Halil Bárcena, "Perlas sufíes. Saber y sabor de Mawlânâ Rûmî" (Herder, 2015).

«Es verdad que jamás un amante busca a su amado sin haber sido buscado antes por éste» (Mawlânâ Rûmî, Maznawî III, 4393. Traducción: Halil Bárcena).

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Aquí hallarán información puntual acerca de las actividades públicas (¡... las privadas son privadas!) que periódicamente realiza nuestro instituto. Dichas actividades públicas están abiertas a todo el mundo, ya que nadie ha encendido una luz para ocultarla bajo la cama, pero se reserva siempre el derecho de admisión, porque las perlas no están hechas para los cerdos.

Así mismo, hallarán en el blog diferentes textos y propuestas relacionados con el islam, el sufismo y la sabiduría tradicional. Es importante saber que nuestra propuesta sufí está enraizada en la sabiduría coránica y la
sunna muhammadiana, porque el sufismo es el corazón del islam, pero el islam es el corazón del sufismo.

El blog está pensado como una herramienta de trabajo para todos aquéllos que tienen un sincero interés por Mawlânâ Rûmî, en particular, y la senda del sufismo islámico, en general. Por ello, sus contenidos se renuevan puntualmente. Si se suscriben al blog podrán recibir información puntual sobre todas las novedades que se produzcan.

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miércoles, 23 de julio de 2008

Por un sufismo no religioso


Hacia un sufismo más allá de las formas religiosas


Halil Bárcena





“Yo soy el susurro del agua
en los oídos del sediento.
Vengo como la lluvia suave del cielo.
¡Levántate, amigo, despierta!
¡El ruido del agua, tú sediento
…y duermes!”

Mawlânâ Rûmî (1207-1273)



1

Desde sus inicios, los encuentros de verano de Can Bordoi, que llegan justo ahora a su quinta edición, han supuesto para mí un desafío, tanto intelectual como espiritual, de primera magnitud. He de reconocer que darse de bruces con la obra -y la persona- de Marià Corbí, aguijoneadora como pocas, no ha sido un acontecimiento menor. Leyendo los distintos textos que he ido presentando a lo largo de estos cinco años de encuentros puede rastrearse sin a penas dificultad el gran impacto que la obra corbiana me ha producido y, como consecuencia de ello, la aventura (insisto, tanto intelectual como espiritual) en la que desde entonces me he embarcado, no sin penas y fatigas, que no es otra que la proposición de un sufismo laico, no fundamentado ya sobre creencias y, por consiguiente, más allá no del islam (de su núcleo significativo y valioso y de sus intuiciones espirituales fundamentales), pero sí de las formas religiosas islámicas. A veces, me gusta decir, recreándome en la proximidad fonética de sus apellidos, que los últimos años de mi vida han sido un tránsito de Corbin, el gran iranólogo francés de quien mucho he bebido y a quien tanto admiro, a Corbí y su propuesta, a todas luces pionera, de una espiritualidad laica. De hecho, de Marià Corbí puedo decir que somos tan distintos en casi todo que nos entendemos a la perfección.

Con todo, tal vez sea la de este año la temática más complicada y embarazosa si cabe de cuantas hemos venido investigando a lo largo de las ediciones precedentes de nuestros encuentros. Al menos, así se me presenta a mí. La cuestión que se nos propone en esta ocasión es, si se me permite la expresión, de órdago: cómo acceder y cultivar, hoy, esa peculiar cualidad humana que se llamó antaño ‘espiritualidad’. Y lo es porque se nos pide descender al terreno siempre tortuoso de la concreción empírica, que en mi caso particular vendría a formularse algo así como: ‘el cultivo de la espiritualidad pura desde la tradición sufí’; o lo que es lo mismo: ‘cómo puede concretarse la aportación no religiosa del sufismo islámico en las condiciones de nuestras sociedades laicas y de conocimiento’.

A fin de que mi argumentación no sea tachada ya de entrada de subjetivista e injustificada, de caprichosa incluso, he juzgado pertinente efectuar algunas consideraciones previas de carácter conceptual, a propósito de los términos ‘religión’ y ‘espiritualidad’, subrayando el caso específico islámico, dada la irreprimible incomodidad que su utilización me provoca, si bien con matices diferentes en cada uno de los dos casos. Al mismo tiempo, me ha parecido conveniente pergeñar un breve perfil histórico del sufismo, mejor dicho de los sufismos, puesto que, en rigor, hay sufismos -en plural-, más que un solo sufismo [1], así como de su no siempre bien llevada relación de parentesco con el islam. Y todo ello en aras a establecer una suerte de jerarquía de valores que nos ayude a comprender que no todo lo que históricamente ha cabido dentro del sufismo posee el mismo interés, ni todo ello nos sirve por igual a la hora de intentar fundamentar un sufismo más allá de las formas religiosas islámicas, que es el horizonte último que perseguimos.


