CafresHalil Bárcena
“Fueron incapaces de oír y no pudieron ver”, dice el Corán (11, 20) a propósito de los kâfirûn (plural árabe de kâfir). El kufr, atributo del kâfir, en modo alguno es ‘infidelidad’, como a veces, muy a lo loco, suele traducirse, sino ‘cerrazón’ e, incluso, ‘ocultamiento adrede’. El kâfir no es un negligente, alguien que en su ensimismamiento amnésico pasa inadvertido ante los signos divinos (ayât) que se muestran por doquier. “¡Cuántos signos hay en los cielos y en la tierra, junto a los cuales pasa el hombre indiferente!”, se lamenta el Corán (12, 105). No, la acción del kâfir, que es premeditada, obedece a otras causas. El kâfir no es que no quiera oír o ver, es que no puede. Y no puede dado que su ego o yo fenoménico, nafs al-ammâra en el léxico técnico de los sufíes, se lo impide. Podríamos traducir al-ammâra como ‘lo imperativo’, esto es, esa parte de nosotros que nos dicta sus órdenes impositivamente, sin posibilidad de réplica, empujándonos en una dirección siempre contraria a la vida y su multiplicación generosa.
En castellano, el vocablo árabe kâfir ha dado ‘cafre’. Pues bien, un kâfir es eso, justamente, un cafre: un ocultador de la vida, quien rema a contracorriente, alguien que pone palos a las ruedas. Si el derviche es un excavador de pozos de agua -de luz y conocimiento- para el disfrute de todos, el cafre es quien trata de taparlos echándoles tierra encima. A veces, es un acto perversamente consciente; otras, obedece al mandato del ego imperativo como si de una máquina se tratara. Y es que quien vive bajo los dictámenes de su ego es incapaz ofrecer una respuesta positiva a nada: de ser agradecido, por ejemplo, ante el regalo incesante que es la vida. La envidia, por ejemplo, constituye una de las formas más perversas de kufr. El profeta Muhammad detestaba la envidia y la definía como la peor de las enfermedades humanas; porque, en efecto, quien envidia (hasid) padece una grave enfermedad. Envidiar a otro es, al fin y al cabo, negar la vida que se dice en él a raudales; y, por consiguiente, constituye un atentado contra Al·lâh, o lo que es lo mismo, contra la propia trama insondable de la vida que, como el espíritu, sopla donde quiere. ‘Umar ibn Abd al-Azîz decía: “No se me ocurre de un malhechor más propenso a ser él mismo víctima del mal que quien envidia a otro”. Dicho de otro modo, el cafre que envidia se hiere a sí mismo.
Hemos afirmado más arriba que kufr bien podría traducirse por ‘cerrazón’. Siguiendo la primera aleya coránica citada en este texto, podríamos decir que quien no puede ni oír ni tampoco ver vive aislado en su cerrazón: cree ser por él mismo, cree en las cosas aisladas de su raíz vivificadora. Más aún, el cafre es empujado por su nafs al-ammâra a idolatrar la ficción de su individualidad aislada. El cafre deposita toda su confianza, y eso es en verdad la auténtica idolatría, en seres, cosas u objetos tomados como entidades reales. Y es que un ídolo es todo aquello en lo que depositas tu confianza, que no sea Él, como dirían los sufíes. Solo en ese sentido kufr es idolatría. Pero hay algo más todavía, tal vez lo más revelador de todo. Leemos en la magnífica traducción del Corán realizada por Muhammad Asad: “Y los seres a quienes hacían partícipes en la divinidad de Dios dirán [a los cafres idólatras]: “No era a nosotros a quienes solías adorar” (11, 28). Y es que, en efecto, el ídolo es solo la excusa que el idólatra tiene para adorarse a sí mismo. No es de extrañar, pues, que Mawlânâ Rûmî (m. 1273) afirmara que no hay peor idolatría que la egolatría; y más cuando se reviste de (falsa) espiritualidad.