Halil Bárcena
“Yo soy el susurro del agua
en los oídos del sediento.
Vengo como la lluvia suave del cielo.
¡Levántate, amigo, despierta!
¡El ruido del agua, tú sediento
…y duermes!”
Mawlânâ Rûmî (1207-1273)
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Desde sus inicios, los encuentros de verano de Can Bordoi, que llegan justo ahora a su quinta edición, han supuesto para mí un desafío, tanto intelectual como espiritual, de primera magnitud. He de reconocer que darse de bruces con la obra -y la persona- de Marià Corbí, aguijoneadora como pocas, no ha sido un acontecimiento menor. Leyendo los distintos textos que he ido presentando a lo largo de estos cinco años de encuentros puede rastrearse sin a penas dificultad el gran impacto que la obra corbiana me ha producido y, como consecuencia de ello, la aventura (insisto, tanto intelectual como espiritual) en la que desde entonces me he embarcado, no sin penas y fatigas, que no es otra que la proposición de un sufismo laico, no fundamentado ya sobre creencias y, por consiguiente, más allá no del islam (de su núcleo significativo y valioso y de sus intuiciones espirituales fundamentales), pero sí de las formas religiosas islámicas. A veces, me gusta decir, recreándome en la proximidad fonética de sus apellidos, que los últimos años de mi vida han sido un tránsito de Corbin, el gran iranólogo francés de quien mucho he bebido y a quien tanto admiro, a Corbí y su propuesta, a todas luces pionera, de una espiritualidad laica. De hecho, de Marià Corbí puedo decir que somos tan distintos en casi todo que nos entendemos a la perfección.
Con todo, tal vez sea la de este año la temática más complicada y embarazosa si cabe de cuantas hemos venido investigando a lo largo de las ediciones precedentes de nuestros encuentros. Al menos, así se me presenta a mí. La cuestión que se nos propone en esta ocasión es, si se me permite la expresión, de órdago: cómo acceder y cultivar, hoy, esa peculiar cualidad humana que se llamó antaño ‘espiritualidad’. Y lo es porque se nos pide descender al terreno siempre tortuoso de la concreción empírica, que en mi caso particular vendría a formularse algo así como: ‘el cultivo de la espiritualidad pura desde la tradición sufí’; o lo que es lo mismo: ‘cómo puede concretarse la aportación no religiosa del sufismo islámico en las condiciones de nuestras sociedades laicas y de conocimiento’.
Quiero decir, por último, antes de entrar en materia, que la tarea que tenemos ante nosotros es tan monumental que en modo alguno podría agotarse en estas páginas, que no son sino una primera y humilde contribución a una cuestión que considero crucial y de una urgencia inaplazable. Y es que mientras el hombre contemporáneo anda de aquí para allá dando tumbos o, como mucho, palos de ciego, tratando de buscar soluciones a los problemas que plantea una contemporaneidad caracterizada por el empobrecimiento de lo que hay de más profundamente humano y, si se me permite decir también, sagrado en el hombre, lo más paradójico de todo es que, como se lamentaba Mawlânâ Rûmî (m. 1273), maestro de derviches, allá por el siglo XIII: “Te has dormido sediento a orillas del mar, te has muerto de indigencia sobre un tesoro”. Pues bien, esa es nuestra tarea: apuntar la existencia del tesoro al que aluden los versos del maestro persa de Konya, que no es otro que las grandes tradiciones religiosas y de sabiduría de la humanidad, como el sufismo islámico, del que nos ocuparemos en estas páginas.