Decía Abdullah Ansarí (m. 1088), una de las cimas del sufismo persa: “He abandonado mil fuentes y riachuelos con la esperanza de encontrar el mar” [2]. Pues bien, ese es el espíritu que nos anima en nuestra tarea: abandonar las fuentes y los riachuelos de las formas religiosas islámicas -¡pero podría añadir, igualmente, cristianas, budistas o hindúes!-, y lanzarnos con lo puesto a la búsqueda del mar de la cualidad humana profunda y de la espiritualidad pura. Y hacerlo, entre otras muchas cosas, porque, hoy, de dichas fuentes ya no mana agua -¡o bien es insalubre!-, y los riachuelos son cauces secos.

Que nadie se confunda, así pues, ni se lleve a engaño. No pretendo con esta propuesta de sufismo laico confeccionar un traje sufí a la medida de los antojos de exotismo de unos cuantos, error de bulto en el que incurre un cierto sufismo llamémoslo new-age, de muy poco valor para lo que aquí en verdad nos estamos jugando. Permítaseme decir, aunque sea a vuelapluma, que el exotismo es quizás una de las falacias más comunes entre muchos occidentales cuando se confrontan con una cultura espiritual oriental, como es el caso que nos ocupa aquí del sufismo.

Quiero decir, por último, antes de entrar en materia, que la tarea que tenemos ante nosotros es tan monumental que en modo alguno podría agotarse en estas páginas, que no son sino una primera y humilde contribución a una cuestión que considero crucial y de una urgencia inaplazable. Y es que mientras el hombre contemporáneo anda de aquí para allá dando tumbos o, como mucho, palos de ciego, tratando de buscar soluciones a los problemas que plantea una contemporaneidad caracterizada por el empobrecimiento de lo que hay de más profundamente humano y, si se me permite decir también, sagrado en el hombre, lo más paradójico de todo es que, como se lamentaba Mawlânâ Rûmî (m. 1273), maestro de derviches, allá por el siglo XIII: “Te has dormido sediento a orillas del mar, te has muerto de indigencia sobre un tesoro”. Pues bien, esa es nuestra tarea: apuntar la existencia del tesoro al que aluden los versos del maestro persa de Konya, que no es otro que las grandes tradiciones religiosas y de sabiduría de la humanidad, como el sufismo islámico, del que nos ocuparemos en estas páginas.

2

Ya no es posible seguir hablando de religión, sobre el hecho religioso en general, como si nada a nuestro alrededor hubiese sucedido en las últimas décadas, sobre todo en las llamadas sociedades europeas de innovación y conocimiento, unas sociedades móviles, fuertemente laicizadas y en las que el peso de lo religioso es cada vez más liviano y marginal, al haber sido arrumbado y, en consecuencia, desplazado del eje central de la cultura, fenómeno éste ampliamente estudiado por Marià Corbí a lo largo de su ya extensa obra. No albergo la menor duda acerca del carácter irreversible de la crisis deflacionaria de los modelos religiosos tradicionales -incluido el islam, por mucho que algunos se empeñen en sostener lo contrario-[3], del mismo modo que juzgo inadecuado, por inútil e imposible, tratar de reconvertir las religiones, ni tan solo de reformarlas o adaptarlas, a fin de hacerlas más digeribles a los hombres y mujeres de nuestra atribulada y trepidante contemporaneidad; hombres y mujeres, por otra parte, que viven, en su inmensa mayoría, sobre todo las jóvenes generaciones, radicalmente de espaldas a la res religiosa y cuanto tiene que ver con ella. Y es que para buena parte de hombres y mujeres de hoy los naipes se les han puesto boca abajo y la religión se ha convertido literalmente insoportable.

Obstinarse de forma voluntariosa, pues, en la reconversión de las religiones, en su aggiornamento, indica, en mi modesta opinión, no haber percibido del todo la profundidad de la crisis que nos ha tocado en suerte vivir, ya que no se trata de una crisis más. No asistimos, como algunos dicen, a una época de cambios, sino a un verdadero y radical cambio de época. Posiblemente, nos hallemos, sin apercibirnos del todo, ante una verdadera transformación epocal, cuyos efectos se dejan sentir en todos los órdenes de la vida humana, y que toca de lleno -¡y de qué manera!- el corazón de la religión y de las religiones; insisto, incluído el islam. En ese sentido, pensar, como piensan algunos islamólogos hoy [4], que estudiando las constantes del pasado del islam se entreverán algunos elementos previsibles del futuro, así como los posibles mecanismos de su adaptación a los nuevos tiempos, es harto insuficiente y demasiado simple, puesto que minimiza el impacto real de lo que está sucediendo en el planeta, que nos hallamos ante una nueva revolución: la de la mundialización, con lo que ello comporta a nivel global.




La obra de Marià Corbí [5], y por consiguiente el espíritu que anima los encuentros de Can Bordoi, no se halla en dicha línea de reforma de las religiones. Tampoco se encuadra en los márgenes del diálogo interreligioso. En un instante como el presente, convendría interrogarse a propósito del significado real que el diálogo interreligioso posee hoy, en dichas circunstancias de crisis y cambio. Y es que dicho diálogo no puede ser el bálsamo que cure las heridas (mortales) de las distintas religiones, ni su sala de reanimación, ni mucho menos aún el refugio en el que hallar calor y consuelo mutuo ante los embates de los tiempos que corren, cada vez más abigarrados y promiscuos, cada vez más vertiginosos. Que el diálogo sea una necesidad para las religiones, que sea indispensable y necesario, no significa, a mi modo de ver, que las vaya a librar de una situación que no tiene marcha atrás, su declive paulatino, aunque a distintas velocidades.

