Una aproximación a la
“Únicamente puede ser llamado hombre
quien conoce el vino”
Sultan Walad
“Para quien posee sentido un signo es suficiente.
Para el desatento, mil explicaciones son insuficientes”
Hadji Bektash Velí
A manera de preámbulo: sobre el sufismo
La sabiduría sufí no es fruto de la fe religiosa ni del sometimiento a ningún sistema de creencias cerrado o el cumplimiento estricto de un código de conducta moral. Y no lo es dada la naturaleza misma de lo que en sí es la espiritualidad. Dice Marià Corbí con rotundidad: “En el camino no hay normas fijas e infalibles” [5]. Más aún, advierte Sultan Walad, hijo de Yalaluddín Rumí y verdadero artífice de la escuela sufí mevleví de los derviches giróvagos: “Existen muchos pecados benditos y muchos actos de sumisión a Dios que son nefastos” [6]. Lo cierto es que, afirman los sufíes, si la conducta externa y las creencias de los seres humanos sirviesen por sí solas para hacer santos u hombres plenamente realizados, la Tierra sería un paraíso celestial habitado por impolutos seres de luz, pero me temo, lamentablemente, que no es el caso. La senda, como los propios sufíes gustan de llamar al tasawwuf, no conoce límites, ni sabe de ataduras, puesto que es, precisamente, eso: el aprendizaje y saboreo de la libertad sin lindes, absoluta, radical. Abu Nasr as-Sarraj (m. 1037), uno de los primeros tratadistas del tasawwuf, escribió justamente: “El sufismo es libertad, generosidad y ausencia de coacción” [7]. Una libertad, en primer lugar, que libera de toda sujeción y sometimiento; una generosidad que no está inspirada por el proselitismo, y, por fin, una ausencia de coacción en todos los sentidos, basada en el principio coránico [8] que afirma con nítida rotundidad que en el camino espiritual no puede haber rastro alguno de coerción, ya sea ésta política, económica e intelectual, pero también psicológica. ¡Ha habido, y hay, tanta coerción emocional y afectiva! En consecuencia, el sufismo es una deslumbrante rebeldía y, al mismo tiempo, un acto de protesta. El islamólogo francés Henry Corbin lo entendió a la perfección cuando dijo que el misticismo de los sufíes constituía: “un testimonio irremisible del Islam espiritual, contra toda tendencia a reducir el Islam a la religión legalista y literalista” [9]. De ahí, entre otras cosas, que los sufíes hayan expresado con sorprendente atrevimiento su pasión iconoclasta. Proclamaba, allá por el siglo X, el gran místico persa Abu Sa’id Abi-l-Jair (m. 1049), para escándalo de teólogos y jurisconsultos:
hasta que yazcan en ruinas todas las mezquitas que se levantan bajo el sol.
El verdadero musulmán no se manifestará
hasta que sean una sola cosa la fe y la infidelidad” [10].
La libertad a la que as-Sarraj aludía en su definición del sufismo citada con anterioridad, no se refiere únicamente, a mi modo de ver, a la actitud interior de desapego propia del místico, como a veces se ha entendido. El sufí, en efecto, es aquél que nada posee y que no es poseído por nada -¡o que aun poseyendo no cae en las garras de la identificación!-, toda vez que ha sabido silenciar, que no reprimir, sus impulsos egoístas. Recreándonos en el lenguaje alusivo amoroso del sufismo clásico, en particular el de raíz persa, podríamos afirmar que cuando el Amado se manifiesta al amante éste se hace presente en todas partes y… ¡en ninguna!, puesto que su individualidad ha sido trascendida. Mawlânâ Rumí (1207-1273), maestro de derviches, gran conductor de hombres, decía: “No ser nada es la condición requerida para ser” [13]. El desasimiento, así pues, constituye uno de los rasgos más relevantes de la libertad interior del sufí. Pero, hay algo más aún. Dicha libertad ha moldeado también la manera con la que los místicos sufíes se han aproximado a comentar, tanto ayer como hoy, el texto coránico, tema éste que desarrollaremos con un poco más de profundidad en las páginas que siguen a continuación. Porque el sufismo es más que la dimensión mística del islam, como a veces se le define. El sufismo no debería ser confundido con una suerte de islam piadoso o devocional. A mi modo de ver, el sufismo va más allá de todo eso, al menos el sufismo que aquí trato de evocar, el sufismo de corte persa. El sufismo es un fruto del islam, por supuesto. No se puede concebir ni entender la mística del tasawwuf sin la meditación sobre el Corán, por ejemplo, o la recreación del mi’rây, el llamado “vuelo nocturno” de Muhammad, experiencia mística por antonomasia del Profeta del islam [14]. El sufismo es un hijo del islam, ciertamente, pero un hijo emancipado. Así lo definía Corbin, sin ocultar la necesidad de romper con la ley exterior: “El sufismo es, por excelencia, el esfuerzo de interiorización de la revelación coránica, la ruptura con la religión puramente legalista, el propósito de revivir la experiencia íntima del Profeta Muhammad en la noche del mi’rây o ascensión nocturna; en último término, una experimentación de las condiciones del tawhid (proclamación de la unidad divina) que lleve a la consciencia de que sólo Dios puede enunciar por sí mismo, en boca de su fiel, el misterio de su unidad”.