Ya no es posible seguir hablando de religión, sobre el hecho religioso en general, como si nada a nuestro alrededor hubiese sucedido en las últimas décadas, sobre todo en las llamadas sociedades europeas de innovación y conocimiento, unas sociedades móviles, fuertemente laicizadas y en las que el peso de lo religioso es cada vez más liviano y marginal, al haber sido arrumbado y, en consecuencia, desplazado del eje central de la cultura, fenómeno éste ampliamente estudiado por Marià Corbí a lo largo de su ya extensa obra. No albergo la menor duda acerca del carácter irreversible de la crisis deflacionaria de los modelos religiosos tradicionales -incluido el islam, por mucho que algunos se empeñen en sostener lo contrario-[3], del mismo modo que juzgo inadecuado, por inútil e imposible, tratar de reconvertir las religiones, ni tan solo de reformarlas o adaptarlas, a fin de hacerlas más digeribles a los hombres y mujeres de nuestra atribulada y trepidante contemporaneidad; hombres y mujeres, por otra parte, que viven, en su inmensa mayoría, sobre todo las jóvenes generaciones, radicalmente de espaldas a la res religiosa y cuanto tiene que ver con ella. Y es que para buena parte de hombres y mujeres de hoy los naipes se les han puesto boca abajo y la religión se ha convertido literalmente insoportable.
Contemplado con perspectiva de conjunto no existe un único sufismo. He aquí una de las dificultades a la hora de encontrarle una definición adecuada. En rigor, ya lo he avanzado más arriba, hay sufismos -en plural-, más que sufismo. De hecho, ninguna tradición religiosa i espiritual puede ser caracterizada de manera unívoca: todas son heterogéneas. Pero me atrevería a decir que en el caso del sufismo eso es más verdad aún, porque es antes un conjunto de vías espirituales que una sola vía espiritual. El sufismo no es una realidad monocroma, plana y unidireccional, ni tan solo es una moneda de dos caras. El sufismo es un verdadero poliedro que contiene múltiples rostros espirituales. Yunayd (m. 910), polo de la escuela sufí de Bagdad, tiene unas palabras muy ilustrativas a propósito de la naturaleza plural y coloreada del sufismo que dicen así: «El color del agua procede del color del recipiente que la contiene». Pues bien, el agua del sufismo se ha teñido con la coloración de los diferentes recipientes en los que ha sido vertida, sin sufrir merma alguna de su naturaleza líquida e incolora. Eso explica los múltiples matices y acentos que ha presentado a lo largo de la historia. Unos ponen más el énfasis en la dimensión sensitiva y emocional, otros en la mental e intelectual, y otros en la acción gratuita y desinteresada.
Una de las razones principales que explica la continuidad histórica del sufismo hasta hoy en día es preciso buscarla precisamente en la gran plasticidad de los propios sufíes y en su capacidad para adaptarse a todo tipo de contextos, algunos muy divergentes entre sí. Desde sus inicios, el sufismo se ha fundamentado en una concepción dinámica y siempre cambiante del camino interior. De acuerdo con Huseyn al-Andakí (1157): “Un trabajo sufí no es tal si no toma en consideración antes el tiempo (zamân), el lugar (makân) y las personas (ijwân) a quienes se dirige” [7]. Los maestros sufíes siempre han diseñado el trabajo espiritual tomando en consideración esos tres factores insustituibles. Quiere ello decir que dicho trabajo jamás podrá ser concebido como un sistema cerrado en sí mismo al que someterse, o como un método invariable y acabado de una vez por todas, sino que habrá de (re)crearse y (re)inventarse en cada instante, tal como si de una obra de arte se tratara. El sufismo operativo obra siempre según las circunstancias contextuales, el momento específico y los individuos a los que va dirigido. En definitiva, todo el mundo camina en la vía sufí según sus predisposiciones naturales e inclinaciones psicológicas, dado que el camino, que exige siempre un cierto riesgo y atrevimiento, no deja de ser una creación única y exclusiva de cada uno.
Por consiguiente, aquel sufismo que haga pagar el peaje de la conversión al islam a quienes se acerquen a él, un sufismo que la mayoría de las veces no deja de ser sino un mero islam piadoso, ese sufismo, digo, es, a mi modo de ver, un sufismo miope o sencillamente religioso, y aquí, justamente, lo que están en cuestión son las creencias y las formas religiosas. Hoy, el asunto no es lamentarse por el hundimiento de lo religioso, sino celebrar la gran oportunidad que se nos abre ante nosotros de poder hollar la senda espiritual desde la libertad, al margen de toda sumisión, incluida la sumisión a Dios. Por eso mi aversión a traducir el término ‘islam’ como sumisión, tal como a menudo se perpetra tanto desde fuera como desde dentro del propio islam, sino como entrega libre y confiada a la divinidad [8].