Mucho me temo, insisto, que las cosas no van a dar marcha atrás en materia de religión, y tampoco creo que eso sea ni conveniente ni mucho menos deseable. Es posible que no sepamos a ciencia cierta hacia dónde vamos, pero para atrás seguro que no. Mal que nos pese, tanto si nos agrada como si no, las religiones ya no volverán a ser lo que fueron, tampoco el islam. Máxime quedarán -¡quién sabe por cuánto tiempo!- como un reducto marginal para nostálgicos irreductibles y apocados (espiritualmente hablando). No soy en este punto, lo confieso para que no haya duda alguna, ni un modernista rabioso ni menos aún un perennialista musulmán, a la manera de René Guénon o Fritjof Schuon, pongamos por caso, anclado en un supuesto tiempo pretérito idílico. Puedo por ello mirar hacia atrás, hacia el pasado religioso, el islámico en primer lugar, sin ira (antes bien con una cierta admiración), pero al mismo tiempo sin el menor atisbo de añoranza, entre otras cosas porque aún está por demostrar que cualquier tiempo pasado fue mejor.


Pero que la religión (entendida en tanto que sistema dogmático de creencias, exclusivo y exclusivista, portador de una ley moral de carácter revelado a la cual someterse, a fin de ganar una supuesta salvación en la otra vida) esté herida de muerte, en modo alguno implica que lo esté eso que a falta de mejor expresión dio en llamarse espiritualidad en el pasado, como parecen avalarlo ciertos indicios, aún incipientes, es verdad, pero no por ello menos significativos. Quiere ello decir, por consiguiente, que, primero de todo, se impone distinguir entre religión y espiritualidad. Esa es, a mi juicio, una de las cuestiones más acuciantes de nuestro tiempo, sobre todo si deseamos que el anhelo sincero de espiritualidad de muchos de nuestros contemporáneos no se dé de bruces contra el frontón de la religión de unos pocos, y se vaya a pique. La espiritualidad puede darse, y de hecho se ha dado en la historia -también hoy-, al margen y más allá de la religión formal (el sufismo, al menos el que aquí evocaremos, constituye un ejemplo histórico inmejorable por lo que al islam respecta), mientras que la religión puede ser seguida sin el menor atisbo de espiritualidad, como no nos cansamos de ver, aquí y allá, en tantos y tantos fenómenos religiosos afectados hoy, en la mayoría de los casos, por una pavorosa involución [6].

Hecha esta primera y necesaria distinción entre religión y espiritualidad, no oculto mi desazón tampoco ante el uso del término ‘espiritualidad’, hoy ampliamente cuestionado. Personalmente, preferiría evitarlo y reemplazarlo por otro más genuino, laico y sin tanta densidad histórica, tal como propone Marià Corbí, por ejemplo, al hablar de cualidad humana profunda. A pesar de todo, justo es decirlo, hoy ‘espiritualidad’ dice más que ‘religión’, al menos a mí me permite expresar más, muchísimo más, cuando trato de sufismo, por ejemplo. Con todo, digámoslo sin ambages, ‘espiritualidad’ es una palabra decididamente desgraciada y, en algunos casos incluso, de memoria odiosa. Me pregunto si es pertinente referirse todavía hoy a la dimensión más profunda y absoluta del ser humano con una palabra tan dicotómica y dualística, que obedece a una antropología caducada, como si dicha dimensión profunda no abarcara también lo somático (incluida nuestra sexualidad) y la materialidad; algo así como si únicamente pudiese vivirse lo espiritual en radical oposición a lo terrenal y lo material.

3

Contemplado con perspectiva de conjunto no existe un único sufismo. He aquí una de las dificultades a la hora de encontrarle una definición adecuada. En rigor, ya lo he avanzado más arriba, hay sufismos -en plural-, más que sufismo. De hecho, ninguna tradición religiosa i espiritual puede ser caracterizada de manera unívoca: todas son heterogéneas. Pero me atrevería a decir que en el caso del sufismo eso es más verdad aún, porque es antes un conjunto de vías espirituales que una sola vía espiritual. El sufismo no es una realidad monocroma, plana y unidireccional, ni tan solo es una moneda de dos caras. El sufismo es un verdadero poliedro que contiene múltiples rostros espirituales. Yunayd (m. 910), polo de la escuela sufí de Bagdad, tiene unas palabras muy ilustrativas a propósito de la naturaleza plural y coloreada del sufismo que dicen así: «El color del agua procede del color del recipiente que la contiene». Pues bien, el agua del sufismo se ha teñido con la coloración de los diferentes recipientes en los que ha sido vertida, sin sufrir merma alguna de su naturaleza líquida e incolora. Eso explica los múltiples matices y acentos que ha presentado a lo largo de la historia. Unos ponen más el énfasis en la dimensión sensitiva y emocional, otros en la mental e intelectual, y otros en la acción gratuita y desinteresada.