Pero, procedamos paso a paso. En primer lugar, esbozaremos unas breves pinceladas sumarias sobre la naturaleza del Corán y el estatuto particular que éste ocupa en el sí del islam, para pasar después a describir el problema suscitado por las distintas interpretaciones del libro y cuáles de ellas son las más relevantes hoy en día. Finalmente, nos detendremos en el caso específico del tasawwuf y la particular técnica del comprender esgrimida ya por los primeros sufíes en sus audaces aproximaciones al texto coránico, esto es, el ta’wil o exégesis simbólica, tal vez uno de sus mayores logros espirituales. Así es, frente a la religión positiva y legalista de teólogos y jurisconsultos, carentes por completo casi todos ellos de oído musical para la espiritualidad [15], lo deslumbrante del sufismo es haber divisado en el texto coránico mucho más que un conjunto de dogmas, leyes y normas tendentes a organizar la sociedad a base de someter al individuo; haber vislumbrado, en definitiva, que las narraciones, los mitos, los héroes proféticos que desfilan por sus páginas, en modo alguno constituyen descripciones de la realidad, sino que únicamente -y no es poco- apuntan como pueden, dada la precariedad de nuestro lenguaje, hacia lo que es en sí mismo inefable. Justamente ahí radica, lo anticipo ya, una de las principales razones de la perdurabilidad del sufismo hoy, en unas sociedades como las nuestras, laicas y desembarazadas -¡por fin!- de creencias: en la apertura a la riqueza simbólica del Corán más allá de las categorías históricas y culturales. Me atrevería a decir que es gracias al sufismo que el Corán recobra, por fin, su verdadera dimensión espiritual y sapiencial, convirtiéndose de esta manera en un referente -uno más, en modo alguno el único-, de la sabiduría universal. Pero, insisto, vayamos paso a paso.
Como es bien sabido, el Corán constituye el eje central alrededor del cual pivota no ya el islam como religión sino toda la civilización islámica surgida de él. Sus aleyas son utilizadas en los actos cultuales tanto públicos como privados, y se recitan en festividades, reuniones familiares y toda clase de encuentros. El Corán constituye la base de las creencias religiosas del islam, del ritual islámico y también de la ley o sharía. En este sentido, supone una guía de conducta tanto en la esfera de lo público como en la de lo privado. Escribe el profesor Montgomery Watt: “No es -el Corán- un tratado de teología, ni un código de leyes, ni una colección de sermones, sino que participa de los tres aspectos, junto a otros más” [16].
El Corán moldea todo el pensar, el sentir y el decir islámicos. Sus palabras aparecen en la alta cultura literaria, pero también se han colado en innumerables giros y expresiones no ya de la lengua árabe sino de las diferentes lenguas de los musulmanes en general. Por todo ello, es justo afirmar que pocos libros han ejercido una influencia tan vasta y profunda sobre el espíritu humano como el Corán. Casi el primer dogma del sistema de creencias del islam es creer que el Corán no posee autoría humana sino que fue revelado por Dios. Dicho de una forma más directa: Muhammad no escribió el Corán sino que fue su mero receptor y transmisor. Por lo tanto, el concepto de revelación, una revelación siempre intermediada, como veremos a continuación, ocupa un lugar axial en el islam. La concepción tradicional y ortodoxa de dicha revelación, tal como ha sido formulada, al menos desde el siglo X, en la literatura islámica apologética, podría recogerse en un puñado de proposiciones que Mohamed Arkoun [17] ha resumido del siguiente modo:
1) Dios ha comunicado su voluntad a la humanidad mediante los distintos profetas. Para ello, utiliza lenguajes humanos, por supuesto, pero articulados según su propia sintaxis, retórica y vocabulario.