Dicho sufismo religioso suele esgrimir, por lo general, una idea de Dios muy infantil y restrictiva, puesto que está demasiado ligada a una religión particular y a un área cultural determinada. Más grave aún: tal vez el problema sea incluso la utilización de la propia palabra ‘Dios’ para designar, justamente, lo que es innombrable. ‘Dios’ no puede designar a un ser sobrenatural al que se podría pedir que interviniese en nuestras vidas desde fuera. En ese sentido es interesante la reflexión del filósofo iraní Daryush Shayegan, una de las voces más lúcidas del pensamiento islámico contemporáneo: “Todos los grandes místicos de todos los tiempos han intentado evitar la trampa de una divinidad demasiado personalizada, demasiado cercana a las identidades étnicas. Han intentado, cada uno a su manera, concebir una verdad por encima de la categoría singularizada de Dios; tanto en la deidad de Eckhart, como en la esencia indiferenciada de Ibn ‘Arabí, el brahmán neutro, sin segundo, de Shankara o el tao sin forma y sin imagen de Lao Tse, el objetivo ha sido limpiar el misterio de la divinidad de las determinaciones culturales, cualesquiera que fuesen, por lo demás, su rango y su dignidad ontológica” [9].
Qué duda cabe que dicho sufismo aún religioso y atado a lo legalitario no puede compararse de ninguna manera con otras propuestas sufíes mucho más refinadas y ambiciosas espiritualmente hablando, como la de un Rûmî o un Ibn ‘Arabî, es decir la de aquellos espirituales musulmanes que aunque viviendo en el mundo de la creencia supieron burlarla y trascenderla. No cita Shayegan a su compatriota, el persa Rûmî, del cual doy dos poemas que me parecen emblemáticos de lo que es el sufismo más allá de las formas religiosas, tal como estamos tratando de concebir en estas páginas. Dice así el primero de ellos:
“Yo estaba en aquél día cuando los Nombres no existían,
ninguna señal de existencia estaba dotada de nombre.
Ante mí los Nombres y el Nombrado fueron expuestos a la vista,
el día en que “Yo” y “Nosotros” no existían.
Por una señal, la punta del rizo del Amado se convirtió en un centro de revelación,
sin embargo la punta de ese hermoso rizo no existía.
La cruz y los cristianos, de un extremo a otro, yo examiné; Él no estaba en la cruz.
Fui al templo de los ídolos, a la antigua pagoda; allí no había ninguna huella visible.
Fui a las montañas de Herat y Qandahar; miré, Él no estaba en aquel valle.
Con propósito decidido fui a la cima de la montaña Qaf;
en ese lugar sólo estaba la morada del Anqá. Giré las riendas en busca de la Ka’aba;
Él no estaba en ese lugar donde se reúnen viejos y jóvenes.
Pregunté a Ibn Sina (Avicena) por su estado; Él no estaba al alcance de Ibn Sina.
Viajé hacia el lugar de “la distancia de dos disparos de arco” (Corán 53, 8);
Él no estaba en aquella corte exaltada.
Miré dentro de mi propio corazón; ahí Le vi; Él no estaba en ningún otro sitio.
Salvo Shams de Tabriz, el alma pura, nadie estuvo nunca borracho,
embriagado y anonadado”.
Tras tal periplo más allá de las formas religiosas, no le queda al autor más que afirmar -¡curiosamente, negando!, a la manera de los vedantines indios- cuanto sigue:
“¿Qué puedo hacer?, ¡Oh musulmanes!, pues no me reconozco a mí mismo.
No soy cristiano, ni judío, ni parsi, ni musulmán.
No soy del este, ni del oeste, ni de la tierra, ni del mar (…).
