RUMÍ, MÚSICA Y SUFISMO
El samâ' de los derviches giróvagos
Halil Bárcena
“Varias son las sendas que conducen a Dios;
yo he elegido la senda de la danza y de la música”
Mawlânâ Yalâl al-Din Rumí (1207-1273)
Pocas cuestiones han suscitado tanto debate y controversia en el seno del islam como el de la licitud o no de la música y la danza. A pesar de las muchas restricciones impuestas por los doctores de la legalidad religiosa (fuqahâ) y de los encendidos reproches que éstos dirigieron contra los partidarios de su uso, nada ni nadie logró impedir el florecimiento en tierras islámicas de una música y una danza ligadas a la vivencia profunda de lo sagrado. El Islam espiritual, eso que llamamos tasawwuf o sufismo, halló pronto en la música y la danza dos medios excepcionales de expresión no meramente estética sino espiritual. Con todo, algunos sufíes fueron más allá. Música y danza no eran simples vehículos expresivos -catárticos en algunos casos- de una fuerza emotiva y pasional, sino que constituían en sí mismas el trabajo espiritual. Es el caso, por ejemplo, del mirífico poeta persa Hazrat Mawlânâ Yalal al-Din Rumí (1207-1273), inspirador de la tarîqa mevleví, la escuela sufí de los derviches giróvagos, conocida por el ritual del samâ' y la danza del giro, cuyo denso entramado de significaciones trataremos de desentrañar en el presente trabajo.
1. Rumí, la música y la danza
El fervoroso cultivo de las artes ha sido uno de los rasgos que ha conformado la singular personalidad de la tarîqa mevleví desde la época del propio Mawlânâ -en árabe “Nuestro maestro”- Rumí, cuando ésta no era sino un mero embrión de escuela, hasta nuestros días. Y todo ello a pesar de las numerosas dificultades e impedimentos que la tarîqa ha debido de sortear con el discurrir del tiempo, especialmente durante el primer tramo del tumultuoso siglo XX turco. Tal vez sean la música y la danza mevlevíes, ambas estrechamente ligadas entre sí, como veremos a lo largo de estas páginas, las expresiones artísticas que mayor interés han suscitado. De hecho son el núcleo de la metodología espiritual de la tarîqa. Sabemos por el propio Mawlânâ Rumí que ambas, música y danza, constituyen para él no un desahogo catártico, ni tampoco un apéndice lúdico de la vida espiritual del derviche, sino toda una vía completa y privilegiada de aproximación mística a lo divino. “Varias son las sendas que conducen a Dios”, asevera el maestro persa con penetrante vigor, “yo he elegido la senda de la música y de la danza”. Dicho sin embudos, música y danza ocupan la centralidad del trabajo mevleví. No se nos escapa, sin embargo, el hecho de que, con toda probabilidad, los vocablos música y danza poseían, para un místico musulmán del siglo XIII como Rumí, un sentido radicalmente más sublime y trascendental que el que hoy tienen para nosotros, en los albores de un siglo XXI caracterizado por la frivolización del arte y la cultura, la banalización de lo espiritual y el abuso sistemático del lenguaje. Como ha señalado el musicólogo francés Jean During, “música y misticismo comparten muchas de las mismas estructuras de transmisión” [1]. Efectivamente, en el islam tradicional, la música culta y el tasawwuf poseen, sin ir más lejos, un mismo carácter iniciático basado en la estrecha relación -o quizás tendríamos que hablar más bien de comunión- entre maestro (shayj) y discípulo (murîd). Un hadiz de Muhammad insta a los suyos a tomar el conocimiento “del corazón de los hombres”. Así, no es de extrañar que los músicos tradicionales iraníes, muy ligados como se sabe a las diferentes formas del sufismo persa, digan que el conocimiento musical se deba de aprender “de pecho a pecho”.
Con todo, la continuidad en el tiempo de la transmisión espiritual y artística mevlevíes se ha visto amenazada en momentos puntuales de la historia por circunstancias diversas. Tal vez el instante más dramático coincidió con la promulgación, el 13 de diciembre de 1925, de la ley 677 del nuevo Código Penal turco [2], por la cual quedaban abolidas todas las escuelas sufíes (turuq), al tiempo que se prohibían sus manifestaciones públicas, incluidas las musicales y la danza. En la nueva Turquía republiacana, el sufismo, visto por los kemalistas como una rémora del pasado, no tenía cabida. Las congregaciones sufíes fueron abolidas, en efecto, por ley, pero no así su espíritu, que pervivió en una suerte de exilio interior, a pesar de las durísimas condiciones impuestas por una modernización harto agresiva. Desde cualquier punto de vista, una tragedia. Afirma el músico y derviche mevleví Sadettin Heper: “Cuando la janaqa se cierra, el propio derviche debe de convertirse en una janaqa” [3].
Pero volvamos a Mawlânâ Rumí y las artes. No hay que perder de vista que Rumí es un artista, o mejor aún un artesano, en el sentido tradicional del término. Y lo es no porque cultive la poesía como pocos lo han hecho, sino porque su concepción de la vida humana y su búsqueda espiritual son fundamentalmente estéticas. ¿Acaso el Mathnawí, su magna obra poética, del que el sufí Yamí afirmó, allá por el siglo XV, que se trataba de un "Corán en lengua persa", no es sino una exposición acerca del arte más sublime de cuantos existen: el arte de conocer a Dios? Como ha dejado escrito Ananda K. Coomaraswamy a propósito del pensamiento del Maestro Eckhart (1260-1328), místico alemán que vivió en un momento en el que el Oriente islámico experimentab una profunda eclosión sufí: “el arte es religión, la religión arte, no relacionados, sino la misma cosa” [4].
Los musicólogos Ursula y Kurt Reinhard han sabido ver que, además de una escuela iniciática, la tarîqa mevleví ha sido durante varios siglos la verdadera “escuela de música del Imperio Otomano” [5]. Se puede evaluar la contribución mevleví a la música si tenemos en cuenta el elevado número de reputados compositores y neyzen o maestros de ney -flauta sufí de caña- que poseen el título de dedé, término cuyo significado literal es “abuelo”, “patriarca”, “hombre de respeto”, pero que, en el léxico mevleví, designa al derviche que ha completado el retiro espiritual de mil y un días o chellé. Qué duda cabe que los dos ejemplos más descollantes de cuantos músicos mevlevíes han alcanzado el rango de dedé han sido Nayi [6] Osmán Dedé (1652?-1732) y Hammamizade Ismail Dedé Efendi (1777-1845).
La puesta en escena del samâ' constituye una suerte de arte total, en el que convergen música y danza, por supuesto, pero también poesía, arquitectura y una mínima escenografía, aunque escenografía al fin y al cabo. Según la mayoría de los tratados clásicos del tasawwuf, para el buen desarrollo de las que son las dos prácticas sufíes más relevantes: el samâ' o concierto espiritual y el dhikr o invocación ritual de los nombres de Dios, es preciso que se cumplan tres condiciones: zamân: tiempo, makân: lugar e ijwân: las personas participantes. Si los factores cuándo y quién son importantes, no lo es menos el dónde se desarrolla el samâ'. Así pues, digamos, antes que nada, algunas ideas a propósito del lugar en el que es concebido y se realiza el samâ', más allá de que hoy pueda ser representado en otros espacios tan poco evocadores como canchas deportivas y demás [9]. Todo mevlevihané clásico contiene en su interior una amplia estancia, orientada hacia La Meca, que incluye en el centro un espacio octogonal, cuyo nombre es semahané o sala dedicada al ritual del samâ'. El mejor ejemplo de mevlevihané que queda aún hoy en pie es el de Gálata, en el otrora cosmopolita barrio estambuleño de Pera [10].
