Sufismo,
senda de la perplejidad
Halil Bárcena

El modelo muhammadiano sobre el que se construye y fundamenta el sufismo no es una doctrina, ni un sistema de pensamiento, ni tampoco un dogma religioso. El tawhîd o unidad y unicidad del ser, que es la intuición espiritual primordial del profeta Muhammad, no es nada de eso. El tawhîd, sintetizado en la fórmula árabe ‘Lâ ilâha il·lâ Al·lâh’, una de cuyas posibles traducciones sería: ‘Nada existe fuera de Al·lâh’; el tawhîd, digo, es una experiencia radical de la realidad realmente real de la que deriva una honda certeza vital, fruto de una manera de ser y estar en el mundo. Y ese es el legado muhammadiano que heredan los maestros sufíes y que experimentan y reinventan en sí mismos. En ese sentido, cabe decir que Mawlânâ Rûmî (m. 1273) no hace otra cosa que invitar a vivir el tawhîd; y quien no lo sienta así es que carece de oído musical para la espiritualidad. Lo que es cierto es que ni la música ni la danza sufíes, tan relevantes en Rûmî, carecen de todo sentido sin el tawhîd. De ahí la inconsistencia de ese pseudo-sufismo new age construido a base de musiquillas sensuales y darse vueltas sin ton ni son.
Es preciso una humilde y constante indagación del secreto a voces que proclama la fórmula 'Lâ ilâha il·lâ Al·lâh'. Nada es, todo significa. Nada posee vida por sí mismo, todo es signo teofánico. No hay ídolo que sustituya la presencia de Al·lâh. Todo aquello en lo que depositamos nuestra confianza que no sea Él es un 'ídolo'. En resumen, y esto es lo que constituye el verdadero sabor del sufismo: primero es preciso negar falsedades para luego afirmar verdades. De otro modo, nada es posible. Y es que sin que el propio mundo se venga abajo hecho añicos, no es posible abrirse al misterio desconcertante pero maravilloso de la vida y de Al·lâh, que no es, en definitiva, sino aquello que hace que las cosas sean lo que en verdad son. Por eso mismo, el sufismo, ese gran destructor de ídolos, es decir, de mundos fantasiosos (eso que el Corán denomina amânî, plural de umniya), no es llenarse de ideas, dogmas, conceptos o prácticas exóticas con las que sentirse importante, sino vaciarse de todo afán interpretativo y vivir en la absoluta perplejidad o hayra, porque cada mundo nuestro construido cierra ante nosotros todo un universo de posibilidades impensables.

Hay que ser valiente para ser ummí, esto es iletrado, como lo fue el profeta del islam; es decir, alguien vacío de sí mismo como un ney, la flauta derviche de caña, a través del cual transita el aliento de la vida en todo su esplendor. Pero ummí también quiere decir ‘virginal’, alguien que ha sido capaz de retornar al útero materno; en definitiva, alguien que aún es capaz de mirar al mundo con ojos de niño. Y es que no es posible la experiencia de Al·lâh si uno ha amputado la capacidad de sorprenderse y de sentir admiración. Heredero del estilo muhammadiano, el derviche es, así pues, quien vive a la intemperie, sin parapeto alguno. Decía Mawlânâ Rûmî que en la senda interior se avanza de hayra en hayra, de perplejidad en perplejidad. Por eso el profeta Muhammad suplicaba: “Rabbî, zidnî hayra”, que en árabe significa: “Oh, mi sustentador, aumenta mi perplejidad”.