A poco más de cincuenta kilómetros al sudoeste de Tokio, la febril y pujante capital japonesa, se encuentra la ciudad de Kamakura, un bello rincón de poco más de ciento setenta mil habitantes, donde el viajero aún puede respirar los aires tradicionales del Japón de antaño, el de antes de convertirse en lo que es hoy: una de las primeras potencias económicas del planeta, puntera en innovación tecnológica y otras muchas cosas más.
La forma más cómoda de llegar a Kamakura desde Tokio es en tren. La red ferroviaria japonesa es impresionante, como impresionante es la organización de las estaciones y la educación de los pasajereos. Vaya, la antítesis de los trenes y las estaciones (¡también de los usuarios!) de, pongamos por caso, India. El viaje en tren, y lo mismo ocurre con el metro, le permite al viajero hacerse cargo de lo variopinto de la población nipona. En dicho microcosmos sobre raíles se codean el ejecutivo agresivo de mandíbula apretada y la apacible abuelita de rostro ajado y mirada absorta; el profesional liberal vestido según el patrón muji y grupitos de otakus, las adolescentes enloquecidas por el manga, el cómic japonés; el surfer en cuyos ojos centellean las olas imperiales del Pacífico y algún que otro Elvis japonés de tupé tan vertiginoso como imposible.
Tras dejar atrás el hormigón y el asfalto de la capital nipona, con sus veintitrés pulcros y bien trazados barrios, se adentra uno en un paisaje en el que el verde y la vegetación cautivan la mirada del viajero. En apenas unos minutos pasamos del universo desangelado y plebeyo del cemento y el plástico a la nobleza de la piedra y la madera. Y es que en Kamakura uno se halla en otro Japón bien distinto al de la capital, mucho más calmo y bucólico, aunque igual de pulcro y bien trazado. Kamakura es, ciertamente, otro Japón. Sin embargo, es igual al resto del país en una sola cosa: mucho orden y mucha educación, pero muy pocas sonrisas.
Rodeada de montañas por el norte, este y oeste y abierta por el sur a la bahía de Sagami, Kamakura constituye una suerte de fortaleza natural, cuyo ambiente tradicional y la presencia de templos, jardines y palacios dice mucho de su glorioso pasado. En efecto, Kamakura fue la capital imperial de la dinastía Yoritomo, ligada estrechamente al budismo zen. El zen llegó al llamado país del sol naciente poco después de la "era Kamakura" (1188-1333), cuando el dictador militar Yoritomo y sus temidos samurais arrebataron un poder que se hallaba en manos de la decadente nobleza de la época. Esta coincidencia histórica le proporcionó a la casta militar de los samurais una clase de budismo, el zen, que les resultaba terriblemente atractivo dado su carácter práctico y no intelectualista, sencillo y directo. Fue así como se forjó el bushido, la senda del guerrero, que no es otra cosa que la aplicación del zen a las artes de la guerra, algo que merece una atención muy especial, a fin que las veleidades pacifistas de unos y el buenismo tontorrón de otros no nos nublen la vista a todos.
En una sociedad como la japonesa de entonces, en la que la casta militar formaba parte integrante de la estructura social convencional y el papel del guerrero era aceptado como una necesidad insoslayable, el budismo, en su versión zen, cuya contribución a la cultura japonesa ha sido inmensa, hizo posible que el guerrero, hombre necesario y no un apestado, pudiese cumplir también su papel como fiel budista.
Por todo ello, Kamakura ha sido un centro político y, por ende, también cultural y artístico, de primer orden. Prueba de ello son sus bellos jardines zen, sus bibliotecas y, cómo no, sus templos, tanto budistas como shintoístas, que conviven sin mayor problema, dada la curiosa (y, por qué no decirlo, envidiable) identidad plurirreligiosa de los japoneses, que, en materia de religión, son varias cosas a la vez, sin mayor complicación.
Sin duda, el testimonio más palpable de dicha relevancia es el Daibutsu, es decir, el Gran Buda Amida, una monumental estatua de bronce, de catorce metros de altura, erigida el 1252, que forma parte del templo Kotoku-in. A lo largo de la historia, el Daibutsu, tal vez el Buda más grande al aire libre de toda Asia, ha sobrevivido mal que bien a tsunamis y terremotos. Pero lo más espectacular de la estatua, lo que a este cronista más le cautivó, no son sus proporciones monumentales ni la perfección serena del rostro, sino su vacuidad interior, que el visitante puede experimentar por sí mismo, ya que es posible penetrar en las entrañas de la estatua. La experiencia es única. Sostienen los sabios budistas que la forma es vacío y el vacío es forma.
Sin embargo, no es el Daibutsu y la vacuidad que representa, ni los evocadores jardines zen, ni las delicadas caligrafías que cuelgan de aquí y allá, ni los kimonos de algunas mujeres, ni las entrañables pastelerías, ni templo alguno, lo que más le llamó la atención de Kamakura a este cronista, sino el delicado esplendor de los cerezos.
Halil Bárcena (agosto, 2009)