste el sentido literal del término islam? Vivimos con el temor de perderlo todo. Erróneamente creemos que dar significa perder. Sin embargo, es todo lo contrario. Soy en la medida que más doy. Por paradójico que pueda parecer, cuanto más doy más tengo. Por eso, nadie que no sea generoso exhalará sin sobresaltos, puesto que temerá perder la vida en cada aliento exhalado. Y al contrario, una persona generosa pronunciará un gracias sincero con cada expiración que se desliza de su ser y en cada acto de vaciado hallará la plenitud de la vida. Del mismo modo que una persona recalcitrantemente egoísta jamás tendrá bastante con el aire que inhala. Si por él fuera, consumiría la vida inspirando y aún así no tendría suficiente aire. La expiración le supondrá un lastre pesado; para él, estará de más.
(Publicado en Webislam, nº 14, verano 2000, pp. 54-60)