Muchos son los problemas derivados del proceso de transformación de la primigenia palabra divina revelada, que es eterna, trascendente, infinita e inaferrable por cualquier esfuerzo humano, como el propio Corán refiere, en un libro físico. Libro que devendrá, igualmente, escritura sagrada y, por ende, ley santificada, según Arkoun, “mediante rituales, estrategias discursivas y métodos de exégesis relacionados con muchas y conocidas -o conocibles- circunstancias políticas, sociales y culturales” [19]. Así, por ejemplo, la emergencia y establecimiento de un imperio centralizado, de hecho el primer imperio islámico, por parte de los califas omeyas de Damasco, entre los años 661 y 750, coadyuvó en la promoción del primer pensamiento religioso islámico. Al objeto de ganarse una legitimidad que les era contestada, los nuevos gobernantes impulsaron la extensión de una legislación de inspiración coránica. El problema es que el Corán a penas si posee pasajes de contenido legal y cuando aparecen son muy poco explícitos, a parte de que presentan una enorme pluralidad de sentidos. Téngase en cuenta que sobre un total de más de 6200 aleyas o versículos, únicamente entre 220 y 250, esto es, poco más de un 3% del libro, poseen una dimensión legalista, legislativa o jurídica. Algo, de otra parte, que me atrevería a corregir, puesto que dichos pasajes lo que en realidad poseen es un carácter ético más que jurídico. Sea como fuere, lo cierto es que se precisó elaborar una legislación coránica inexistente en el propio Corán.
Si no se es consciente de este viraje histórico jurídico, del paso de un gran mensaje espiritual a una religión legislativa, en modo alguno comprenderemos la reacción antilegalista del sufismo y su reivindicación del ámbito de lo espiritual y lo simbólico. Henry Corbin, lo hemos visto ya, incluye dicha actitud contestataria entre los rasgos definitorios del sufismo desde su primera hora. Pero tal vez en el Corán haya algo más. Recordaba el poeta y filósofo indio Muhammad Iqbal, quien había hecho de Yalaluddín Rumí el guía de su pensamiento: “El objetivo principal del Corán es despertar dentro del hombre una consciencia más alta de sus múltiples relaciones con Dios y el Universo” [23].
A continuación, veamos de forma sumaria cuáles son las lecturas interpretativas contemporáneas más relevantes, según la clasificación que propone Tariq Ramadán [24], la cual incurre en un error de bulto fundamental, como más tarde veremos. Las seis grandes tendencias interpretativas citadas por Ramadan son estas:
1) Tradicionalismo de madhhab o escuela
La lectura se efectúa desde el ámbito exclusivo de una de las escuelas jurídicas islámicas. La verdad es que el margen interpretativo de los textos es más bien escaso, por no decir inexistente, no permitiéndose tipo alguno de evolución. Sus mayores preocupaciones son de orden cultual. Numerosas corrientes entrarían dentro de esta lectura, como por ejemplo el Islam piadoso de los tabligh, presentes también en el continente europeo.
2) Tradicionalismo salafí
Al contrario de la primera, se da en esta lectura un rechazo de las escuelas jurídicas clásicas y de sus sabios de referencia. Es la suya, por lo tanto, una interpretación inmediata que no toma en cuenta limitación escolástica alguna. Su rasgo principal es el carácter radicalmente literalista de su enfoque. El texto, en su literalidad, posee valor obligatorio y no puede, por ende, sufrir interpretaciones. El wahabismo es, tal vez, el mejor ejemplo de esta tendencia.
3) Reformismo salafí
Comparte con la anterior tendencia el anhelo de superar la tiranía de las escuelas jurídicas tradicionales, pero a diferencia de ella efectúa una lectura basada en los objetivos y fines del fiqh o jurisprudencia islámica, lo cual permite ejercer la interpretación. Así pues, mantienen una relación muy dinámica con las fuentes escriturarias, considerando necesaria y legítima la aplicación del principio del ichtihad o esfuerzo interpretativo. Buena parte de los pensadores reformistas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, como al-Afganí, su discípulo Muhammad Abduh o el ya citado Muhammad Iqbal, formarían parte de esta tendencia.