A pesar de que no hay ninguna evidencia concreta, desde la tradición mevleví se insiste que el samâ' fue instituido por Sultán Walad (m. 1312), que, como bien lo supo ver Eva de Vitray-Meyerovitch, fue, más que el hijo de Rumí, su díscipulo más cercano, el confidente espiritual más estimado y el verdadero organizador de la tarîqa mevleví [13]. Pero, lo cierto es que ni en sus escritos, ni tampoco en la primera literatura mevleví del siglo XIV [14], hallamos rastro alguno no ya de la danza, que está presente desde Rumí, sino del samâ' entendido como ceremonia ritualizada. Esto nos induce a pensar que, en el origen, la danza mevleví responde a la fuerza de la emoción del derviche, pero que sólo siglos después será interpretada filosóficamente coincidiendo con su codificación. Según Gölpinarli, el responsable del samâ’, tal como ha llegado hasta nuestros días, sería el shayj mevleví Pir Adil Chelebi (m. 1460), razón por la cual, siempre según Gölpinarli, habría recibido el alto rango de pir, título con el que, por lo general, se distingue únicamente a los fundadores de alguna tarîqa sufí [15]. Aun respetando la voz autorizada de Gölpinarli, tal vez quien más sepa sobre la historia mevleví y derviche mevleví él mismo, hemos de decir que, muy posiblemente, la cristalización del samâ' haya sido fruto de un lento proceso, hasta adquirir su codificación definitiva, al menos en lo que respecta a la danza, bien entrado el siglo XVI. En los escritos de esa época de Divâne Mehmet Chelebi hallamos una descripción del samâ' muy similar a la actual. Pero, aún así, se trata de un samâ' incompleto, puesto que el na’at-i sharîf, el himno que preludia la ceremonia, no se incluirá en el samâ' hasta finales del siglo XVII o principios del XVIII. A mayor abundancia, los cinco ayin-i sharîf más antiguos que se conservan datan todos ellos de los siglos XVI y XVII.
Por lo tanto, la estandarización del samâ' fue gradual y paralela al desarrollo de la propia música clásica otomana. Con el transcurso del tiempo, la danza mevleví pasará de ser una libre expresión corporal, un tanto anárquica, como puede apreciarse en algunas miniaturas turcas y persas, a constituir un arte total de normas, tiempos y equilibrios, cuya ejecución demanda un arduo aprendizaje espiritual del que no está exento, por supuesto, el trabajo -podríamos decir alquímico- sobre lo corporal. Y es que ni lo simbólico ni lo espiritual niegan o subestisman lo corporal. El derviche muestra con su admirable plástica corporal que lo sagrado es también carnal. Eso nos trae a la memoria las sabias palabras del coreógrafo francés -y musulmán- Maurice Béjart, quien sostiene que la danza como disciplina artística exige un mínimo de inspiración y muchísima transpiración, en clara alusión, justamente, a la ascésis transformadora a la que han de someterse el cuerpo y la consciencia del bailarín [16]. Así pues, el derviche mevleví deberá poseer un profundo sentido del tempo, de la proporción, del ritmo y del equilibrio, al tiempo que habrá de conocer a la perfección todos y cada uno de los diferentes elementos que integran el samâ'. Esta esmerada educación espiritual (adab) convertirá a la tarîqa mevleví en una escuela sufí diferente al resto. Afirma Joscelyn Godwin: “No todos los sufíes eran tan disciplinados y elegantes en su samâ’ como los mevleví” [17].
3. Descripción del samâ’ mevleví
El samâ' constituye una unidad que desconoce el fragmento. En modo alguno se trata de una ceremonia discontinua. Sin embargo, para facilitar una mejor comprensión de su desarrollo, vamos a dividirlo en tres partes que, insistimos, están íntimamente ligadas entre sí y se suceden en una progressio harmonica. La primera parte consta del na’at-i sharîf, el toque del kudum, un taqsîm o improvisación de ney y el Devr-i Sultan Valad o caminar meditativo circundando el semahané. La segunda incluye los cuatro salâms o secuencias de danza del giro. Y, por último, la tercera se compone de un nuevo taqsîm de ney, el taywid o recitación coránica y la declamación del gülbang o “plegaria de la rosa” que pone colofón a la ceremonia. A continuación, veremos en detalle cada uno de estos elementos y su profunda significación.
Una vez los derviches (semazans) han entrado en el semahané, permanecen de pie, en espera de que el shayj se haga presente en la sala. Los derviches, en número de nueve o múltiplos de nueve, como los planetas del sistema solar, aguardan al maestro en la posición denominada muhur o “sello de Atesh Baz”, esto es, con el pie derecho pisando el dedo gordo del pie izquierdo, mientras los brazos reposan en niyâz: cruzados en el pecho y con las manos en los hombros. Es una suerte de himno gestual que habla sin necesidad de lenguaje. ¿Pero quién es Atesh Baz? Se trata de un discípulo de Mawlânâ Rumí, cocinero de profesión, que vivía en la población turca de Merán. En cierta ocasión, sufrió una quemadura al tratar de avivar con el pie izquierdo el fuego en el que preparaba una comida para Rumí. Por respeto al maestro, ocultó su mal pisando el pie izquierdo con el derecho. Atesh Baz personifica el autocontrol característico del derviche, ya que soportó el dolor sin queja, y su amor y entrega incondicional al maestro de la senda espiritual. Fue el mismo Rumí quien quiso inmortalizar aquel episodio, convirtiéndolo en un elemento específico de la gestualidad mevleví que ha perdurado hasta hoy como modelo para todos los derviches.
El shayj entra en el semahané con paso lento y avanza en línea recta hasta el post, la piel de cordero teñida de rojo desde donde dirigirá la ceremonia, justo enfrente de la entrada. Esa línea imaginaria, que se extiende desde la entrada del semahané hasta el post, divide la estancia en dos semicírculos. El que se extiende a la derecha del shayj recibe el nombre de nuzûl min Allâh o “arco de descenso desde Dios” al mundo terrestre. Dicho semicírculo simboliza la involución de las almas en la materia y su separación del Creador. El arco de la izquierda, lugar donde permanecen sentados los derviches antes y después de la danza, se conoce con el nombre de su'ûd ila Allâh o “arco de ascenso hacia Dios”. Representa la auténtica búsqueda espiritual del ser humano que consiste en el retorno a su origen en Dios, para consumar la unio mystica con Él. Esta línea imaginaria que divide la sala, cuyo nombre es hatt istivá o ecuador, está vedada a los derviches, que no la pisan durante toda la ceremonia. Hatt istivá constituye el itsmo en el que acontece la reunión del hombre y Dios por mediación del ángel, el intermundo donde sucede el verdadero nacimiento espiritual. Pero también es el camino recto mencionado en la primera azora del Corán (sirât al-mustaqîm), esto es, la vía del medio, la senda más directa y segura para llegar a Dios.
Cuando el shayj ocupa su lugar, éste, los derviches y los músicos intercambian un primer saludo ritual que consiste en una leve inclinación del tronco hacia delante. Dicho protocolo particular de saludo se sucederá, puntualmente, a lo largo del samâ'. Con él se pretende subrayar la unidad formal y espiritual de los participantes en la ceremonia, al tiempo que se subraya su diferente jerarquía espiritual. Acto seguido, la ceremonia. Da comienzo. El pórtico del samâ' lo constituye el llamado na’at-i sharîf, un himno eulógico dedicado al profeta Muhammad, cuyo texto en lengua persa, preñado de un lirismo fulgurante, es del propio Rumí. Más allá de la belleza intrínseca del poema, si el na’at-i sharîf ha cobrado notoriedad dentro y fuera de la tarîqa se debe al hecho de haber sido musicado, más de cuatro siglos después de la muerte del maestro, por el músico, poeta y calígrafo turco Buhurizade Mustafá Itrí Efendi (1640?-1712?), miembro él mismo de la tarîqa mevleví y uno de los compositores más valiosos e influyentes de la música clásica otomana de todos los tiempos.