Mi lugar es el no lugar, mi señal la no señal.
No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del Amado.
He desechado la dualidad, he visto que los dos mundos son uno.
Uno busco, uno conozco, uno veo, uno llamo.
Estoy embriagado con la copa del amor, los dos mundos han desaparecido de mi vida.
No me resta sino danzar y celebrar”.
Dicho eso no quisiera dejar de citar una cuarteta también de Rûmî, mucho menos conocida que los gazales anteriores:
“Yo soy el esclavo del Corán mientras viva.
Yo soy el polvo del camino que pisa Muhammad el Escogido.
Y quien interprete mis palabras de otra manera
yo lo maldigo a él y a sus palabras”
Tal vez no supiese Rûmî hacia dónde iba, quizás podríamos decir que a la descarnadura como hombre y al encuentro con la inmensidad. En cualquier caso, lo que sí sabía muy bien es de donde procedía. El espiritual posee orígenes, por supuesto, pero no raíces que lo aten como a un árbol a la tierra. Sea como fuere, conviene subrayar que no se percibe en Rûmî ni un solo atisbo de rencor por nada ni nadie. Antes bien, hay puro reconocimiento e incluso veneración por la tradición coránica y muhammadiana, que fueron, a la postre, los detonadores de su estallido espiritual. Quien se (re)conoce a sí mismo como la nada, conocerá a su señor como el todo; y ese no está ya para nimiedades ligadas al pasado. O dicho en palabras del poeta indomusulmán Kabîr (m. 1518): “Quien se conoce a sí mismo está perdido en el uno”.
Lo dicho hasta ahora nos lleva a plantearnos una pregunta clave: ¿Cuál es la puerta de acceso al sufismo hoy? Evidentemente, en una sociedad islámica tradicional esta pregunta no tendría mucho sentido, pero sí lo tiene para nosotros, hombres y mujeres europeos de hoy. En un contexto tradicional islámico, el sufismo ha sido un vehículo para ir más allá de la propia religión formal. Afirma Seyyed Hossein Nasr, autor encuadrado en el tradicionalismo perennnialista: “Si por islam entendemos la religión revelada por el Sagrado Corán, entonces asimismo el tasawwuf que puede legítimamente practicarse debe ser el que tiene las raíces en la revelación coránica y que llamamos sufismo en la acepción general de este término. En cualquier caso, un camino esotérico válido es inseparable del marco objetivo de la revelación a que pertenece. Uno no puede practicar el esoterismo budista en el contexto de la sharî’a islámica o viceversa. Además, no se puede pretender en circunstancia alguna estar por encima de las enseñanzas esotéricas de la religión y practicar un esoterismo sin ellas y en el vacío, como tampoco puede uno plantar un árbol en medio del aire” [10].
No le falta razón al profesor Nasr cuando afirma que los árboles no crecen en el aire y que los apaños de bricolage espiritual han de ser mirados siempre bajo sospecha. Con todo, la perspectiva y, más aún, el problema de fondo son hoy, a mi modo de ver, otros. El camino espiritual no puede estar condicionado por ley religiosa alguna. El espiritual debe romper con las concepciones de la trascendencia como exterioridad, y la observancia de una ley, por muy revelada que se diga que es, implica siempre dicha exterioridad. Zambullirse en el mar de la espiritualidad no puede estar condicionado por la observancia de tradiciones en el vestir o por ciertas prohibiciones alimentarias. ¡Pero a qué absolutizar un tipo específico de alimentación si hemos visto a lo largo de la historia grandes maestros que fueron carnívoros y vegetarianos y crudívoros y todas las gamas que uno quiera y pueda imaginar! El camino espiritual, el cultivo de la cualidad humana profunda, no pasa por el cumplimiento fiel de ninguna de estas prácticas. Por eso, hollar el sufismo no debe implicar de ninguna manera el sometimiento previo a ninguna ley religiosa externa o sharî’a. El único compromiso del espiritual ha de ser con la verdad. Eso que durante tiempo hemos llamado lo sagrado está más allá del número, de la cantidad, pero también de cualquier atadura legalitaria, porque, al fin y al cabo, es la vida misma en la plenitud de sus dimensiones.