4) Salafiyya política literalista
Podría ser denominada también “islamismo radical”. Fruto del impacto de la modernidad en el ámbito del mundo islámico, esta tendencia aboga por una lectura literal, no escolástica, pero radicalmente politizada. El Corán se reduce en esta tendencia a una suerte de manual político. El objetivo es el poder, esto es, crear un estado islámico sometido a una interpretación represiva de la sharía.
5) Reformismo racionalista y “liberal”
Hija del pensamiento occidental, la premisa fundamental de esta tendencia vendría a ser algo así como: el libro es, en efecto, una referencia, pero no una cárcel. Lo fundamental es que todo cuanto hay en el texto sagrado remite a la razón. No insiste en la práctica cotidiana de la religión, sino que pone el acento en la dimensión de la espiritualidad vivida de forma íntima.
6) Sufismo
Tendencia que, según Tariq Ramadán, abogaría por una lectura esotérica y en ningún caso exotérica.
Sufismo, apertura a lo simbólico
Más allá de la criteriología interpretativa utilizada por cada una de ellas, todas las tendencias citadas por Ramadan, a excepción del sufismo, participan de un principio común que, en cierta medida, ha marcado la reflexión teológica islámica a lo largo de los siglos. En efecto, todos los teólogos clásicos, ya fuesen éstos asharíes o racionalistas mu’tazilíes, al igual que los modernos pensadores de las diferentes tendencias antes expuestas, se han empecinado en usar toda suerte de procedimientos especulativos, más o menos derivados del racionalismo aristotélico, para transformar el primigenio discurso coránico, que es simbólico, mítico, abierto, inconcluso, por lo tanto, líquido y no sujetable, en un pétreo y rocoso sistema de creencias logocéntrico, conceptual y demostrativo, siempre celoso y en pugna con otros sistemas; y es que, al fin y al cabo, el conflicto entre interpretaciones es insuperable, como bien apunta Paul Ricoeur [25], dado que toda interpretación es una consecuencia lógica de la naturaleza simbólica del propio lenguaje.
Henry Corbin recoge la siguiente definición del ta’wil o modo interpretativo empleado por los sufíes: “Es hacer llegar una cosa a su origen. Así pues, aquel que practica el ta’wil es el que desvía el enunciado de su apariencia desde exterior (exotérica, zâhir) y o hace regresar a su verdad, a su haqiqât” [26].
Sin embargo, dicha operación no es un mero escudriñamiento racional a la manera de las tendencias interpretativas expuestas por Tariq Ramadan, en las cuales el sujeto permanece inalterado frente a un objeto situado fuera de él. Menos aún se trata de ejercicio de cariz legalista tendente a hallar soluciones o patrones sociales. Afirma el filósofo iraní contemporáneo Daryush Shayegan, cuya reflexión se sitúa en el cruce del pensamiento de las Luces y de la mística sufí: “…su modo de desvelamiento -el de los místicos sufíes- no es una interpretación en el sentido habitual de un desciframiento o de un desenmascaramiento de la estructura simbólica del lenguaje, sino un desvelamiento donde el propio ser se transforma él mismo también, donde todos los sentidos devienen interactivos en otro nivel de percepción, donde todas las relaciones espacio-temporales se invierten, donde el ver, el sentir, el oído se someten por así decirlo a lo suprasensible, donde, en fin, la desaparición de los “contornos precisos”, la suspensión de las cosas, despliega otro espacio, esto es, un espacio de transmutaciones en el que tienen lugar los acontecimientos del alma” [27].
Es decir, a ojos sufíes, existiría una estrecha relación entre el modo de comprender -modus intelligendi- y el modo de ser -modus essendi-, de tal manera que la realización del ta’wil implica forzosamente un nuevo nacimiento espiritual. La exégesis simbólica no es un mero ejercicio mental, sino que implica la total transmutación del exegeta, como consecuencia, justamente, del silenciamiento del yo. Así pues, la exégesis del texto no avanza sin la exégesis del alma. Añade Shayegan: “La realidad en su sentido profundo es totalmente diferente de lo que entiende la razón. A fin de captar el secreto profundo, es preciso deshacerse de la conciencia normal, liberarse de su identidad aparente” [28].
