Morid antes de morir
Notas a propósito de una visión sufí de la muerte
“Nuestra muerte es como la noche de bodas con la eternidad.
¿Cuál es su secreto? Dios es Uno”
Mawlânâ Rumí (1207-1273)
El presente artículo no es sino una primera aproximación al tema de la muerte tal como es concebida en el Islam y, más específicamente, en la tradición mística del sufismo. Se trata, por lo tanto, de unas primeras notas que no tienen mayor pretensión que servir de introducción y, al mismo tiempo, de punto de partida para posteriores reflexiones, sin duda necesarias, de mayor calado. Al fin y al cabo, la muerte, esto es, la forma de afrontarla y vivirla, es lo que da sentido a nuestras vidas como seres humanos. Pensar la muerte no es sino adentrarnos en el enigma de nuestra propia existencia. Somos humanos porque nos sabemos seres mortales.
La literatura escatológica ocupa un lugar de relieve en la tradición islámica, y más concretamente en el tasawwuf o sufismo, su dimensión mística. La perla preciosa del teólogo, jurista y místico persa Abû Hâmid al-Gazalî (1058-1111) constituye un buen ejemplo de dicha producción literaria. También lo son los capítulos 61 al 65 de Las Revelaciones de la Meca, obra magna de Ibn ‘Arabî (1165-1240), el andalusí de Murcia, una de las luminarias de la mística sufí de todos los tiempos. El relato de Ibn ‘Abbas El viaje y ascensión nocturnas del Profeta Muhammad contiene también bellas descripciones acerca de las etapas que el hombre recorre tras las muerte física. Al mismo tiempo, el autor, una de las fuentes más fiables de hadices o dichos tradicionales atribuidos al profeta del islam, ofrece un inventario pormenorizado sobre el paraíso y el infierno, según fueron concebidos por los primeros musulmanes.
Como bien afirma el filósofo Eugenio Trías, “es la Muerte ese Poder que nos oprime desde que nacemos” [1]. La muerte es inevitable y su advenimiento imprevisible. La muerte posee un carácter de incierta fatalidad. La muerte, con su contundente y abarcadora presencia, resulta imposible de obviar y de olvidar. La muerte supone una gran incomodidad, una broma pesada, para nuestra cómoda sociedad occidental tan preocupada por el orden, el control y la seguridad absolutos. Nuestra vida está organizada de espaldas a la muerte. Hoy, buena parte de nuestros esfuerzos van encaminados a maquillarla. Al-Gazalí narra las siguientes palabras de Hazrat ‘Alí, una de las primeras fuentes de inspiración sufí: “Resulta incomprensible que algunos que han visto a sus seres queridos morir puedan olvidar la muerte”.
En primer lugar, la muerte delata nuestra pequeñez. Pone de relieve nuestro carácter efímero. Todo cuanto hemos construido con afán orgulloso se derrumbará y quedará como mera ilusión ante la realidad de la muerte. Por eso, para el ego la muerte supone una catástrofe inaguantable. Aunque quizás quepa preguntarse si nuestro temor a la muerte no sea más bien un temor a la idea de ella que nos hemos fabricado.
Identificarse con el yo empírico o fenoménico, en una palabra: con la individualidad, es predisponerse indefectiblemente al sufrimiento más atroz. El sufí es consciente que perece dicha individualidad pero no la vida, con lo que la muerte no puede ser vista como el final de algo que tampoco posee inicio. De otra parte, el dicho muhammadiano antes citado nos impele a la transformación ahora y aquí, antes de que sobrevenga la ola de la muerte y nos arrastre con ella hacia el centro del océano de la inmensidad. Muere ya -simbólicamente hablando- a tu yo, eso que la literatura clásica sufí designa con el vocablo nafs, antes de que sea demasiado tarde, puesto que tras la muerte física no quedará ya posibilidad alguna.
