Es cierto que la asimilación de las verdades doctrinales es indispensable; verdades doctrinales que no son sino las intuiciones espirituales fundamentales del sufismo, sintetizadas en el llamado tawhîd espiritual o concepción de la unidad y unicidad del ser. Sin embargo, dicha asimilación por sí sola, esto es, cuando sólo es racional, por llamarle de alguna forma, no lleva a cabo la transformación del ser, salvo en casos muy excepcionales, fuera de la norma. Y es que el ser no puede transformarse sin el concurso de la voluntad, que representa el elemento dinámico de la vía o tarîqa, cuya finalidad no es otra que la transmutación alquímica de eso que los clásicos denominaban las potencias naturales del alma. Y decimos transmutación alquímica, ya que el ser del hombre es como una suerte de ‘materia’ que debe ser transformada, a semejanza del plomo que en el lenguaje simbólico de los antiguos alquimistas musulmanes debía ser transmutado en oro. Dicho en otras palabras, la nafs o ‘yo fenoménico’, caótica y opaca por naturaleza, ha de ser ‘formateada’ y transparente, sabiendo que adquirir una nueva forma no significa aquí coagulación limitativa, sino, por el contrario, apertura y, en palabras de Titus Burckhardt, “liberación virtual de las condiciones limitadoras de la arbitrariedad psíquica”.
En consecuencia, y prosiguiendo con el lenguaje alquímico que venimos empleando, el ser del hombre, coagulado en una forma endurecida e infecunda, ha de ser ‘licuado’, primero, ‘congelado’ después, a fin de liberarlo de sus deterioros y adulteraciones; y más tarde ‘fusionado’, hasta llegar, por último, a la ‘cristalización’ final, que no es sino la adquisición de una nueva forma geométrica, a partir de un centro coherente y luminoso, conectado a la vida y su misterio, y abierto a lo celestial, tal como sugiere la geometría sagrada característica tan del arte islámico. Indudablemente, dicha transmutación alquímica precisa del despertar, actualización y ordenación de las distintas potencias naturales del ser, habitualmente adormecidas e inutilizadas; potencias que bien podrían compararse con las fuerzas de la naturaleza y sus diferentes cualidades y acciones transformadoras, a saber: el calor, el frío, la humedad y la sequedad.
Dichas cuatro fuerzas de la naturaleza están estrechamente relacionadas con los dos principios alquímicos, complementarios entre sí, simbolizados por el azufre y el mercurio. Según Ibn ‘Arabî, apodado por algunos como Al-Kibrît al-Ajmar o Azufre Rojo, el azufre se identifica con el acto divino, mientras que el mercurio no es sino la naturaleza total, que en el ámbito humano sería algo así como la plasticidad del ser, esto, es, su capacidad de recibir.