Una espiritualidad encarnada
Leili Castella
Tawba es, en el lenguaje técnico sufí,
“conversión súbita e inesperada: una toma de conciencia brutal que conmociona al individuo y le conduce a una total metamorfosis de su ser” (1). Así, mediante una conversión radical a todos los niveles de nuestro ser y de nuestro existir, es como ha de comenzar toda senda interior seria, coinciden en decirnos los maestros sufíes. Esta conversión, que implica modificar (¿o quizá habría que decir destruir?) nuestra consideración habitual de la realidad, supone no dejar absolutamente nada por cuestionar, ni tan sólo nuestra mirada sobre el cuerpo, aspecto éste al que nos gustaría dedicar estas líneas.
El tema no es baladí, puesto que, como explicaba en una ocasión Halil Bárcena (2), existe lo que podríamos denominar “una mirada sufí del cuerpo”. No en vano, observaba Bárcena, el momento de mayor intimidad espiritual en la vida cotidiana del musulmán, la salât u oración, en sus diferentes posiciones y movimientos, se vive en y desde el cuerpo, en una entrega total que aúna cuerpo, corazón y espíritu. Y no en vano, Mawlânâ Rûmî (m. 1273) hizo del cuerpo el escenario privilegiado del camino espiritual cuando escribió: “Varias son las sendas que conducen a Dios/Yo he elegido la senda de la danza y de la música”. Y no en vano, los talleres sufíes del Institut d'Estudis Sufís de Barcelona plantean una “espiritualidad encarnada”, en la que no hay idea ni concepto que no pretenda quedar inscrita en nuestra “carnalidad”. Y es que nuestro cuerpo, a ojos sufíes, no está al margen de la senda sufí de conocimiento.
Nacemos, o nos nacen, como les gusta decir a algunos, en un organismo que es receptáculo de una enorme energía vital, y en el que todos los gestos, todas las danzas, la pronunciación de todas las lenguas, en definitiva, todas las infinitas posibilidades de realización del ser humano, existen en potencia. Sin embargo, la educación, la cultura y los acontecimientos que jalonan nuestra existencia van limitando y cercenando un sinfín de dichas posibilidades iniciales. Esto lo observó muy bien Jerzy Grotowsky, artista iconoclasta que hizo del trabajo con el cuerpo un vehículo hacia un estadio de existencia más verdadero. Grotowsky denominó “técnicas cotidianas del cuerpo” al conjunto de gestos que componen los hábitos corporales en un entorno cultural determinado. Gran parte del trabajo corporal que Grotowxky propuso buscaba, precisamente, crear una brecha, una suspensión en estos hábitos del cuerpo, para así ampliar nuestro registro de movimientos y, en definitiva, nuestra mirada sobre la realidad.
Grotowsky se planteó la siguiente cuestión: ¿qué aparece cuando dichos hábitos se suspenden? Y observó que “lo primero que aparece es el descondicionamiento de la percepción. Habitualmente nos llega una cantidad increíble de estímulos; el exterior nos “habla” continuamente, pero estamos programados de manera que nuestra atención registre exclusivamente aquellos estímulos que son acordes con nuestra imagen aprendida del mundo. En otras palabras, nos estamos explicando todo el tiempo la misma historia”. Suspender los hábitos supone, por tanto, un descondicionamento de la percepción, una apertura de la mirada, una apertura en nuestro vivir. Grotowsky, intentando calificar este estado de suspensión, no encontró mejor manera que decir que “es el retorno a algo tan simple como los movimientos de la infancia”. Aclara inmediatamente que ello no significa en absoluto actuar como si fuéramos niños, ni mucho menos volvernos infantiles. Es, simplemente, “sumergirse en el mundo lleno de colores, de sonidos, un mundo deslumbrante, desconocido, sorprendente, el mundo en el cual somos llevados por la curiosidad, por el encantamiento, por la vivencia de lo que es misterioso, secreto”. Explica Grotowsky que en este estado nos dejamos llevar, sumergidos en la corriente de la realidad, y por ello nuestros movimientos, aunque llenos de energía, son, de hecho, reposo. Grotowsky caracteriza a este estado como algo perfectamente tangible, orgánico, primario. Es tan primigenio que es común a todos los cuerpos, pues es un estado previo a cualquier diferencia cultural.