Nos encontramos, así pues, con el ascetismo de Kufa y el llanto de Basora, dos ciudades del Iraq actual; con el hambre de Siria; la caballerosidad de Nishabur y la negación del sí de Balj, núcleos urbanos del Jorasán persa, donde vieron la luz Rûmî y otros importantes sufíes históricos, como por ejemplo el príncipe Ibrahim ibn Adham (m. 777), que, como el Buddha -con quien muchas veces se le ha comparado-, renunció a las comodidades de la vida palaciega para seguir la vía mística sufí. Todas estas coloraciones del sufismo, relacionadas con espacios geográficos precisos, cristalizaron pronto en diferentes arquetipos espirituales, a menudo presentados bajo forma de parejas antitéticas como, por ejemplo: sufí docto / sufí iletrado, sufí sobrio / sufí ebrio, sufí amoroso / sufí cognoscente, etc. O bien fueron asociadas a ilustres personajes, maestros de les tendencias o escuelas sufíes respectivas. De tal manera que el mencionado Yunayd simbolizará la serenidad y la lucidez, mientras que en el polo complementario -que no opuesto- Bistamí (m. 875) representará la embriaguez; Muhasibí (m. 857), el autoanálisis y la aceptación del destino; y Hakim Tirmizí (m. 898) la santidad. Por tanto, al decir sufismo nos estamos refiriendo a un amplio abanico de manifestaciones y sensibilidades espirituales nacidas y desarrolladas dentro de los límites -muy amplios y permeables- del islam, si bien en muchos casos prevalezcan aún elementos foráneos más o menos islamizados. Estos sufismos tienen en común la exégesis simbólica del texto alcoránico o tawil y su progresiva interiorización, al tiempo que una profunda aversión hacia la religión reducida a mera práctica jurídica y legalista por lo que supone de asfixia de un impulso interior, constitutivo antropológico del ser humano, que no puede ser sometido a ninguna ley externa ya que las transciende todas.


Una de las razones principales que explica la continuidad histórica del sufismo hasta hoy en día es preciso buscarla precisamente en la gran plasticidad de los propios sufíes y en su capacidad para adaptarse a todo tipo de contextos, algunos muy divergentes entre sí. Desde sus inicios, el sufismo se ha fundamentado en una concepción dinámica y siempre cambiante del camino interior. De acuerdo con Huseyn al-Andakí (1157): “Un trabajo sufí no es tal si no toma en consideración antes el tiempo (zamân), el lugar (makân) y las personas (ijwân) a quienes se dirige” [7]. Los maestros sufíes siempre han diseñado el trabajo espiritual tomando en consideración esos tres factores insustituibles. Quiere ello decir que dicho trabajo jamás podrá ser concebido como un sistema cerrado en sí mismo al que someterse, o como un método invariable y acabado de una vez por todas, sino que habrá de (re)crearse y (re)inventarse en cada instante, tal como si de una obra de arte se tratara. El sufismo operativo obra siempre según las circunstancias contextuales, el momento específico y los individuos a los que va dirigido. En definitiva, todo el mundo camina en la vía sufí según sus predisposiciones naturales e inclinaciones psicológicas, dado que el camino, que exige siempre un cierto riesgo y atrevimiento, no deja de ser una creación única y exclusiva de cada uno.


Operar hoy tomando en consideración las premisas de al-Andakí significa tener bien presente que nuestro espacio es europeo y laico, que el tiempo es este, el que nos ha tocado en suerte vivir, ajetreado y veloz, y que las personas serán, en la gran mayoría, hombres y mujeres sin religión. Ello nos obligará a tratar de no imitar o reproducir formas culturales ajenas, al tiempo que nos reconciliará con nuestro propio entorno: nuestro camino interior pasa por el suelo que pisamos y no por Konya, Damasco o Estambul. Aquí también hay senda que seguir.

Qué duda cabe que esta ductilidad innata del sufismo, su capacidad de sentir el latido de cada instante presente, de operar en el ahora y el aquí concretos, lo sitúa en una situación óptima ante el nuevo umbral en el que se encuentra la humanidad y los fenomenales desafíos que plantean las nuevas sociedades postindustriales y de innovación que estén emergiendo por doquier, aunque con distintas velocidades. La disposición secular del sufismo a la adaptabilidad le permitirá, sin duda, sobrevivir mejor a los avatares de los tiempos que otras corrientes religiosas islámicas. Podrá, así, seguir jugando un papel relevante en la espiritualidad del futuro, tal como lo ha hecho en el pasado, con la salvedad que ahora la adaptabilidad tendrá unas consecuencias mucho mayores que antaño. Por ejemplo, si tomamos como espacio contextual el continente europeo donde nosotros operamos, el sufismo trabajará con personas mayoritariamente no religiosas, hijos e hijas lejanas del cristianismo, que no se acercarán al sufismo en busca de una nueva religión sino con ansías de hallar una espiritualidad pura, libre de formas religiosas. En ese sentido, el sufismo europeo del futuro, cuyos interlocutores serán, mayoritariamente, poblaciones no musulmanas de nacimiento, no podrá funcionar como una forma aterciopelada de islamización, puesto que salvo casos muy minoritarios, que podríamos tildar de nostálgicos del pasado religioso y sus verdades de cemento armado, las personas que acudan a él no lo harán con afán de convertirse a nada, y menos aún a una forma religiosa, ya que ello supondría retroceder varias décadas atrás en sus formas de conocer y de sentir. Por consiguiente, la puerta de acceso al sufismo, en tanto que posibilidad de camino interior, forma laica de cultivo de la cualidad humana profunda, ahora y aquí, no será ya la conversión formal al islam, punto éste sobre el que volveré más tarde.