La integración de la muerte en lo cotidiano, su comprensión desatemorida, la convierten en el elemento básico de la verdadera transformación alquímica de la persona. La muerte es cada instante. Cada exhalación no deja de ser una especie de pequeña muerte, de antesala del destino final del hombre. Respirar es vivir, pero también es morir un poco. Respiración: vivacidad-mortalidad. La muerte se convierte, pues, en motor que nos permite disfrutar más y mejor de la vida. El derviche de verdad es quien ha mutado el temor pavoroso a la muerte en gozo de vivir. Es cierto que las religiones tradicionales, cuando se viven de forma externa, casi como si se tratase de una suerte de código civil en el que solo se subrayan los aspectos punitivos, ahogan la dimensión más íntima, espiritual y voladora del ser humano, a diferencia del camino místico. Mientras que la religión pretende salvar al hombre, la mística persigue transformarlo, o si se quiere, salvarlo transformándolo.
De ahí las palabras antes citadas del profeta Muhammad. Hemos de morir diariamente, a cada segundo, en cada respiración, a aquello que constriñe nuestro ser y sus infinitas posibilidades. “Morir antes de morir” significa, entre otras muchas cosas, vivir de la mano con la muerte, sin darle la espalda. La muerte no tiene que ver con el final de nuestros días sino con el presente transformador de cada instante. Vistas así las cosas es normal que la muerte física del místico constituya no un trauma sino un momento de gozo y retorno a la fuente originaria designada con el vocablo Dios. “De Allâh somos y a Allâh retornamos”, puede leerse en el Corán (2,156). La muerte se convierte en una figura simbólica-analógica e indirecta. La muerte es entonces shab-i arûs, es decir, “la noche de bodas”, el instante en que se consuma la unión de los amantes enfebrecidos, cuando el derviche se funde al fin con la inmensidad.
“Muere antes de morir” constituye un reto, una invitación a superarnos, a sobrepasar los límites de un yo que nos empequeñece y limita. Dichas palabras suponen dar una nueva dimensión al ciclo vida-muerte-vida: morir significa vivir más. Y toda muerte no es sino un abandono de nosotros mismos, un dar generoso para obtenerlo todo. Un mutar nuestra piel, como la serpiente. El sufí cuanto más da de sí más tiene. En la muerte halla un principio de vida y fecundidad. Afrontar la muerte en el día a día, supone, al mismo tiempo, deshacer los ardides que el hombre utiliza para paliar la angustia de la muerte, ardides tejidos a veces en connivencia con las religiones formales. A la postre, la religión pierde su sentido de verdadera cita del hombre con lo sagrado -y no hay nada más sagrado que la muerte-, cuando se convierte en una adormidera de la consciencia humana y cuando reduce su función trascendente al cumplimiento de unos patrones de moralidad, supuestamente revelados, muy discutibles.
Resumiendo, existe en la vivencia valiente y desprejuiciada de la muerte una especie de iniciación. En efecto, la muerte se halla en el centro de toda vía iniciática, como es el caso que nos ocupa del sufismo. Una curiosidad semántica al respecto. En el universo sufí, se designa con el término árabe talqîn a la ceremonia de iniciación en la senda mística, al compromiso irrompible o ba’ya que sellan maestro y discípulo con un apretón de manos. Talqîn es, así pues, instruir, inspirar, insinuar la vía mística sufí. Y quien realiza dicha instrucción es el mulaqqin o maestro sufí. Pero, casualmente, ¡o no!, el término mulaqqin señala también al alfaquí que instruye al muerto musulmán recién enterrado, sobre las contestaciones que debe de responder a los ángeles de la muerte, Nakir y Munkar, cuando le interroguen a propósito de su fe y de su vida, a fin de ayudarle en su tránsito hacia la otra vida. En definitiva, saber decir la muerte, saber pensarla, nos eleva por encima de nosotros mismos. “Morir antes de morir” nos ayuda a comprender que en la vida no todo se reduce a morirnos.