Ha de quedar claro que cuanto afirmamos no obedece a ninguna estratagema; es que no hay otro camino. El maestro indio Hazrat Inayat Jan (1927), que desembarcó en América en 1910, siendo uno de los primeros introductores del sufismo en Occidente, fue consciente desde un primer momento del sentimiento contrario al islam arraigado tras siglos en las sociedades occidentales, con lo que optó, estratégicamente, por desislamizar su sufismo, a fin de llegar mejor a su auditorio. Escribió el maestro indio en su autobiografía: “Entre las religiones existentes en el mundo el islam es la única que puede responder a la demanda de la vida occidental, pero debido a razones políticas ha existido un prejuicio contra el islam en Occidente por mucho tiempo. Además, los misioneros cristianos, sabiendo que el islam es la única religión que puede suceder a su fe, han hecho todo lo posible para inyectar prejuicios en las mentes de la gente occidental en su contra. En consecuencia, es poco probable que el islam sea aceptado en Occidente. Sin embargo, aquellos que buscan ideales religiosos tienen cierta consideración por las religiones de Oriente y aquellos que buscan la verdad muestran un deseo de investigar el pensamiento oriental” [11].
No es ese ni nuestro caso, ni tampoco nuestro problema, ni mucho menos una preocupación para nosotros ahora y aquí. El sufismo por el que abogamos, que como ya he apuntado, tal vez deberá despojarse de dicha etiqueta llegado el momento, no es una estrategia de terciopelo para mejor (re)introducir lo religioso, en este caso el islam, en un medio abiertamente hostil hacia lo islámico como el nuestro, aun reconociendo dicha animadversión y las consecuencias fatales que de ella se derivan. Ni es una especie de cataplasma que busque alargar la vida del moribundo, ni tampoco un revitalizador. Nada de eso. No nos mueve ningún interés por hacer de la humanidad una ‘umma-nidad’. Lo que aquí hay es una invitación gratuita, y por ello mismo humilde, sin más pretensión que la propia invitación a sumergirse en el océano de los grandes místicos del islam, en un sufismo libre de adherencias religiosas, destilado como en un crisol. “Eres lo que buscas”, decía Rûmî. Pues bien, eso es lo que buscamos, eso es lo que somos.
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¿Acaso vale dicha reflexión para el sufismo y su mirífico corpus literario y espiritual? Si fuese así, se impondría una doble tarea: de traducción y de explicación. En primer lugar, es preciso traducir con el mayor rigor posible los textos fundamentales. El camino interior en nuestra época nos exige ir pertrechados de buenas guías y no de folletines de segunda mano. Precisamos, así pues, literatura espiritual fiable y despliegues explicativos que evoquen y provoquen. Facilitar el acceso a los textos, a su riqueza polisémica, es, en cierta forma, prevenir todo asalto salvaje a la letra, cuyas trágicas consecuencias vemos por doquier.
Con todo, habremos de evitar en todo momento el prurito del exquisitismo intelectual y aún más el del secretismo esotérico, sin pretensión reductiva alguna, asumiendo con humildad y coraje que, a fin de cuentas, traducción y traición han caminado siempre de la mano. Vivimos tiempos de mundialización y de hibridación: todo es de todos, ya nadie tiene el patrimonio exclusivo sobre nada: compartimos belleza, sabiduría y…. ¡ay! estupidez. Como hombre total de la vía, Rûmî -no sólo el, por supuesto, se trata nada más que de un ejemplo- ya no se posee a sí mismo. Pero tampoco es patrimonio de persas. Ni de musulmanes siquiera. Rûmî, como el resto de grandes de la espiritualidad, no nos es extranjero, al menos no nos debiera serlo. Ver a los grandes maestros aún así, mediatizados por categorías culturales, indica ni más ni menos no haberse zambullido del todo en su mar insondable, o haberlo hecho, sí, pero sin haberlos comprendido del todo, debido, muy posiblemente, a que no nos hemos despojado de nuestra escafandra cultural, esa que al tiempo que nos protege, nos aísla. El ser humano es un animal de profundidades. Es un ser viviente necesitado, ya lo sabemos, que también posee la cualidad de nadar mar adentro, de profundidad en profundidad. Olvidar esta segunda posibilidad nos envilece, convirtiéndonos de animales de profundidades en profundos animales.