Pero es que, al mismo tiempo, dicho sufismo europeo laico puede brindar a las poblaciones europeas hijas de la inmigración musulmana la posibilidad de hallar en el seno de su propia tradición un tesoro espiritual que les ayude a cualificarse honda y profundamente como personas, viviendo al mismo tiempo al compás de los tiempos que corren. Es por eso por lo que he afirmado con anterioridad que no todo sufismo aportará lo mismo en el futuro. En este sentido, soy muy consciente de que el reto de un cierto sufismo hoy, el que a mí más pertinente me parece por el horizonte de significación espiritual hacia el que apunta, un sufismo más allá del sufismo he dado en llamarlo, es, en primer lugar, huir de cualquier visión esencialista del propio sufismo. Y es que, a la postre, también en un cierto momento del camino el sufismo nos estorbará, como les estorbó a Rûmî y tantos otros, que sin negarlo, lo trascendieron llevados por el impulso que el propio caminar generaba en ellos. En otros lugares he dejado escrito lo singular del periplo espiritual del maestro persa de Konya, que fue del islam al sufismo y de éste a lo que él mismo denominó en persa mel.lat-e ‘eshq o senda del amor.

Por consiguiente, aquel sufismo que haga pagar el peaje de la conversión al islam a quienes se acerquen a él, un sufismo que la mayoría de las veces no deja de ser sino un mero islam piadoso, ese sufismo, digo, es, a mi modo de ver, un sufismo miope o sencillamente religioso, y aquí, justamente, lo que están en cuestión son las creencias y las formas religiosas. Hoy, el asunto no es lamentarse por el hundimiento de lo religioso, sino celebrar la gran oportunidad que se nos abre ante nosotros de poder hollar la senda espiritual desde la libertad, al margen de toda sumisión, incluida la sumisión a Dios. Por eso mi aversión a traducir el término ‘islam’ como sumisión, tal como a menudo se perpetra tanto desde fuera como desde dentro del propio islam, sino como entrega libre y confiada a la divinidad [8].



Dicho sufismo religioso suele esgrimir, por lo general, una idea de Dios muy infantil y restrictiva, puesto que está demasiado ligada a una religión particular y a un área cultural determinada. Más grave aún: tal vez el problema sea incluso la utilización de la propia palabra ‘Dios’ para designar, justamente, lo que es innombrable. ‘Dios’ no puede designar a un ser sobrenatural al que se podría pedir que interviniese en nuestras vidas desde fuera. En ese sentido es interesante la reflexión del filósofo iraní Daryush Shayegan, una de las voces más lúcidas del pensamiento islámico contemporáneo: “Todos los grandes místicos de todos los tiempos han intentado evitar la trampa de una divinidad demasiado personalizada, demasiado cercana a las identidades étnicas. Han intentado, cada uno a su manera, concebir una verdad por encima de la categoría singularizada de Dios; tanto en la deidad de Eckhart, como en la esencia indiferenciada de Ibn ‘Arabí, el brahmán neutro, sin segundo, de Shankara o el tao sin forma y sin imagen de Lao Tse, el objetivo ha sido limpiar el misterio de la divinidad de las determinaciones culturales, cualesquiera que fuesen, por lo demás, su rango y su dignidad ontológica” [9].

Qué duda cabe que dicho sufismo aún religioso y atado a lo legalitario no puede compararse de ninguna manera con otras propuestas sufíes mucho más refinadas y ambiciosas espiritualmente hablando, como la de un Rûmî o un Ibn ‘Arabî, es decir la de aquellos espirituales musulmanes que aunque viviendo en el mundo de la creencia supieron burlarla y trascenderla. No cita Shayegan a su compatriota, el persa Rûmî, del cual doy dos poemas que me parecen emblemáticos de lo que es el sufismo más allá de las formas religiosas, tal como estamos tratando de concebir en estas páginas. Dice así el primero de ellos:

“Yo estaba en aquél día cuando los Nombres no existían,
ninguna señal de existencia estaba dotada de nombre.
Ante mí los Nombres y el Nombrado fueron expuestos a la vista,
el día en que “Yo” y “Nosotros” no existían.
Por una señal, la punta del rizo del Amado se convirtió en un centro de revelación,
sin embargo la punta de ese hermoso rizo no existía.
La cruz y los cristianos, de un extremo a otro, yo examiné; Él no estaba en la cruz.
Fui al templo de los ídolos, a la antigua pagoda; allí no había ninguna huella visible.
Fui a las montañas de Herat y Qandahar; miré, Él no estaba en aquel valle.
Con propósito decidido fui a la cima de la montaña Qaf;
en ese lugar sólo estaba la morada del Anqá. Giré las riendas en busca de la Ka’aba;
Él no estaba en ese lugar donde se reúnen viejos y jóvenes.
Pregunté a Ibn Sina (Avicena) por su estado; Él no estaba al alcance de Ibn Sina.
Viajé hacia el lugar de “la distancia de dos disparos de arco” (Corán 53, 8);
Él no estaba en aquella corte exaltada.
Miré dentro de mi propio corazón; ahí Le vi; Él no estaba en ningún otro sitio.
Salvo Shams de Tabriz, el alma pura, nadie estuvo nunca borracho,
embriagado y anonadado”.