Desde el punto de vista de la composición musical, el na’at-i sharîf responde a la estructura del maqâm rast, lo cual, como veremos a continuación, no es fruto ni de la casualidad ni del capricho del compositor. En realidad, nada en el samâ' es arbitrario. Rast constituye el modo fundamental o maqâm de la música clásica otomana, una música que es modal. Un maqâm indica una determinada organización interna de los intervalos, al tiempo que un conjunto de reglas sintácticas que definen la jerarquía existente entre los grados de la escala musical y, al mismo tiempo, predeterminan el orden melódico de la composición y el usûl o patrón rítmico. Digamos de paso, que el léxico musical islámico, cuyos matices son difíciles de expresar con precisión en nuestras lenguas europeas, lleva implícita la impronta del sufismo. Así, en la vía sufí, se conoce con el nombre de maqâm a cada etapa que el místico recorre en su itinerario espiritual. El sistema modal otomano jamás ha empleado la nomenclatura de la notación europea, a pesar de la paulatina penetración de la música occidental, a partir, sobre todo, del siglo XVIII. Así pues, se denomina rast a la nota tónica del maqâm al que da nombre, una nota que correspondería, aproximadamente, al sol mayor de la música europea. Una de las peculiaridades del maqâm rast es la alteración de su tercera, señalada en el pentagrama mediante un bemol que mira hacia la izquierda. En efecto, el intervalo del la al si no corresponde a un tono mayor de 204 centésimos, sino a uno menor de tan solo 180, lo cual, insistimos, le otorga al maqâm rast una peculiar expresividad sonora. Y es que, a diferencia de la europea, las músicas cultas del islam dividen las escalas en un gran número de pequeños intervalos no temperados, ya que lo que importa en los sonidos no es tanto su altura tonal absoluta, como la sucesión relativa de la escala.
Con todo, lo que a nosotros nos interesa remarcar, más allá de cualquier consideración musicológica, es el hecho de que un instante tan fundamental y solemne del samâ' mevleví como es la interpretación del na’at-i sharîf se desarrolla en el ámbito musical del que es el maqâm fundamental de la música otomana, el maqâm rast. El na’at-i sharîf se interpreta a capella. Así pues, la voz humana, considerada el más dúctil y perfecto de cuantos instrumentos existen, se erige en protagonista. El inicio delicado del samâ' tiene lugar con la audición de la palabra desnuda, desprovista de cualquier acompañamiento musical que no haría sino entorpecer una escucha que se pretende primordial e inicial; una palabra que no se dice ni se pronuncia, sino que se proclama a través del canto. En la solemnidad natural del na’at-i sharîf se aquilata, a mi modo de ver, todo el arte vocal otomano. Un arte que es monódico, homófono, melismático y en el que la estructura de la frase melódica es indisociable de la del texto y sus acentos. De hecho, la estructura del propio texto constituye, de por sí, una suerte de embrión melódico que se va desarrollando gracias a un fraseo musical que combina vocalizaciones unas veces breves y otras bastante amplias. Por otro lado, la ausencia de un patrón rítmico definido, o lo que es lo mismo, la libertad interpretativa que posee el solista, convierte al na’at-i sharîf en un rubato de una incomparable belleza y expresividad, en el que la palabra cantada y los silencios se alternan otorgándose sentido mutuamente. La palabra conduce al silencio y éste realza el valor religioso, casi mágico, de aquélla. Pero, ¿qué sentido tiene comenzar con el na’at-i sharîf? Existe en la tradición islámica un puñado de hadices o dichos proféticos en los que se afirma que lo primero que Dios creó fue la esencia, esto es, la luz de Muhammad (Nûr Muhammad). “Mientras Adán estaba entre el agua y la arcilla, yo ya era un Profeta” [18], afirma uno de dichos hadices. Por lo tanto, no resulta extraño que el samâ' mevleví comience con un canto de exaltación de la ejemplaridad de Muhammad y de su esencia, entendida ésta como “Árbol del Universo”, según diría el murciano Ibn ‘Arabí, bajo cuya sombra se dispone ordenado el mundo.
Antes de proseguir, digamos unas palabras sobre el grupo musical o mutrib. En el caso del mevlevihané de Gálata, el mutrib se acomoda en una galería que se alza en el primer piso, justo enfrente del shayj. Pero si el mevlevihané carece de un piso superior, los músicos se acomodarán entonces junto al semahané, aunque siempre sobre un estrado (tajt) que los eleve del suelo. La música mevleví ha de provenir de lo alto, del mundo superior, como si se tratara del sonido de las puertas del paraíso al abrirse, según expresión del propio Rumí. En un principio, los instrumentos del mutrib mevleví eran el ney, el rebâb, tal vez el embrión del violín europeo, y un instrumento de percusión como el daf o el kudum. Con el tiempo, el conjunto se fue enriqueciendo con la incorporación de otros instrumentos hoy clásicos. En cualquier caso, la formación siempre ha sido voluntariamente reducida. Y es que la sutilidad musical está reñida con la cantidad instrumental. Aunque la madera es la materia prima fundamental de la mayoría de los instrumentos musicales, en el mutrib se hallan representados todos los reinos de la creación: mineral, vegetal y animal. Pero refieriéndonos a la madera, no podemos dejar de consignar, entre paréntesis, una curiosísima casualidad: en todos los instrumentos mevlevíes el elemento resonador es la madera, mientras que el verdadero generador del sonido es de origen animal. Como es sabido, la madera constituye la substancia resonante, esto es pasiva, por excelencia [19]. Y de madera es, justamente, el suelo del semahané. Pasiva es también la actitud del derviche durante el na’at-i sharîf. Vaciado de sí mismo, se convierte en el ser resonador a través del cual transita la palabra, como el profeta Muhammad [20], cuyo corazón vacuo fue el receptáculo del verbo divino contenido en el Corán.
Tras el na’at-i sharîf emergen las notas quejumbrosas del ney, la flauta sufí de caña, cuyo sonido lastimero flota suavemente en el ambiente del semahané, mostrando el lamento desgarrado de la caña que se duele de haber sido arrancada de cuajo de su patria, el cañaveral. Tal como hemos escrito en otro lugar [21], el ney constituye para Mawlânâ Rumí la metáfora perfecta de la búsqueda espiritual del hombre separado de su origen en Dios. En realidad, toda aventura mística arranca de la consciencia de la separación, tras la pérdida. El derviche deviene hombre perfecto (al-insân al-kâmil), tras vaciarse de sí mismo, como el ney, y llenarse de la voluntad divina en forma de soplo. Rumí lo ha expresado así en el primer tramo de su monumental Mathnawí, esos míticos dieciocho versos en los que se evoca el dolor de la lejanía:
“Escuha el ney, escucha su relato que se lamenta de la separación:
“desde que me cortaron del cañaveral,
mi canto melancólico ha hecho llorar a hombres y mujeres (…)” [22].