Dicha liberación implica una aproximación al hecho coránico desnuda, sin apriorismos, como Ulrich, el “hombre sin atributos” de Robert Musil [29]. No hay conocimiento íntegro sin un desapego también íntegro. En otras palabras, debemos acercarnos al texto sin ningún pre-texto, sin buscar nada. El conocimiento no sabe de metas. Nuestra andadura deberá ser, por lo tanto, sin objetivo, como el buen arquero -excelente metáfora del derviche- que ha sabido renunciar al deseo de dar en la diana. Y deberemos operar así porque, como apunta bien Marià Corbí: “conocer buscando algo es afirmar el ego” [30]; y desde el ego resulta imposible ser sensible a la brisa viva del misterio de la Realidad real que sopla aquí y allá, traspasando también nuestro interior. El análisis atento de los procedimientos utilizados por las diferentes tendencias interpretativas del Corán nos muestra un hecho que suele pasar inadvertido: la primacía del pre-texto por encima del texto. En otras palabras, uno halla en el Corán aquello que desea encontrar. Un célebre dicho de ‘Alí ibn Abí Talib dice así: “El Corán está en el mushaf -la recopilación escrita de las revelaciones-. Él no habla de sí mismo: son los hombres los que lo hacen expresarse” [31].
Las cinco primeras tendencias expuestas por Tariq Ramadan pretenden proyectar en el texto un pre-texto ideológico, ya sea éste conservador o progresista, liberal o regresivo. A la postre, lo que damos por real y existente no es sino lo que anhelamos ver en el libro. Por supuesto, quien desee hallar en el Corán la confirmación de su credo feminista lo conseguirá, al igual que quien persiga dar con la demostración de que todos los descubrimientos científicos de nuestra contemporaneidad habían sido ya anunciados en el texto revelado, como fue el caso de Tantâwi Jawharí, en el siglo XIX, o el físico Mustafá Mahmud, en el XX. Eso sí, unos y otros, habrán de aplicarse a retorcer cada aleya del libro como si de un alambre maleable se tratara. Todos esos intentos son, insisto, pre-textos proyectados sobre el texto. Pero, ¿cómo explican dichas tendencias ideologizadas el lenguaje simbólico y metafórico del discurso coránico? A mi modo de ver, todas estas lecturas parten de una epistemología condicionada por la definición clásica de metáfora, demasiado restrictiva a todas luces, según la cual no se trataría sino de un mero recurso retórico utilizado para embellecer el estilo discursivo. La ceguera es grande, desde luego, pues si se echa mano del lenguaje simbólico es para decir lo que no puede decirse, porque no hay otra forma posible de referirse a lo invisible, para expresar una dimensión que nada tiene que ver con las palabras y los conceptos.
Por lo que hace al tasawwuf, es axioma de los sufíes trascender el ámbito de las interpretaciones para sumirnos en ese espacio/no-espacio en el que los símbolos adquieren un estatuto ontológico propio, un lugar/no-lugar, en palabras de Sohrawardí, “donde el dedo índice ya no puede indicar la ruta” [32], donde se saborea lo dicho a través del silencio de lo no dicho. Caer en la rueda incesante de la interpretación puede convertirse en una forma culta de perder el tiempo. Veamos lo que Rumí dice al respecto: “Nosotros tenemos razón; nuestra inspiración es verdadera, la de aquéllos es falsa. Y el otro grupo afirma lo mismo. Así, setenta y dos sectas se niegan las unas a las otras o se juzgan, recíprocamente carentes de la iluminación, lo cual significa que alguien la posee, en lo cual también concuerdan” [33].
A fin de cuentas, los grandes textos espirituales, el Corán entre ellos, no están para que uno se empantane en ellos en discusiones fatuas sino para aprender a volar. Es el mismo Rumí quien afirma del Mathnawí, su opus magna: “No he cantado el Mathnawí para que se lo lleve encima, para que se lo repita, sino para que se ponga bajo los pies y se vuele con él. El Mathnawí es una escalera de ascensión hacia la Verdad” [34].