Tras tal periplo más allá de las formas religiosas, no le queda al autor más que afirmar -¡curiosamente, negando!, a la manera de los vedantines indios- cuanto sigue:

“¿Qué puedo hacer?, ¡Oh musulmanes!, pues no me reconozco a mí mismo.
No soy cristiano, ni judío, ni parsi, ni musulmán.
No soy del este, ni del oeste, ni de la tierra, ni del mar (…).
Mi lugar es el no lugar, mi señal la no señal.
No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del Amado.
He desechado la dualidad, he visto que los dos mundos son uno.
Uno busco, uno conozco, uno veo, uno llamo.
Estoy embriagado con la copa del amor, los dos mundos han desaparecido de mi vida.
No me resta sino danzar y celebrar”.

Dicho eso no quisiera dejar de citar una cuarteta también de Rûmî, mucho menos conocida que los gazales anteriores:

“Yo soy el esclavo del Corán mientras viva.
Yo soy el polvo del camino que pisa Muhammad el Escogido.
Y quien interprete mis palabras de otra manera
yo lo maldigo a él y a sus palabras”

Tal vez no supiese Rûmî hacia dónde iba, quizás podríamos decir que a la descarnadura como hombre y al encuentro con la inmensidad. En cualquier caso, lo que sí sabía muy bien es de donde procedía. El espiritual posee orígenes, por supuesto, pero no raíces que lo aten como a un árbol a la tierra. Sea como fuere, conviene subrayar que no se percibe en Rûmî ni un solo atisbo de rencor por nada ni nadie. Antes bien, hay puro reconocimiento e incluso veneración por la tradición coránica y muhammadiana, que fueron, a la postre, los detonadores de su estallido espiritual. Quien se (re)conoce a sí mismo como la nada, conocerá a su señor como el todo; y ese no está ya para nimiedades ligadas al pasado. O dicho en palabras del poeta indomusulmán Kabîr (m. 1518): “Quien se conoce a sí mismo está perdido en el uno”.



Lo dicho hasta ahora nos lleva a plantearnos una pregunta clave: ¿Cuál es la puerta de acceso al sufismo hoy? Evidentemente, en una sociedad islámica tradicional esta pregunta no tendría mucho sentido, pero sí lo tiene para nosotros, hombres y mujeres europeos de hoy. En un contexto tradicional islámico, el sufismo ha sido un vehículo para ir más allá de la propia religión formal. Afirma Seyyed Hossein Nasr, autor encuadrado en el tradicionalismo perennnialista: “Si por islam entendemos la religión revelada por el Sagrado Corán, entonces asimismo el tasawwuf que puede legítimamente practicarse debe ser el que tiene las raíces en la revelación coránica y que llamamos sufismo en la acepción general de este término. En cualquier caso, un camino esotérico válido es inseparable del marco objetivo de la revelación a que pertenece. Uno no puede practicar el esoterismo budista en el contexto de la sharî’a islámica o viceversa. Además, no se puede pretender en circunstancia alguna estar por encima de las enseñanzas esotéricas de la religión y practicar un esoterismo sin ellas y en el vacío, como tampoco puede uno plantar un árbol en medio del aire” [10].

No le falta razón al profesor Nasr cuando afirma que los árboles no crecen en el aire y que los apaños de bricolage espiritual han de ser mirados siempre bajo sospecha. Con todo, la perspectiva y, más aún, el problema de fondo son hoy, a mi modo de ver, otros. El camino espiritual no puede estar condicionado por ley religiosa alguna. El espiritual debe romper con las concepciones de la trascendencia como exterioridad, y la observancia de una ley, por muy revelada que se diga que es, implica siempre dicha exterioridad. Zambullirse en el mar de la espiritualidad no puede estar condicionado por la observancia de tradiciones en el vestir o por ciertas prohibiciones alimentarias. ¡Pero a qué absolutizar un tipo específico de alimentación si hemos visto a lo largo de la historia grandes maestros que fueron carnívoros y vegetarianos y crudívoros y todas las gamas que uno quiera y pueda imaginar! El camino espiritual, el cultivo de la cualidad humana profunda, no pasa por el cumplimiento fiel de ninguna de estas prácticas. Por eso, hollar el sufismo no debe implicar de ninguna manera el sometimiento previo a ninguna ley religiosa externa o sharî’a. El único compromiso del espiritual ha de ser con la verdad. Eso que durante tiempo hemos llamado lo sagrado está más allá del número, de la cantidad, pero también de cualquier atadura legalitaria, porque, al fin y al cabo, es la vida misma en la plenitud de sus dimensiones.