Con todo, hay algo en la poesía de Rumí y su “mística nupcial” que voluntariamente roza lo paradójico. Porque, ¿acaso el ney no expresa también el éxtasis dichoso del derviche ante la presencia ausente de Dios?, ¿no es la lejanía igual a la proximidad, el dolor al gozo, la muerte a la vida? Recordemos que la noche del fallecimiento del trovador iranio se conoce como shab-o ‘arûs, en persa “la noche de bodas”. La muerte del místico consuma la anhelada unión amorosa con el Amado divino. Y si la muerte es retorno, toda la vida del místico será expresión de la fidelidad a su Señor, según el pacto preeterno (mizâq) entre Dios y las almas, que recoge el Corán: “Acaso no soy yo vuestro Señor. Y las almas contestaron: por supuesto que sí y de ello damos testimonio” [23]. En verdad, toda la consciencia religiosa del islam reside en ese hecho transhistórico que tiene lugar en el principio anterior a todo, pero que no es el principio. El neyzen interpreta un taqsîm o improvisación. El taqsîm -de la raíz árabe qsm, que significa división- es el arte musical por antonomasia de la discontinuidad y del instante, puesto que es improvisado y libre de cualquier restricción métrica. El músico da la medida de su maestría en el taqsîm. Una maestría ligada menos al frío virtuosismo técnico como al conocimiento de las leyes de encadenamiento de los distintos maqâmât y las modulaciones (talwîn) internas de éstos. Con todo, la improvisación no es sinónimo de un libre albedrío musical en el que todo vale. El taqsîm, incluso cuando es vocal (layalî), se ejecuta dentro de la estructura modal de un maqâm específico. Los maestros coinciden en señalar que es en el arte del taqsîm en donde se abole toda distancia entre músico, música e instrumento. Así, la improvisación adquiere un enorme valor espiritual, puesto que simboliza la unión entre conocedor, conocido y conocimiento a través de la música [24]. El taqsîm de ney sirve, musicalmente hablando, para introducir el maqâm en el que se desarrollará toda la ceremonia mevleví. En cierto modo, la unidad formal del samâ’ viene marcada por la unidad musical. De ahí que todo el samâ’ se desarrolle en el ámbito de un mismo maqâm, salvo el na’at-i sharîf que, dada su excepcionalidad, siempre se entona en el maqâm rast, tal como ya hemos visto.
Acto seguido, el shayj y los derviches inclinan su cuerpo hacia adelante hasta tocar el suelo con la frente, al tiempo que golpean el piso enérgicamente con las palmas de las manos. Dicho gesto indica el momento de la resurrección, cuando los muertos abandonan sus tumbas. Pero para el derviche resucitar es despertar del sueño de la ignorancia. De inmediato, el primer percusionista del grupo hace sonar el kudum, mientras los derviches se incorporan. El kudum es un instrumento de percusión compuesto por dos pequeños tambores hemisféricos, cuyos cuerpos son de cobre y están recubiertos de piel de camello. El kudum se toca con dos finas baquetas de madera. En el mutrib, el kudum desempeña un papel musical modesto de mero metrónomo. Sin embargo, posee un gran simbolismo. Según la tradición mevleví, del roce experto de los pequeños tambores del kudum se extrae un sonido penetrante que recuerda a la voz imperativa árabe kun -¡sé!-, el verbo creador de Dios. En el islam, como en el resto de la tradición abrahámica, Dios crea mediante la Palabra. Se afirma en el Corán: “Su única orden, cuando Al.lah decreta la existencia de algo, es decirle: “Sé” –y es” [25].
El grupo musical ataca, en ese instante, un peshrev o preludio instrumental, dando comienzo entonces el lento caminar del shayj y los derviches alrededor del semahané, que recibe el nombre de Sultan Walad Devri o “Ciclo de Sultán Valad”, en memoria del hijo de Maulânâ Rumí. Se trata de un andar meditativo, lento, solemne, con los brazos en la posición antes descrita de niyâz. Ser un derviche mevleví supone aprender a caminar con elegancia, aunque sin afectación. La marcha incluye pequeñas pausas que otorgan al conjunto una notable belleza plástica y tensión emocional. El derviche lanza un pie hacia adelante, mientras el otro permanece detrás, estático, con el talón despegado del suelo, lo cual trasnmite una sensación de levedad, como si a penas rozase el suelo al caminar. De hecho, la danza del giro que vendrá a continuación ya está implícitamente apuntada en el caminar previo. Más aún, el andar mevleví es ya una danza en sí. A medida que avanza, el derviche repite en su interior el nombre de Allâh, al tiempo que acompasa su respiración al caminar. Prestar atención a cada respiración que se efectúa (hush dar dam), así como observar cada paso que uno da (nazar bar qadam) constituyen dos de los once principios de la influyente tarîqa naqshabandiyya, fundada por Bahauddín Naqahaband, el siglo XIV, en la ciudad de Bujará, actual Uzbequistán. Según Shâqib Dede (m. 1735), autor del libro Safîna-i Nafîse-i Mavlaviyân (La nave de los secretos mevlevíes), la primera historia completa de los derviches mevlevíes, en la que se describe el samâ' tal como hoy lo conocemos, tanto el caminar mevleví como la atención a la respiración son dos préstamos de la tarîqa naqshabandiyya [26]. No hay duda de que la permeabilidad ha sido una de las características de las distintas turuq a lo largo de la historia. Además, los mevlevíes han sido propensos a compartir su música y su danza del giro con otras congregaciones, con lo que la hipótesis de Shâqib Dede no es descabellada.
Pero volvamos a nuestra descripción del samâ'. Bajo los compases del peshrev, cuyo largo patrón rítmico recibe el nombre de devri kabîr (56/4), el shayj y los derviches van completando tres vueltas alrededor del semahané. Al llegar al post, cada derviche se vuelve hacia el que le sigue saludándose mutuamente mediante una ligera inclinación del tronco hacia delante del tronco. Los derviches se convierten de este modo en espejos que captan la imagen de Dios y la proyectan a los que en éllos se miran. Tras el saludo, el caminar prosigue en sentido contrario a las agujas del reloj. Todos los movimientos circulares, ya sean individuales o colectivos, efectuados en los distintos ritos del islam se llevan a cabo en dicha dirección, podríamos decir, a contratiempo. Piénsese, por ejemplo, en el caso emblemático del tawâf o circunvalaciones rituales alrededor de la negra ka’aba de La Meca. En cierto modo, el derviche camina al revés del tiempo, o mejor aún, en su tiempo, que no es cuantitativo ni lineal, sino cualitativo. El derviche bucea en el tiempo interior del alma, anhelando remontar el curso de la historia hasta el instante del pacto entre Dios y las almas [27]. Un caminar que avanza de derecha a izquierda de la estancia, como el grácil deslizamiento de la pluma del calígrafo musulmán sobre el papel, o lo que es lo mismo, ab intra en dirección al corazón, el rincón donde más elocuente resulta el latido de Dios para el místico, el locus de la interiorización, del nacimiento espiritual y de la visión de Dios. Afirma un hadiz qudsí [28] muy grato a Rumí: “Ni mi tierra ni mi cielo me contienen, pero sí el corazón de mi fiel servidor”.