Los mitos, símbolos, figuras connotativas, metáforas, metonimias, parábolas, en otras palabras, los lenguajes simbólicos que contiene el Corán, como el resto de textos llamados sagrados, no precisan ser retorcidos desde la precariedad de nuestra mente sino in-corporados, comprendidos desde el silencio de nuestro corazón. Sólo así podrá el Corán continuar siendo una fuente de inspiración y sabiduría. El Corán, metáfora sufí del cosmos, es un libro abierto, inconcluso, porque todo en el cosmos permanece abierto. Más aún, el derviche es aquel que se ha dado cuenta de que él mismo es un ser que está constitutivamente abierto. Piénsese, por lo demás, que en un aspecto tan capital como debiera de ser, en principio, el culto musulmán, el Corán carece de formalización, lo cual nos mueve a pensar que la forma cultual no constituye en sí el fin último de la revelación coránica.
Tres ejemplos: “revelación”, “iletrismo”, “sello de la profecía”
Para concluir quisiera volverme a referir de forma sintética a tres símbolos mayores coránicos, ya antes enunciados: “revelación”, “iletrismo” y “sello de la profecía”, elevados los tres a la categoría de dogmas-tabúes por la teología islámica, para ver cómo desde una hermenéutica espiritual cobran una nueva dimensión. Por supuesto, se trata de una explicación sintética. Dejo para mejor ocasión una exposición más detallada. La “revelación” coránica tal como fue vivida por Muhammad no puede ser considerada como un dictado literal proveniente de un Dios externo, sin que el propio Muhammad desempeñara papel alguno en ella. Antes bien, se nos presenta, primero de todo, como un acceso y una apertura a verdades superiores; acceso y apertura que fueron, en el caso del Profeta, fruto de años de maduración y disciplina, de escucha y meditación, como muy bien apunta Abdelmajid Charfi. Contrariamente a lo que la tradición apologética ha explicado, el texto coránico da testimonio del papel activo del Profeta en el proceso de la revelación. No es pues un mero iletrado o ummí que recibe y recoge sin más un dictado divino, sino que participa en el complejo y misterioso proceso de una “revelación” que es, por lo tanto, dialógica. Ummí es el símbolo de quien se ha vaciado de sí mismo hasta el punto de haber alumbrado una poderosa inspiración proveniente de las más recónditas entrañas de su propio ser. En ese sentido, es cierto que el abandono de sí mismo le conduce a ser el instrumento perfecto de una voluntad superior que traspasa los límites de su limitada individualidad. La “revelación” no es sino ese caer en cuenta radical de la Realidad tal como es, una visión inmediata de las cosas tal como son, de la firma que Dios ha estampado por todo el universo. Afirma el propio Corán: “A Dios pertenecen Oriente y Occidente, por lo que allá donde te vuelvas verás su rostro. En verdad, Él todo lo abarca, todo lo conoce” [35].
Conocer es, así pues, saber leer dicha firma en todo cuanto late, en todo cuanto vive. Y esa firma se está inscribiendo, revelando, a cada instante por doquier, puesto que es el aliento mismo de la Vida. No obstante, para percibirla es preciso que yo funda mi mirada en ella, que me vacíe en ella, que me convierta en nada, en un ummí o iletrado, que ha silenciado su ego. La revelación no es un hecho del pasado, por lo tanto, sino que se está produciendo a cada instante. Los teólogos musulmanes han encerrado la revelación en el pasado y han colocado la salvación en un futuro paraíso al que se accede tras obrar el bien. Vida y muerte, cielo e infierno, revelación e iluminación están ocurriendo ahora y aquí. Resulta sintomático al respecto que la práctica totalidad de traducciones coránicas traduzcan en futuro algunas formas verbales que indican a las claras que la acción está sucediendo ahora y aquí. Veamos lo que afirma el maestro sufí Izz ad-Din Kashani a propósito de dicho desplazamiento de los tiempos verbales: “Dios no dice, “perecerá”, ya que Él deseó que fuese conocido que la existencia de todo está pereciendo en Su Ser hoy. Sólo aquéllos que permanecen velados ante la realidad de las cosas posponen la observación de esto a mañana” [36].