Ha de quedar claro que cuanto afirmamos no obedece a ninguna estratagema; es que no hay otro camino. El maestro indio Hazrat Inayat Jan (1927), que desembarcó en América en 1910, siendo uno de los primeros introductores del sufismo en Occidente, fue consciente desde un primer momento del sentimiento contrario al islam arraigado tras siglos en las sociedades occidentales, con lo que optó, estratégicamente, por desislamizar su sufismo, a fin de llegar mejor a su auditorio. Escribió el maestro indio en su autobiografía: “Entre las religiones existentes en el mundo el islam es la única que puede responder a la demanda de la vida occidental, pero debido a razones políticas ha existido un prejuicio contra el islam en Occidente por mucho tiempo. Además, los misioneros cristianos, sabiendo que el islam es la única religión que puede suceder a su fe, han hecho todo lo posible para inyectar prejuicios en las mentes de la gente occidental en su contra. En consecuencia, es poco probable que el islam sea aceptado en Occidente. Sin embargo, aquellos que buscan ideales religiosos tienen cierta consideración por las religiones de Oriente y aquellos que buscan la verdad muestran un deseo de investigar el pensamiento oriental” [11].



No es ese ni nuestro caso, ni tampoco nuestro problema, ni mucho menos una preocupación para nosotros ahora y aquí. El sufismo por el que abogamos, que como ya he apuntado, tal vez deberá despojarse de dicha etiqueta llegado el momento, no es una estrategia de terciopelo para mejor (re)introducir lo religioso, en este caso el islam, en un medio abiertamente hostil hacia lo islámico como el nuestro, aun reconociendo dicha animadversión y las consecuencias fatales que de ella se derivan. Ni es una especie de cataplasma que busque alargar la vida del moribundo, ni tampoco un revitalizador. Nada de eso. No nos mueve ningún interés por hacer de la humanidad una ‘umma-nidad’. Lo que aquí hay es una invitación gratuita, y por ello mismo humilde, sin más pretensión que la propia invitación a sumergirse en el océano de los grandes místicos del islam, en un sufismo libre de adherencias religiosas, destilado como en un crisol. “Eres lo que buscas”, decía Rûmî. Pues bien, eso es lo que buscamos, eso es lo que somos.


4

Al igual que el intelectual palestino Edward Saïd (1935-2003) no tengo “la más mínima paciencia ante la afirmación de que “nosotros” única o principalmente debemos ocuparnos de lo que es “nuestro”, de igual manera que tampoco la demostraré ante la idea de que sólo los árabes puedan leer textos árabes, usar métodos árabes o cosas por el estilo. Como solía decir C. L. R. James, Beethoven pertenece tanto a los habitantes de las Indias occidentales como a los alemanes, porque su música forma parte de la herencia de la humanidad” [12].

¿Acaso vale dicha reflexión para el sufismo y su mirífico corpus literario y espiritual? Si fuese así, se impondría una doble tarea: de traducción y de explicación. En primer lugar, es preciso traducir con el mayor rigor posible los textos fundamentales. El camino interior en nuestra época nos exige ir pertrechados de buenas guías y no de folletines de segunda mano. Precisamos, así pues, literatura espiritual fiable y despliegues explicativos que evoquen y provoquen. Facilitar el acceso a los textos, a su riqueza polisémica, es, en cierta forma, prevenir todo asalto salvaje a la letra, cuyas trágicas consecuencias vemos por doquier.


Con todo, habremos de evitar en todo momento el prurito del exquisitismo intelectual y aún más el del secretismo esotérico, sin pretensión reductiva alguna, asumiendo con humildad y coraje que, a fin de cuentas, traducción y traición han caminado siempre de la mano. Vivimos tiempos de mundialización y de hibridación: todo es de todos, ya nadie tiene el patrimonio exclusivo sobre nada: compartimos belleza, sabiduría y…. ¡ay! estupidez. Como hombre total de la vía, Rûmî -no sólo el, por supuesto, se trata nada más que de un ejemplo- ya no se posee a sí mismo. Pero tampoco es patrimonio de persas. Ni de musulmanes siquiera. Rûmî, como el resto de grandes de la espiritualidad, no nos es extranjero, al menos no nos debiera serlo. Ver a los grandes maestros aún así, mediatizados por categorías culturales, indica ni más ni menos no haberse zambullido del todo en su mar insondable, o haberlo hecho, sí, pero sin haberlos comprendido del todo, debido, muy posiblemente, a que no nos hemos despojado de nuestra escafandra cultural, esa que al tiempo que nos protege, nos aísla. El ser humano es un animal de profundidades. Es un ser viviente necesitado, ya lo sabemos, que también posee la cualidad de nadar mar adentro, de profundidad en profundidad. Olvidar esta segunda posibilidad nos envilece, convirtiéndonos de animales de profundidades en profundos animales.