Las tres rondas que los derviches realizan durante el Sultan Walad Devri representan los tres niveles de conocimiento que el buscador atraviesa en su periplo espiritual. A cada paso que da en la vida, el derviche se va haciendo más y más capaz de Dios. Maulaná Rumí resumió así su propia transmutación: “Mi vida se resume en tres palabras: estaba crudo, me he cocido, estoy quemado”. La primera de las rondas alude a ‘ilm al-yaqîn o aquella certeza que procede de la fe -“creo en Dios”-. La segunda representa ‘ayn al-yaqîn o certeza que emana de la visión espiritual directa e inmediata, tras contemplar el rostro sin rostro de Dios -“creo en Dios porque lo he visto”-. A propósito de la diferencia entre ambos conocimientos, afirma el shayj Ahmad al-‘Alawî: “La fe es necesaria para los religiosos, pero deja de serlo para los que van más lejos y llegan a autorrealizarse en Dios. Entonces, uno no cree más, porque ve. Ya no existe ninguna necesidad de creer cuando uno ve la Verdad” [29]. El corazón del derviche es ambicioso. De hecho, en todo camino iniciático, y el tasawwuf no es una excepción, se cree para algún día poder ver cara a cara, a solas con él solo. La visión de la certeza desemboca en la extinción (fanâ) del dualismo entre quien contempla y el objeto contemplado, que es lo que la tercera y última ronda simboliza, es decir, haqq al-yaqîn o certeza que acontece cuando uno se ha hecho permeable a Dios hasta el punto de ser un instrumento de su querer. Muy certeramente, Annemarie Schimmel se ha referido a dicho estado con la expresión “el incendio del alma” [30]. Uno no sabe que existe fuego en un lugar de oídas, ni tan siquiera porque lo haya visto con sus propios ojos, sino porque él mismo, en su más recóndito ser, ha sido pasto de las llamas de la aniquilación. Una vez ha sido completado el Sultan Walad Devri, da comienzo la que podríamos denominar segunda parte del samâ’, que consiste en cuatro secuencias de danza propiamente dicha. Tras regresar a su punto de origen a la izquierda del shayj, los derviches se despojan ahora sí de su manto negro de lana (jirqa), símbolo del féretro en el que reposa el cuerpo humano, apareciendo en la sala cubiertos con sus largos faldones blancos. El semazenbashi o asistente del shayj, el derviche que asegura con su presencia el buen desarrollo del samâ’, permanece durante toda la ceremonia cubierto con su jirqa, a ratos entre los derviches o bien al lado del shayj. Antes de iniciar la danza en sí, los derviches pasan de uno en uno ante el shayj, para besarle la mano respetuosamente. Éste, a su vez, les corresponde besándoles en el gorro o sikké, al tiempo que les susurra al oído la expresión exclamativa ¡Eyuallâh!, que en árabe quiere decir "¡Lo que Dios quiera!". Dicha fórmula insuflada al oído le recuerda al derviche que su danza es una suerte de vuelo mágico hacia Dios, origen de las criaturas. La recitación de algún fragmento del Corán o de ciertas fórmulas sagradas, como es el caso que nos ocupa ahora, acompañado todo ello del acto de la insuflación (damidan), constituye un procedimiento, tanto curativo como de transmisión de energía espiritual, muy común en el islam [31]. Los derviches cumplen dicho saludo ritual previo a la danza con los brazos en niyâz, un gesto que posee algo de angélico. Así es, en el relato que sobre su viaje nocturno a los cielos (mi’rây) hace el propio profeta Muhammad, éste afirma al avistar el trono divino: “Después vi otras cien mil hileras de ángeles, todos estaban en pie con su mano derecha sobre la mano izquierda, encima de sus pechos” [32]. A partir de ese instante, cada derviche va desplegando sus brazos lentamente y como un blanco pájaro alado, símbolo de la desnudez del alma humana, echa a volar a través del semahané. Escribe Maulaná Rumí:
“El samâ’ és un camino y una puerta hacia el cielo.
¡Oh samâ’, que eres alas y plumas del pájaro del alma!
4. Samâ', simbolismo cósmico de la danza
A la hora de danzar, cada uno de los nueve derviches ocupará un espacio bien preciso en la esatancia. Ello quiere decir que la danza mevleví no se desarrolla en el plano horizontal, como sería el caso por ejemplo del vals europeo, sino en la más pura y absoluta verticalidad. Los derviches mevlevíes sirios designan con la palabra fatl, que significa “retorcerse”, “anudarse”, “enroscarse sobre sí mismo”, al movimiento específico que se realiza en la danza. Por consiguiente, el giro derviche no es un desplazamiento en el sentido latitudinal de una evolución lineal en el espacio, sino más bien un movimiento en espiral, ascendente, que se de desarrolla en un plano vertical y se orienta, por lo tanto, longitudinalmente. La espiral representa la entrada en el mundo de la espiritualiadad. Y esto es así puesto que la danza mevleví, cuyo nombre técnico es en árabe muqâbala, prefigura el viaje interior del alma del hombre al encuentro -ese es el significado de muqâbala- del Amigo divino. El derviche, en tanto que mistês o iniciado en los misterios de la tarîqa o senda espiritual, persigue la unión mística con Dios abandonándose a sí mismo. Según una lectura más psicológica, diríamos que, en su recorrido interior, el derviche experimenta una liberación regresiva, atravesando los distintos niveles de la consciencia hasta descubrir el centro absoluto, la parte divina de su ser, ese yo profundo que nada tiene que ver con el ego.
Sin embargo, todo ello exige del derviche una previa y ardua ascésis corporal y psicológica. La espiral cónica como un zigurat del muqâbala y su firme verticalidad sólo aflorarán tras el aprendizaje de una técnica de giro cargada también ella de una rica significación. La verticalidad del giro derviche viene dada por la posición de los pies y el doble movimiento que éstos efectúan. De hecho, el giro se construye todo él desde los pies, que son los canales de comunicación con la tierra. El centro de movimiento o traslación de la danza mevleví se extiende de la zona pélvica a las piernas y los pies. La pelvis representa el movimiento más interior, mientras que los pies son el contacto físico con la energía terrestre. Por su parte, el centro de acción de la danza reside en los hombros, brazos y manos. Durante la danza, el pie izquierdo permanece siempre fijo en el suelo, en el mismo lugar, sin desplazarse jamás. Únicamente se desliza sobre su propio eje. En la enseñanza mevleví, a dicho pie se le designa con uno de los noventa y nueve nombres de Dios, al-Qayyum, “el eterno sostenedor de las cosas”. Por consiguiente, el pie izquierdo soporta la figura, permitiendo que la verticalidad de la danza crezca y se erija en equilibrio. En cuanto al pie derecho, se le conoce como al-Hayy, nombre divino cuyo significado es “el que está vivo”. Y, en efecto, el movimiento vivaz, grácil, del pie derecho permite que la espiral adquiera cada vez mayor velocidad. Tradicionalmente, los derviches de la tarîqa mevleví turca se han ayudado de un curioso elemento a fin de aprender dicho movimiento de los pies. Consiste en un trozo de madera de aproximadamente un metro cuadrado, que tiene un pivote clavado justo en el centro. El derviche inserta en dicho pivote su pie izquierdo, entre el dedo gordo y el segundo dedo, de tal manera que, cuando el pie derecho aviva el impulso del giro, el pie izquierdo no se desplaza y la figura pueda comenzar a perfilar una espiral que asciende verticalmente. A mi juicio, dicha madera viene a ser como la barra del bailarín clásico europeo, el aparato externo que ayuda a interiorizar el movimiento de la danza para luego trascenderlo, que es, al fin y a cabo, la esencia de todo arte: la sublimación de la técnica. Antes de comenzar la práctica, el derviche arroja un pellizco de sal sobre el pivote central. En la tradición mevleví, la sal simboliza la esencia divina que permite la transformación, esto es, ir más allá de la forma, a través de la danza.
En la tarîqa mevleví siria, la otra gran rama de la escuela inspirada por Rumí, el movimiento de los pies es un poco diferente. En este caso, es el talón izquierdo el que permanece inmóvil en el suelo y no la parte delantera del pie, como sucede en el caso turco. Con todo, el esquema continua siendo el mismo: el pie izquierdo es el que sostiene la figura, mientras que el derecho impulsa e imprime velocidad, formando entre ambos una coincidentia oppositorum. Pero más allá del movimiento externo, ¿acaso la dinámica de los pies del derviche no escenifica la tensión existente entre la fugacidad de lo transitorio y lo siempre permanente? El doble movimiento que realizan los pies del derviche exige que éstos vayan cubiertos, lo cual nos plantea una cuestión. Hoy, la danza mevleví, ya sea en la modalidad turca o siria, no puede llevarse a efecto sin un calzado adecuado que permita, por un lado, un deslizamiento correcto, pero, al mismo tiempo, la adherencia imprescindible para no desplazarse horizontalmente. Sin embargo, si observamos con atención los grabados realizados por algunos de los viajeros extranjeros que tuvieron la ocasión de presenciar in situ algún samâ’, como W. Hogard (m. 1750) o Emilyan Mihailovich Korneyev (1780-1839) [33], constataremos que sus derviches van descalzos. Es cierto que la fidelidad realista y el valor documental de estas obras es cuando menos relativo, pero nos inducen a plantearnos cuándo se incorporó el calzado en la práctica del giro mevleví, una pregunta fundamental para saber desde cuándo se gira como hoy, ya que, tal como hemos visto, la manera de girar está íntimamente ligada al uso del calzado.