Finalmente, la tradición subraya la condición del Corán como última revelación y del propio profeta como “sello” de dicho ciclo profético (jatm-ur-rusl). Pero, citemos a Charfi una vez más: “Lo que será cerrado, apresado, no será más la humanidad, sino la idea de “tutela sagrada” como eternamente indispensable, puesto que el mensaje esencial traído por el Profeta es el de la liberación total de los hombres. Liberación de la superstición y de las falsas divinidades. Liberación, también, de todo cuanto pueda impedir al hombre alcanzar un desarrollo autónomo” [37].
Así pues, el “sello profético” debe de consagrar el reconocimiento de la madurez del género humano. E incluso como un punto final a la necesidad por parte del hombre de revelaciones exteriores o sumisiones religiosas como fuente del saber y de solución a sus problemas. El “sello profético” no puede ser entendido en términos históricos sino estrictamente simbólicos. Una vez sellado dicho ciclo se abre el de la espiritualidad pura. De hecho, la gnosis shií [38], tanto en su versión imamí como en la ismailí, ya había intuido lo que tras dicha expresión se escondía. Pero más lejos aún fueron los gnósticos ismailíes. Para estos, la preeminencia de lo espiritual por encima de la religión legal, el islam, les condujo a proclamar la superioridad de ‘Alí, paladín del esoterismo y la espiritualidad, sobre Muhammad, mero mensajero de la ley religiosa, y en algunos casos, a abandonar incluso el seno de la umma o comunidad de fe islámica. En resumen, el hombre autónomo debe sentirse capaz de generar saber, valores y referentes de sus propios recursos, liberado de la ponzoñosa neblina del oscurantismo religioso. Vistas así las cosas, la función muhammadiana no habría estado sino la de conducir al hombre hacia este nuevo estadio de autonomía y responsabilidad.
Epílogo
Decía Abu Yazid Bastamí: “Quienquiera que conozca a Dios, no dice “Dios” [39].
Notas:
[1] Sobre Thomas Merton y el sufismo, véase Terry GRAHAM, “Sufismo: el “asunto extraño”. Puntos de vista de Thomas Merton sobre el sufismo”, SUFÍ nº 12, 2006, pp. 27-37
[2] Acerca de las diferentes actitudes islámicas contemporáneas ante el sufismo, véase Elizabeth SIRRIYEH, Sufis and anti-sufis. The defence, rethinking and rejection of sufism in the modern World, Richmond: Curzon, 1999
[3] Friedrich August Tholluck publicó, el año 1821, en latín, el libro Sufismus, sive Theosophia persarum pantheistica, obra inaugural en los estudios sobre el tasawwuf, atribuyéndole una filiación persa. A propósito de las diferentes etimologías del término tasawwuf, véase Louis MASSIGNON, Essai sur les origines du lexique technique de la mystique musulmane, París: Éditions du CERF, 1999, pp. 153-156
[4] Curiosamente, el vocablo ‘sofá’, que el castellano tomó prestado del francés, tiene su origen en la palabra árabe suffa, cuyo significado es cojín. No obstante, la voz llegó a Europa, allá por el siglo XVI, gracias al turco ‘sofa’, que ya tenía el significado de tarima con cojines. Más tarde, sería sinónimo de ‘diván’ o asiento con respaldo y brazos
[5] Mariano CORBÍ, Conocer desde el silencio, Santander: Sal Térrea, 1992, p. 171
[6] Sultân VALAD, Maître et disciple, París: Sindbad, 1982, p. 68
[7] Citado en Annemarie SCHIMMEL, Las dimensiones místicas del Islam, Madrid: Trotta, 2002, p. 31
[8] Corán 2, 256: “La ikrâha fi-d-dín”, “No cabe coacción en el camino”. (La traducción es nuestra)
[9] Henry CORBIN, Historia de la filosofía islámica, Madrid: Trotta, 1994, p. 176
[10] Citado en Reynold ALLEYNE NICHOLSON, Poetas y místicos del Islam, Barcelona: Madrid, Arkano Books, 1999, p. 84
[11] Ibídem, p. 108
