Firâsa,
una mirada penetrante
Halil BárcenaLas hagiografías sufíes, que alimentan buena parte de la piedad popular islámica, recogen a menudo numerosas karamât o acciones extraordinarias, milagrosas podríamos decir incluso, llevadas a cabo por aquellos que el Corán denomina awliyâ' o amigos íntimos de Al·lâh, es decir, los maestros sufíes realizados, mal llamados santos sufíes, puesto que en la espiritualidad islámica no existe algo parecido a la santidad, tal como se conoce, por ejemplo, en la tradición cristiana. Según los primeros tratadistas sufíes, Hujwîrî (m. 1071) por ejemplo, todo el sufismo reposa sobre la wilâya o proximidad (en tanto que intimidad) a la divinidad. El walî (pl. awliyâ'), esto es, el amigo íntimo de Al·lâh, es alguien que dada su naturaleza espiritual se dice que vive bajo una protección especial. Dicho de otro modo, el walî y, por extensión, el sufí realizado, no es un hombre poderoso, ya que nada posee, pero sí es un hombre de poder Afirma el texto alcoránico de los que viven en la proximidad divina: "Ciertamente, los amigos de Al·lâh no experimentan temor alguno y no estarán tristes" (10, 62).
De entre los poderes atribuidos a los awliyâ', recogidos en las obras hagiográficas sufíes, destacamos lo que en árabe se conoce como firâsa, que la islamóloga Annemarie Schimmel tradujo por "cardiognosia" o lectura del corazón. En efecto, el sabio sufí, en virtud de su proximidad a Al·lâh, esto es, de su grado de desarrollo espiritual, es capaz de ver en el interior del corazón del discípulo (o de cualquiera que se muestre ante él). Los primeros tratadistas sufíes aseguraban que el verdadero sufí es capaz de ver más allá del velo de las apariencias dado que, como afirma Mawlânâ Rûmî (m. 1273): "Ese ve gracias a la luz de Al·lâh, pues ese es el medio para saber lo que se oculta bajo la piel" (Masnaví I, 3520-21 ).
No cabe duda que el lenguaje de las hagiografías sufíes está profundamente mitologizado, lo cual puede confundir -¡hasta extraviar!- al lector laico de hoy. Pero, hay algo en el concepto de firâsa que debe ser retenido, más allá de su presentación en tanto que milagro, aspecto éste que nos interesa bien poco. En otras palabras, el sufí es quien ve de verdad, quien posee la capacidad de penetrar la realidad con su mirada. Dado que se ha vaciado, que vive desposeído de sí mismo, el sufí, cuando mira, ve la realidad, cosas y personas, tal como son. La del sufí es una mirada que no juzga, sino que describe lo que hay, más allá de las simples apariencias, en las que se enreda y enzarza la mirada vulgar; la suya es, pues, una mirada objetiva, y ya se sabe que ser objetivo es morir un poquito a sí mismo.
El ser interior del sufí es como un espejo bruñido, de tal modo que los hechos, cosas y personas se reflejan en él tal como son. De ahí que al sufí no se le escape nada. Ese y no otro es el secreto, el milagro incluso, que se esconde tras la mirada del sufí, que ve porque en su interior no hay nada, con lo que todo puede reflejarse en él sin distorsión alguna. Por el contrario, quien vive enredado en la maraña de sus emociones cambiantes es incapaz de ver nada, más allá de la corteza de las cosas, pues sus ojos están enturbiados. La mirada del sufí es penetrante, de acuerdo, pero ¿es triste también? A veces, podría serlo; y la razón es que él es el único capaz de ver la necedad humana tras el velo de las falsas apariencias, el fondo de egoísmo e hipocresía que subyace a tantos actos bienintencionados, tantas palabras grandilocuentes e hinchadas de trascendentalismo (¡amor, amistad, espiritualidad, sin ir más lejos!), pero a la postre hueras. Es de suponer que por todo ello un viejo derviche persa, cuyo nombre tanto da ahora, dijera una vez que ver es sufrir. Y es que el precio de la visión, el de la lucidez implacable, es muy alto.