Entre las ramas turca y siria de la tarîqa mevleví existe alguna diferencia formal más en lo que concierne al movimiento de los brazos. La danza turca es más lenta que la siria y los brazos permanecen desplegados como dos alas blancas, en la misma posición, durante toda la danza. La palma de la mano derecha está vuelta hacia arriba, captando la energía que desciende del mundo celestial, mientras que la izquierda lo está hacia la tierra, transmitiendo al mundo dicha energía recibida desde lo alto. El secreto de la danza mevleví reside en la dialéctica que se establece entre ese recibir y el dar. El derviche se vacía, se hace transparente, leve. En modo alguno se desgarra, ni se desmembra dramáticamente, sino que se vuelve nada, se difumina en la fugacidad de la espiral. Sólo tras vaciarse de sí mismo puede el derviche sentirse habitado por la paz de Dios (sakîna). Dicho de otra manera, se transmuta en un transformador de energía cósmica, cuyos polos son las manos. Girar es ponerse en contacto con los principios de la propia vida y las leyes universales subyacentes. Por su parte, en la rama siria de la tarîqa mevleví, además de dicha posición, los derviches ejecutan otras posiciones y rápidas secuencias de movimientos con los brazos -e incluso con la cabeza-, dando como resultado final un giro tremendamente poderoso y cautivador. Así como las técnicas de danza europeas se basan en el trabajo con las piernas y los pies, en el muqâbala sirio la consecución de la belleza es fruto de sutiles y variados movimientos de la cabeza, las manos y los brazos, aunque, como ya quedó dicho, se depende de los pies para mantener el ritmo y el equilibrio. El rico lenguaje corporal del derviche sirio, con sus arabescos gestuales, remite a ciertos pasajes coránicos preñados de un gran simbolismo espiritual, así como a fragmentos de la poesía del propio Rumí. No obstante, dichas posiciones y secuencias de movimientos poseen, además de lo simbólico, un irrecusable carácter aerodinámico, esto es, favorecen la correcta ejecución de la danza y los progresivos cambios de ritmo que ésta comporta. En la espiral vertiginosa de su giro sin fin, el derviche se identifica con el movimiento rítmico de todo cuanto existe, del ínfimo átomo a los planetas que gravitan en el universo. No hay duda de que toda danza circular posee algo de cósmico. Canta Rumí en uno de sus más célebres poemas:
“¡Oh día!, levántate, los átomos danzan,
las almas gozosas, sin cabeza ni pies, danzan.
A aquél para quien el firmamento y la atmósfera danzan,
al oído le susurraré adónde conduce la danza”.
Son cuatro las secuencias de danza ejecutadas durante la ceremonia del samâ' mevleví. Cada una de ellas recibe el nombre de salâm (selam en turco), que en árabe quiere decir “paz”, “salud”, “incolumidad”, “seguridad”. El término pertenece a la misma raíz que islam. Y si islam es entrega confiada a Dios, salâm será la consecuencia de dicha rendición. Así pues, podría decirse que la paz y la salud -en el sentido menos restrictivo de la palabra- son el fruto de haberse librado sin condiciones al influjo de la divinidad. Salâm es, al mismo tiempo, uno de los nombres con los que en el Corán se designa a Dios. En la enseñanza mevleví, dicho nombre o atributo divino ocupa un lugar preponderante. Así, el wird mevleví, esto es, el conjunto de invocaciones que el derviche recita cada día al alba, da comienzo, justamente, con dicho nombre. Dios es para el derviche el refugio en el que halla reposo su corazón atribulado. Así pues, danzar es retornar a un Dios que proporciona paz interior. En el torbellino imparable del giro, cuando danzar se convierte en una acción pura y espontánea, más allá de la propia voluntad y de todo esfuerzo; cuando las secuencias de movimientos de los brazos se van desarrollando con la fluidez de su propio ritmo; cuando es el giro el que se gira a sí mismo, sin que a penas intervenga el derviche, éste halla la paz consigo mismo y en comunión con el todo. En ese instante fugaz e inmediato, que no puede ser apresado porque es evanescente, el derviche roza la existencia con la totalidad de su ser, disfrutando de una experiencia sublime de paz y plenitud. Entonces sí, todo es uno.
A lo largo de estas líneas hemos visto el enorme valor que el sufismo otorga al simbolismo numérico. Pero, ¿por qué cuatro salâms? Cuatro son los pasos o etapas por los que transcurre la trayectoria espiritual del derviche, a saber: sharîa, tarîqa, haqîqa y ma’arifa. O lo que es lo mismo, el camino del saber exterior (sharîa); la senda mística que conduce a la apertura de la visión interior (tarîqa); la unio mystica en la que, como dice Henry Corbin, “el Amado se convierte en el espejo que refleja el rostro secreto del amante místico” [34], colmándolo de Verdad (haqîqa); y, por último, la participación en el mundo del conocimiento derivado de dicha experiencia (ma’arifa), o lo que es lo mismo, el valeroso descenso del alma del derviche desde la montaña de luz de la haqîqa al valle donde discurre la cotidianidad del ser humano, ya que si algo define al tasawwuf es su carácter de espiritualidad compartida. Desde la tradición sufí, se considera que el mejor ejemplo de ma’arifa es Jesús lavando los pies de sus discípulos en la Última Cena. En suma, el místico musulmán es alguien útil a los demás. Desde el punto de vista islámico, estar con Dios es estar con los seres humanos. Al fin y al cabo, la experiencia mística es la experiencia de la vida.
El primer salâm representa la conversión, el nacimiento espiritual del derviche a la verdad. Sus ojos se abren a la realidad interior. El derviche se sabe pequeño ante Dios, su creador. El segundo salâm tiene que ver con la mirada exterior del derviche. El mundo ya no le deslumbra ni ciega como antes. Para él todo es ahora un espejo que refleja la belleza y majestad de Dios. El tercer salâm significa el punto culminante de la vivencia espiritual del derviche: la contemplación. El derviche no es un hombre de fe sino de visión. El amor por Dios le conduce a extinguirse en Él (fanâ). Por último, el cuarto salâm simboliza el compromiso del derviche con el género humano. Mientras su ser interno permanece imperturbable en presencia de Dios (baqâ), su acción en el mundo es un ejemplo de sabiduría, justicia y bondad. A fin de cuentas, el derviche está para servir y no para ser servido. El último salâm posee, además, una particularidad coreográfica cargada de un formidable simbolismo. En efecto, en esta última secuencia el shayj se sitúa en el centro exacto del semahané, un punto llamado qutb o polo, desde donde comienza a caminar sobre sí mismo con paso quedo, al tiempo que alza levemente su jirqa color azabache. El maestro representa el axis mundi, el polo espiritual alrededor del cual giran los derviches. Él es el sol que irradia el conocimiento e ilumina el mundo con su luz. La primera imagen que suscita el avistamiento de los derviches, con sus blancos faldones desplegados, girando sobre sí mismos alrededor del shayj, es la de los peregrinos circunvalando la negra ka’aba de La Meca, otra forma de danza ritual cósmica. Con la incorporación del shayj en el centro, el círculo de los derviches parece dilatarse y expandirse, cobrando así su significación más profunda. La primera de todas las determinaciones geométricas es el punto, de igual manera que la primera de las determinaciones matemáticas es la unidad. La unidad y el punto constituyen, cada uno en su plano, la expresión directa del Ser. Como indica Titus Burckhardt, “la esfera -o el círculo, en el plano-, surge como irradiación del punto, que es el pincipio” [35]. El punto es a la vez el principio, el centro y el fin de las cosas.