[12] Literalmente, “el que se ocupa de las letras”. Tendencia, presente en el sufismo y en los inicios del shiísmo, que pone el acento en el valor místico de las letras del alfabeto árabe y su equivalencia numérica, a la manera de los cabalistas judíos. Sobre el movimiento hurufí, véase “El simbolismo de las letras en los textos sufíes”, en Annemarie SCHIMMEL, op. cit., pp. 429-443
[13] Kollîyât-e Shams yâ Diván-e Kabîr, ed. Badî’al-Zamân Forûzânfar (2ª edición), Teheran: Amîr Kabîr, 1965-1967, poema nº 2642
[14] Véase al respecto, La escala de Mahoma, Madrid: Siruela, 1996, según la versión latina del siglo XIII de Buenaventura de Siena
[15] En su libro El Islam shií (Barcelona: Bellaterra, 1996, p.74), Yann Richard incluye unas jugosas impresiones de su encuentro con un maestro sufí iraní contemporáneo, el Dr. Javad Nurbajash, guía de la orden Nematollahí, que vive exiliado en Londres. Escribe el islamólogo francés: “…para Nurbajash, el hombre que se ríe de Dios porque se siente cerca de Dios y se burla de la religión clerical, los mol.lahs (clérigos musulmanes) no son más que unos charlatanes negados para la vida espiritual auténtica”
[16] Richard BELL-W. MONTGOMERY WATT, Introducción al Corán, Madrid: Encuentro, 1987, p. 11
[17] Mohamed ARKOUN, Lectures del Coran, Túnez: Alif-Éditions de la Méditerranée, 1991, p. 259 y ss.
[18] Sobre el complejo proceso de recopilación y elaboración del texto escrito coránico, véase Ahmad ‘ALÍ al-IMAM, Variants readings of the Qur’an: a critical study of their hisorical and linguistic origins, Virginia: Internacional Institute of Islamic Thought, 1988
[19] Mohamed ARKOUN, Ibídem, p. 261
[20] A propósito de esta heterogénea corriente de pensadores musulmanes contemporá-neos, marcada por la razón interrogativa europea, véase Rachid BENZINE, Les nouveaux penseurs de l’islam”, París: Albin Michel, 2004
[21] “Luego, te (a Muhammad) pusimos en una senda (sharía). Síguela, entonces, y no sigas los deseos de los que no saben”, Corán 45, 18. [La traducción es nuestra]
[22] Véase Rachid BENZINE, op. cit., pp. 230-231
[23] Alamah Muhammad IQBAL, La reconstrucción del pensamiento religioso en el Islam, Barcelona: Trotta, 2002
[24] Tariq RAMADAN, El Islam minoritario. Cómo ser musulmán en la Europa laica, Barcelona: Bellaterra, 2002, p. 313 y ss.
[25] Paul RICOEUR, Le conflict des interprétations, París: Senil, 1969
[26] Henry CORBIN, op. cit., p. 28
[27] Daryush SHAYEGAN, La lumière vient de l’occident, París: Éditions de l’Aube, 2001, p. 177
[28] Daryush SHAYEGAN, op. cit., p. 213
[29] Robert MUSIL, El hombre sin atributos, Barcelona: Seix Barral, 2001, 2 vols.
[30] Mariano CORBÍ, op. cit., p. 47
[31] Citado en Rachid BENZINE, op. cit., p. 23
[32] Citado en Daryush SHAYEGAN, op. cit., p. 178. Sohrawardí denomina en persa a dicho espacio “Nâ koyâ âbâd”, “el país del “no-dónde”
[33] Djalal-od-Din, Fihi ma fihi, Rosario: Ed. del Peregrino, 1981, p. 153
[34] Citado en Eva de VITRAY-MEYEROVITCH, Roumi et le soufisme, París: Ed. du Seuil, 1977, p. 142
[35] Corán 2, 115. [La traducción es nuestra]
[36] Citado en William C. CHITTICK, Sufism, a short introduction, Oxford: Oneworld, 2000, p. 12. La cita hace referencia a Corán 28, 88. La aleya afirma literalmente: “Todo está pereciendo excepto su rostro –de Dios-". Habitualmente, el verbo se traduce en futuro, “perecerá”. La mayoría de teólogos remiten con dicho verbo al efecto de la muerte. Todo perecerá al final excepto Dios
[37] Citado en Rachid BENZINE, op. cit., p. 240
[38] Véase al respecto, Henry CORBIN, En Islam iranien, vol. 1, París: Gallimard, 1991
[39] Citado en Idries SHAH, Aprender a saber, Barcelona: Paidós, 2006, p. 229