Radovan Karadzic,
el verdugo psiquiatra y rimador
Halil Bárcena
Hay noticias que llegan tarde, muy tarde, ¡ay! demasiado, pero no por ello dejan de llenarnos de satisfacción el ánimo. Una de esas noticias que tanto se ha demorado sobrevino de golpe, la pasada semana, como una tormenta de verano. Me estoy refiriendo a la detención de Radovan Karadzic, el otrora líder político de los radicales serbios de Bosnia-Herzegovina, durante la guerra que asoló dicha región balcánica, entre los años 1992 y 1995. La noticia, insisto, llega muy tarde, pero es cuando menos reparadora. Ciertamente, jamás se devolverá la vida de aquellas miles de personas a quienes este psiquiatra y mediocre juntador de palabras (me niego en redondo a llamarle poeta) les robó los sueños para siempre, pero al menos tenemos la certeza que a Karadzic lo sentarán en el banquillo para dar cuentas de sus tropelías ante la justicia.
Entre las dudosas proezas del personaje en cuestión, destacan dos: haber instigado la quema de la Biblioteca de Sarajevo y la matanza de Srebrenica. La Biblioteca de Sarajevo, un edificio de estilo neomudéjar, ardió en llamas a finales del mes de agosto de 1993, en lo que fue, en palabras del escritor barcelonés Juan Goytisolo, un auténtico memoricidio. Miles de viejos manuscritos en lengua árabe, turca y persa, auténtica memoria literaria del fértil islam balcánico, quedaron reducidos a cenizas en pocas horas, ante la impotencia de unos y el cínico laissez-faire de otros.
La quema de la Biblioteca de Sarajevo se convirtió en todo un acto simbólico macabro: borrar de la cultura eslava la huella islámica. Y es que como recuerda la escritora Jasna Samic, también el legado turco-otomano e islámico -como el judío- forma parte esencial de la cultura y de la historia los serbios, pero algunos se obstinaron entonces -como hoy- en negarlo rechazándolo y haciéndolo trizas (1). Sólo una curiosidad, el propio apellido Karadzic es de origen turco.
También la cruel matanza de Srebrenica tuvo mucho de macabro simbolismo. Hagamos un poquito de memoria, para los más jóvenes y los desmemoriados. El 11 de julio de 1995, es decir, antes de ayer, más de ocho mil varones musulmanes, hombres y niños, fueron sacados de sus casas, apartados de sus familias y brutalmente masacrados, a sangre fría, por fanáticos ultranacionalistas serbios, comandados por el general Ratko Mladic, e instigados intelectualmente por Radovan Karadzic, alguien que fue nombrado "Hijo predilecto de Jesucristo", por la Iglesia Ortodoxa Serbia e "Hijo de la Iglesia Ortodoxa Griega". Mientras eso sucedía, las tropas internacionales de la Unprofor, que estaban allí para proteger a la población musulmana asediada, y con cuyo coronel brindó Mladic con champán antes de lanzarse a la carnicería, miraban para otro lado. Ni siquiera el estertor de la muerte hizo que volvieran sus cabezas hacia el horror que estaba enseñoreándose delante de sus narices.
La de Srebrenica fue la mayor atrocidad cometida en suelo europeo, tras la Segunda Guerra Mundial. De ahí la enorme carga simbólica de aquella matanza. Lo allí acaecido nos recordó de golpe tres cosas: que el horror humano jamás se va del todo, que la capacidad de hacer mal es superlativa en el hombre y que después de Auschwitz aquello era posible de nuevo. Y es que con el ser humano vale eso de 'no lo hemos visto todo'.
Ahora, Karadzic, uno de los principales responsables de todo aquel horror desplegado en Bosnia, ha sido, por fin, apresado. Faltan otros, Mladic, el primero de todos. Esperemos y deseemos que sea cuestión de poco tiempo su captura. Por mi parte, guardo un recuerdo muy vivo de aquellos días. Cuando los radicales serbios penetraron en el enclave musulmán de Srebrenica yo estaba estudiando en Damasco, la añeja capital siria. Cada día, desayunaba en una cafetería regentada por una desplazada palestina del barrio acomodado de Abû Rumânah, desde la que tenía a tiro de piedra la embajada de la por entonces moribunda ex-Yugoslavia, monopolizada ya por los ultranacionalistas serbios. El edificio, cerrado a cal y canto, estaba todo él protegido por soldados sirios. El aspecto era siniestro, pero, lo que son las cosas, todo él olía a perfume de jazmín, el singular perfume del jazmín damasceno que emergía de los jardines contigüos a la embajada. Y es que en Damasco, a pesar del calor, el verano es la estación predilecta, cuando el perfume de la flor del jazmín inunda el aire y el cielo azul turquesa está calmo. Tan sólo por sentir ese perfume de jazmín merece la pena vivir, porque si uno hubiese de fijarse únicamente en actos como el de Srebrenica sería para desear no existir, o al menos, para no salir de casa en siglos.
Notas:
1. Jasna Samic, Escarcha de dos primaveras (Exilios: París, Sarajevo), Pamplona: Pamiela, 1994, p. 13