Cada uno de los cuatro salâms viene precedido por una breve pausa en la que, una vez más, se repiten los saludos entre el shayj y los derviches. En cierto modo, dichas suspensiones de la danza impiden que los derviches pierdan el control sobre el giro. En otras palabras, la danza mevleví no tiene nada de catártica o convulsa. Antes bien, se significa por su moderación. En todo momento se le exige al derviche un riguroso control sobre sí mismo, lo cual no niega, empero, la posibilidad de que la emoción aflore. Al fin y al cabo, el objetivo último de la danza es la concentración interior. En la experiencia mística sufí, la sobriedad, cuyo modelo coránico es el profeta Abraham, debe de completar a la ebriedad. Piénsese, además, que los participantes en el samâ' son siempre derviches veteranos, diestros en el arte del control de sí mismos. Resumiendo, el éxtasis mevleví se caracteriza por su mesura.
Cada salâm posee un patrón rítmico específico (usûl), lo cual favorece el progresivo crescendo emocional de la ceremonia. Algunos de dichos ritmos son específicamente mevlevíes y se utilizan tan sólo durante el samâ’. Una vez más, el léxico musical turco, tan ligado a la espiritualidad del tasawwuf, nos desvela algunos datos esenciales, en este caso sobre el significado profundo del ritmo o usûl. Dicha palabra (plural de asl) quiere decir en árabe “principio”, “origen”, “raíz”. Según eso, podríamos concluir que el ritmo constituye el principio fundamental, la base de toda música. Sin embargo, hay algo en el ritmo que va más allá de lo estrictamente musical. Como afirma Martin Lings, “el ritmo es un puente entre la agitación y el Reposo, el movimiento y la Inmovilidad, la fluctuación y la Inmutabilidad. En este mundo de perpetuo movimiento, la fluctuación, como la multiplicidad, únicamente pueden ser trascendidas en la Paz de la Unidad Divina” [36].
Durante un tiempo, se creyó que algunos ritmos impares, de cinco, siete o nueve tiempos, poseían ciertas propiedades intrínsecas capaces de inducir al trance. Esa era la opinión, por ejemplo, de Alain Daniélou [37]. Hoy, sin embargo, sabemos que la cuestión no resulta tan sencilla. En el caso de las distintas músicas sufíes, por ejemplo, los patrones rítmicos son otros y, en cambio, son músicas que a su manera también conducen a un cierto éxtasis. Jean During sostiene a propósito de la tesis de Daniélou: “De hecho, parece que, al contrario, la inmensa mayoría de los ritmos sufíes son de 4 tiempos (qawali pakistaní), a veces de 6/8 (Irán). Los raros tiempos de 9 ó 10 tiempos se hallan en los rituales turcos mevleví (pero en las fases más sosegadas) e ‘isawa del Magreb (10 tiempos). Los de 7 tiempos son, por el contrario, corrientes en las cofradías del Turquestán, pero no en las fases últimas del dhikr” [38]. Hace algunas líneas decíamos que el éxtasis mevleví se caracteriza por su sobriedad. Añadamos en este punto algo más al respecto. En el léxico sufí, el estado extático se conoce como wayd, término árabe que proviene de la raíz verbal wayada, cuyo significado es “hallar”, “encontrar”. De lo que se infiere que, en principio, el derviche no persigue ni busca ningún éxtasis, sino que, como mucho, se topa con él. Toda búsqueda presupone conocer el objeto buscado. Al contrario, todo encuentro presupone novedad, admiración e, incluso, pavor y angustia. Por eso, el derviche es más un encontrador que un buscador. Lo cual no excluye que, guiado por su maestro espiritual, el derviche lleve al límite algunas prácticas extatogénicas, al objeto de trascender los límites de su coraza mental. Dicho proceder, que se designa con el término árabe tawâyud, de la misma raíz que wayd, es de sobras conocido entre los sufíes. A fin de cuentas, el propio profeta Muhammad había afirmado en un hadiz, a propósito de la actitud a la hora de escuchar la recitación coránica: “Llorad, y si no lloráis, tratad de llorar”. En realidad, la danza mevleví no persigue el éxtasis del derviche, porque éste es previo al samâ', sino que antes bien lo muestra. El vivir del derviche constituye en sí un éxtasis que se escenifica en el samâ'. Es decir, el derviche danza para festejar lo que bulle en su corazón encendido. El samâ' constituye una celebración. Ese es, por otro lado, el ejemplo que hallamos en el propio Rumí. El maestro persa danza cuando el éxtasis ya se ha apoderado de él y no antes.
La tercera parte del samâ’ mevleví incluye, nuevamente, un taqsîm, en principio de ney, si bien puede ser de otro instrumento, el tayuid o recitación coránica y, por último, el gülbang o “plegaria de la rosa”, con la que la ceremonia se da por concluida. Mientras suena en el semahané un nuevo taqsîm de ney, los derviches van ocupando su lugar a la izquierda del shayj. Otra vez, el sonido del ney se hace presente en el semahané evocando la nostalgia secreta de los corazones de los derviches. Como al principio de la ceremonia, éstos vuelven a cubrirse con la jirqa. En cierto modo, dicho gesto indica su obligado regreso a la ineludible condición de seres humanos. Al final, el pájaro del alma regresa al nido del cuerpo. Sin embargo, algo ha ocurrido en la consciencia del derviche. En efecto, éste penetra en el samâ' como un hombre corriente, pero sale de él convertido en un sabio. El fragmento del Corán, recitado en el mismo maqâm utilizado durante toda la ceremonia, incluye siempre el siguiente versículo o aya: “A Dios pertenecen Oriente y Occidente. Allá donde os giréis, allí veréis el rostro de Dios. Él todo lo abarca y conoce” [39]. En cierto modo, la danza mevleví halla su fuente de inspiración coránica en dicho pasaje. El derviche gira imparable sobre sí mismo y el único paisaje que ve doquiera que mira es el rostro sin rostro de ese misterio al que llamamos Dios. Ver la faz divina en todo cuanto es constituye una expresión del tawhid, el principio islámico de la unicidad divina. Para el derviche, sólo Dios existe, puesto que la Unidad es la única Realidad. Sólo es real lo Real. Finalmente, el shayj declama alguna de las varias formas de gülbang o “plegaria de la rosa” existentes. En dicha plegaria se evoca la memoria del profeta Muhammad y del árbol genealógico de la tarîqa mevleví. Tras el gülbang, los derviches abandonan el semahané en silencio. Obsérvese que existe algo de circular -e incluso especular, me atrevería a decir- en la estructura del samâ’ mevleví. Da comienzo y finaliza en silencio. Al principio, arranca con la palabra del na’at-i sharîf y el taqsîm de ney, para concluir del mismo modo, con las notas improvisadas del ney, el taywid coránico y el gülbang. Del silencio a la palabra y de ésta, nuevamente, al silencio. De la quietud al movimiento y de éste, otra vez, a la quietud.