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Para acabar me viene a la memoria Maynun, el loco enamorado de Layla, protagonistas ambos de uno de los relatos de amor más célebres de la tradición islámica. El caso es que el joven Maynun pierde a su amada y se pasa las horas y la vida, de aquí para allá, buscándola. En cierta ocasión, un hombre le sorprende en un rincón apartado de la ciudad, arrodillado bajo un árbol (tanto da cuál), echando tierra en un cedazo. Al preguntar por lo que hace, Maynun le contesta que buscar a su amada. Y cómo vas a encontrarla ahí, le pregunta el hombre un poco contrariado. Si quiero encontrarla un día en algún lugar, respondió Maynun, tengo que buscarla por todos los lados.
Pues eso, ahí andamos escarbando agujeros y removiendo tierra en busca de la Layla de nuestro sufismo más allá de las formas religiosas, con la salvedad de que nosotros, a diferencia de Maynun, tenemos dónde buscar: en el depósito de las grandes tradiciones religiosas y de sabiduría, en este caso el islam espiritual.

Notas:
[1] Sobre la pluralidad del sufismo, véase Halil Bárcena, El sufisme, Barcelona: Fragmenta, 2008
[2] Citado en Emilio Galindo, La experiencia del fuego. Itinerario de los sufíes hacia Dios por los textos, Madrid: Darek-Nyumba, 2002, p. 79
[3] Pensar que la crisis de lo religioso no es un fenómeno global y que afecta únicamente al cristianismo occidental, mientras que el islam está a resguardo de los estragos que producen las nuevas sociedades de innovación y conocimiento en las religiones, es muy discutible. De ahí que se nos haga difícil compartir las opiniones de la arabista María Jesús Rubiera cuando afirma: “El islam como religión goza de excelente salud y la prueba es que no haya descendido el número creyentes y de nuevos conversos en los últimos años, ni siquiera tras los acontecimientos del 11 de septiembre. La decadencia política, económica, social o tecnológica que se puede encontrar en algunos países del mundo oficialmente musulmán lleva a pensar a algunos que el islam está en decadencia, pero esto es tan absurdo como atribuir al cristianismo la crisis económica de Argentina porque, según su constitución, su presidente ha de ser cristiano”, “Una falsa dicotomía: civilización occidental y civilización islámica” en “¿Hacia dónde va el Islam?”, La Vanguardia dossier, nº 1, abril-junio, 2002, p. 26
[4] Cfr. Mikel de Epalza (coord.), L’islam d’avui, de demà i de sempre (El islam de hoy, de mañana y de siempre), Barcelona: Proa, 1994
[5] El título de su última obra es explícita por lo que hace al horizonte que persigue su pensamiento. Cfr. Marià Corbí, Hacia una espiritualidad laica. Sin creencias, sin religiones, sin dioses, Barcelona: Herder, 2007
[6] Sobre los distingos entre religión y espiritualidad, véase José María Vigil, “La coyuntura actual de la espiritualidad”, Éxodo nº 88, abril 2007, pp. 4-11
[7] Citado en Hazrat Azad Rasool, Turning Toward the Herat, Louisville: Fons Vitae, 2002, p. 53
[8] Véase al respecto mi trabajo “Islam. Entrega confiada a la divinitat”, Dialogal nº 5, primavera 2003, pp. 18-23
[9] Daryush Shayegan, La luz viene de Occidente, Barcelona: Tusquets, 2007, pp. 311-312
[10] Seyyed Hossein Nasr, Sufismo vivo. Ensayos sobre la dimensión esotérica del Islam, Barcelona: Herder, 1985, p. 17
[11] Biography of Pir-o-Murshid Inayat Khan, Londres: East-West Publications, 1979, pp. 221-222
[12] Edward W. Saïd, Cultura e imperialismo, Barcelona: Anagrama, 1996, p. 453


(Ponencia presentada en los quintos "Encuentros de Can Bordoi", organizados por el Centre d'Estudi de les Tradicions Religioses de Barcelona (CETR), celebrados entre los días 8 y 12 de julio de 2008, en la Torre de Can Bordoi, Llinars del Vallés, Barcelona)

Lecturas recomendadas

  • Abbas Kiarostami, Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006).
  • José Antonio Antón Pacheco, Intersignos. Aspectos de Louis Massignon y Henry Corbin (Athenaica, 2015).
  • Khalili, Una asamblea de polillas (Mandala, 2012).
  • Masood Khalili, Los susurros de la guerra (Alianza, 2016).
  • Olga Fajardo (ed.), La experiencia contemplativa. En la mística, la filosofía y el arte (Kairós, 2017).
  • Seyed Ghahreman Safavi, Rumi's Spiritual Shi'ism (London Academy of Iranian Studies, 2008).
  • Shams de Tabriz, La quête du Joyau. Paroles inouïes de Shams, maître de Jalâl al-din Rûmi. Trad. Charles-Henry de Fouchécour (CERF, 2017).
  • Tom Cheetham, El mundo como icono. Henry Corbin ya la función angélica de los seres, (Atalanta, 2018).

¡Ah... min al-'Eshq!

"A nosotros que, sin copa ni vino,
estamos contentos.
A nosotros que, despreciados o alabados,
estamos contentos.
A nosotros nos preguntan: “¿En qué acabaréis?”.
A nosotros que, sin acabar en nada,
estamos contentos"

Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

¡... del movimiento a la quietud!

... de la palabra al silencio !!!

"Queda mucho por decir,
pero será Él quien te lo diga
para que lo entiendas, no yo"

Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (m. 1273)