Ya en el contexto explícitamente espiritual de la tradición islámica, hablar de este estado primordial que subyace a lo cultural, a esta naturaleza original del ser humano, es hablar de
fitra. Explica Abderramán Mohamed Maanán en su comentario a la azora 95 del Corán (La higuera), que
fitra nos remite al momento en que Al·lâh hendió la nada, modeló en ella algo hermoso en lo que depositó una simiente espléndida y de ahí surgimos cada uno de nosotros.
“Esa simiente es la fitra, lo primordial. En la fitra, en su semilla, en lo más auténtico de sí, el ser humano intuye inmediatamente a Al·lâh y está en su proximidad. Las circunstancias, la educación, los acontecimientos de la vida, los condicionantes, todo lo posterior a ese momento original, van alejando al hombre de este instante puro”. Curiosamente, en este contexto hay también una referencia a la infancia, a la pureza del recién nacido, pues, continúa explicando Abderramán Mohamed Maanán: “El islam es retorno a la fitra. El Profeta (s.a.s.) dijo: “Todo recién nacido está en estado de fitra. Sus padres lo hacen judío, cristiano o zoroastriano”, y sus compañeros apostillaron: “…o musulmán”, pero él aclaró: “No. El islam es la fitra”. El verdadero islam, por tanto, es la recuperación de la frescura, la inocencia y la receptividad de un recién nacido” (3). La labor del derviche consistirá, pues, en un viaje de retorno para reconquistar, ahora desde la conciencia de la que quizá el niño carece, el modelo en que fue tallado.
Este retorno ha de pasar indefectiblemente por el cuerpo: en él anida la sabiduría primigenia, en él quedó velada, y en él ha de desvelarse. Precisamente, crear un desgarro en el velo de nuestro cuerpo para así poder tener un vislumbre de la realidad es, seguramente, el objetivo último de las prácticas “corporales” que nos proponen los derviches. Dichas prácticas permiten destruir automatismos y recuperar movimientos que, si bien el olvido ha vuelto extraños, son, sin embargo, consustanciales y expresivos de nuestra naturaleza primigenia. Mawlânâ Rumî (m. 1273) debía saber con toda certeza que la danza circular del giro
(samâ') es uno de estos movimientos innatos y esenciales del ser humano. Y quien estas líneas escribe puede dar fe de ello; si me conceden unos segundos más, les explico el porqué, y con ello acabamos.
Les sitúo, primeramente: a lo largo de este curso he tenido el privilegio (¡no puede decirse de otro modo!) de dar unas clases de iniciación musical a niños de 0 a 3 años. En estas clases han sucedido cosas extraordinarias, como fue el caso de una de las últimas sesiones. Ese día pretendía que mis pequeños alumnos “in-corporaran” el movimiento circular de la música. A tal efecto les pertreché con unas cintas de colores, con la idea de que movieran sus bracitos en redondo y así hacer volar las cintas en círculos. Puse la música que parecía más oportuna para la circunstancia, moví mis brazos para que los niños me imitaran y, sí, parecía que todo funcionaba… hasta que uno de los niños soltó la cinta y ¿saben qué hizo? ¡Ponerse a girar como un derviche! Al principio, él mismo pareció sorprenderse de lo que hacía; sin embargo, viendo que no sólo no pasaba nada, sino que ello le producía un gran placer, continuó girando. Les puedo asegurar que jamás, jamás, olvidaré su imagen girando y riendo, girando y riendo, ¡girando y riendo…!
Notas:(1) Claude Addas,
Ibn ‘Arabi ou La quéte du Soufre Rouge, París, Gallimard, 1989, p. 41.
(2) Halil Bárcena, "La respiración como vía de silenciamiento", artículo publicado en este blog en junio de 2008.
(3) Abderramán Mohamed Maanán, El Corán, (capítulos 90 al 99), Sevilla, Zawiya, 2000, p. 61.
Leili Castella es licenciada en Derecho y pianista. Rebâbista del grupo 'Ushâq, es coordinadora del Institut d'Estudis Sufís de Barcelona.