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Para acabar me viene a la memoria Maynun, el loco enamorado de Layla, protagonistas ambos de uno de los relatos de amor más célebres de la tradición islámica. El caso es que el joven Maynun pierde a su amada y se pasa las horas y la vida, de aquí para allá, buscándola. En cierta ocasión, un hombre le sorprende en un rincón apartado de la ciudad, arrodillado bajo un árbol (tanto da cuál), echando tierra en un cedazo. Al preguntar por lo que hace, Maynun le contesta que buscar a su amada. Y cómo vas a encontrarla ahí, le pregunta el hombre un poco contrariado. Si quiero encontrarla un día en algún lugar, respondió Maynun, tengo que buscarla por todos los lados.
Notas:
[1] Sobre la pluralidad del sufismo, véase Halil Bárcena, El sufisme, Barcelona: Fragmenta, 2008
[2] Citado en Emilio Galindo, La experiencia del fuego. Itinerario de los sufíes hacia Dios por los textos, Madrid: Darek-Nyumba, 2002, p. 79
[3] Pensar que la crisis de lo religioso no es un fenómeno global y que afecta únicamente al cristianismo occidental, mientras que el islam está a resguardo de los estragos que producen las nuevas sociedades de innovación y conocimiento en las religiones, es muy discutible. De ahí que se nos haga difícil compartir las opiniones de la arabista María Jesús Rubiera cuando afirma: “El islam como religión goza de excelente salud y la prueba es que no haya descendido el número creyentes y de nuevos conversos en los últimos años, ni siquiera tras los acontecimientos del 11 de septiembre. La decadencia política, económica, social o tecnológica que se puede encontrar en algunos países del mundo oficialmente musulmán lleva a pensar a algunos que el islam está en decadencia, pero esto es tan absurdo como atribuir al cristianismo la crisis económica de Argentina porque, según su constitución, su presidente ha de ser cristiano”, “Una falsa dicotomía: civilización occidental y civilización islámica” en “¿Hacia dónde va el Islam?”, La Vanguardia dossier, nº 1, abril-junio, 2002, p. 26
[4] Cfr. Mikel de Epalza (coord.), L’islam d’avui, de demà i de sempre (El islam de hoy, de mañana y de siempre), Barcelona: Proa, 1994
[5] El título de su última obra es explícita por lo que hace al horizonte que persigue su pensamiento. Cfr. Marià Corbí, Hacia una espiritualidad laica. Sin creencias, sin religiones, sin dioses, Barcelona: Herder, 2007
[6] Sobre los distingos entre religión y espiritualidad, véase José María Vigil, “La coyuntura actual de la espiritualidad”, Éxodo nº 88, abril 2007, pp. 4-11
[7] Citado en Hazrat Azad Rasool, Turning Toward the Herat, Louisville: Fons Vitae, 2002, p. 53
[8] Véase al respecto mi trabajo “Islam. Entrega confiada a la divinitat”, Dialogal nº 5, primavera 2003, pp. 18-23
[9] Daryush Shayegan, La luz viene de Occidente, Barcelona: Tusquets, 2007, pp. 311-312
[10] Seyyed Hossein Nasr, Sufismo vivo. Ensayos sobre la dimensión esotérica del Islam, Barcelona: Herder, 1985, p. 17
[11] Biography of Pir-o-Murshid Inayat Khan, Londres: East-West Publications, 1979, pp. 221-222
[12] Edward W. Saïd, Cultura e imperialismo, Barcelona: Anagrama, 1996, p. 453