5. El vestido ritual mevleví
En las ropas rituales utilizadas por los derviches hallamos bellamente reflejado el carácter sacrificial del samâ' mevleví. Todo en el vestido del derviche remite a la muerte mística como paso previo al renacimiento espiritual. Él sabe que la vida es la senda que conduce a la muerte y que ésta no es sino la puerta que da acceso a la vida. Una muerte a la que el profeta Muhammad exhorta sin rebozo cuando dice: “mutû qabla an tamutû”, o lo que es lo mismo, “morid antes de morir”. Pero, la muerte del derviche no es desaparecer sino regresar al origen que está constantemente engendrando nueva vida. Morir a Dios es permanecer en Él. Ese es el sentido profundo del samâ' mevleví. El derviche ingresa en el semahané vestido completamente de blanco por dentro y cubierto con la jirqa de lana negra. El largo y ancho faldón (tannûra) representa la mortaja blanca que en los ritos funerarios del islam recubre el cuerpo del difunto. Un fajín de color negro llamado elifî-nemed sujeta la tannûra a la cintura, de tal manera que ésta pueda elevarse uniforme durante el giro. Dicho fajín divide el cuerpo del derviche en dos partes que representan la vida presente y la vida en el más allá. La casaca que cubre la parte superior de la tannûra recibe el nombre de destegül o “botón de rosa”. En cuanto a la cabeza, el derviche va tocado durante toda la ceremonia con el sikké, un gorro cónico de piel de camello que representa la piedra tumbal. El sikké del shayj lleva enrrollada una larga cinta de color negro -o verde, si es descendiente del profeta Muhammad- llamada destar, la cual indica su alto rango espiritual. Finalmente, el derviche está cubierto por un largo manto negro de lana o jirqa que simboliza el féretro mortuorio, o si se quiere, la caverna funeraria. Como ha dejado escrito René Guénon, existe una estrecha relación entre la caverna funeraria y la caverna iniciática [40]. En ese sentido, la jirqa delimita el espacio donde acontece la floración espiritual. Cubrirse con ella es como penetrar en la caverna del corazón, estar dentro de la cueva del secreto, en la matriz, esto es, en el inicio de todo. De ahí que la investidura del manto constituya uno de los acontecimientos fundamentales del camino sufí: la iniciación, que es la comunión del estado espiritual de quien recibe el manto con el estado espiritual de quien lo entrega.
Aludimos ya anteriormente a las pieles de cordero sobre las que se sientan los derviches en distintas fases del samâ'. Ha habido quien ha visto en ello una reminiscencia de las antiguas danzas animalescas utilizadas por los chamanes centroasiáticos, en las que éstos se cubrían con pieles de algunos animales a fin de adquirir sus poderes. Se ha llegado a afirmar, incluso, que el uso de dichas pieles por parte de los derviches podría tratarse de un resto de algunas prácticas sacrificiales llevadas a cabo en Anatolia [41]. En ese sentido, el samâ' mevleví supondría un estadio superior, al haber sustituido el sacrificio de sangre por el sacrificio simbólico o interior, ya que lo que se sacrifica en la ceremonia del samâ' es el alma del derviche. Wundt y, sobre todo, el estudioso turco Mehmet Fuat Koprülü fueron los primeros en sugerir la posibilidad de que algunos métodos empleados por los chamanes turcófonos de Asia Central hubiesen podido influir en ciertas prácticas de las congregaciones sufíes turcas. Es algo que no puede descartarse, máxime si consideramos el carácter permeable del islam a lo largo de la historia, sobre todo en Asia. Un apunte: la palabra Tängri, con la que se designa al Dios de los pueblos altaicos, quiere decir “aquel que da vueltas”. En cualquier caso, conviene ser cautos al respecto, puesto que algunas aseveraciones obedecen a intereses no tanto científicos como políticos. No podemos ignorar que la historiografía kemalista de principios del siglo XX, inspirada en Ziya Gökalp, padre del turquismo, ha llevado a cabo todo un trabajo sistemático de sustitución de lo islámico por lo específicamente turco. Sea como fuere, lo cierto es que la piel roja sobre la que permanece el shayj durante el samâ' evoca el sol poniente de aquel 17 de diciembre de 1273, día de la muerte de Mawlânâ Rumí. El rojo es el color del amor divino, del fuego de la pasión por Dios. En las miniaturas persas, por ejemplo, la utilización del color rojo es un recurso cromático para representar la luz de la visión divina. Pero, el rojo también es el color del sol. Y esa es la traducción, justamente, de la palabra shams, nombre del maestro de Rumí, Shams-i Tabrizí. En suma, el post es el símbolo de la llama viva que arde en el templo del corazón del derviche.
Todo lo dicho hasta aquí constituye una aproximación interpretativa a la ceremonia de los derviches seguidores de Mawlanâ Rumí y su simbolismo, pero no nos engañemos, no ayuda, en absoluto, a penetrar la verdadera significación del samâ' mevleví y la danza del giro o muqâbala. Preguntar acerca del significado del samâ' carece de sentido. El samâ' es lo que uno encuentra en él; la impresión que causa es su sentido. Canta Rumí:
“Los corazones se han turbado con el samâ', se agitan como la nube de la primavera”.
Notas
[1] Cfr. Jean DURING, “Sufi Music and Rites in the Era of Mass Reprodution Techniques and Culture”, en Anders HAMMARLUND (ed.), Sufism music and society in Turkey and the Middle East, Estambul: Swedish Resersch Institute, 2001, p. 149
[2] Puede consultarse dicha ley en Shems Friedlander, The Whirling Dervishes, Nueva York: SUNY, 1992, p. 117. A pesar de las trágicas consecuencias derivadas de la prohibición de las cofradías sufíes, el espíritu mevleví en modo alguno pudo ser erradicado. Como una ironía de la historia, hoy asistimos a un renacer del interés por Mawlânâ Rumí y su tarîqa no sólo en la propia Turquía, sino más allá también
[3] Citado en Shakina REINHERTZ, Women called to the path of Rumi, Prescott (Arizona): Hohm Press, 2001, p. 32
[4] Ananda K. COOMARASWAMY, La transformación de la naturaleza en arte, Barcelona: Kairós, 1997, p. 51
[5] Ursula & Kurt REINHARD, Musique de Turquie, Paris: Buchet/Chastel, 1969, p. 194
[6] Nayi, al igual que neyzen, indica, en turco, la maestría en la interpretación del ney
[7] Si es apreciado dicho ayin-i sharîf es porque aparecen musicados los míticos dieciocho primeros versos del Mathnawí de Mawlânâ Rumí, en los que el trovador iranio evoca todo el simbolismo del ney. Existe en el mercado musical una grabación excepcional de dicho ayin-i sharîf, a cargo del The Mevlevi Ensemblre of Turkey, dirigido por Dogan Ergin y la participación como voz solista del gran cantante y recitador de Corán Kani Karaca: “Mevlevi Ceremonial Music”, Santa Bárbara (USA): Water Lily Acoustics, 1995
[8] Véase Jean DURING, Musique et extase. L’audition mystique dans la tradition soufie, París: Albin Michel, 1988, pp. 29-55
[9] Cada año, durante la semana del 17 de diciembre, fecha en la que se conmemora la noche de la muerte de Rumí (shab-o ‘arûs), tiene lugar en la ciudad turca de Konya un festival musical en el que cada noche puede verse un samâ' en el Pabellón Municipal de Deportes de la ciudad
[10] Véase Raymond Lifchez (ed.), The dervish lodge. Architecture, art and sufism in Ottoman Turkey, Los Ángeles: University of California Press, 1992, p. 101 ss.
[11] Véase al respecto, Shaker Laibi, Soufisme et art visual. Iconographie du sacré, París: L’Harmattan, 1998, pp. 94-95
[12] Los persas Farid-ud-Dín al-'Att^rr, autor de La Asamblea de los pájaros, y Hakim Sanaí, cuyo célebre El jardín amurallado de la verdad es una de las cimas de la poesía mística persa, son los dos autores que más influyeron en el estilo poético de Rumí, así como en su visión sufí del mundo. Se dice que con el primero tuvo un encuentro en la ciudad iraní de Nishabur
[13] Véase Eva de VITRAY-MEYEROVITCH, Rûmî et le soufisme, París: Éditions du Seuil, 1977
[14] Se trata, básicamente, de dos obras: Manâqib al-‘Arifîn de Ahmad al-Aflakí (m. 1353) y Risâla-i Sipahsalar de Fariddún bin Ahmad Sipahsalar. De la primera existen dos traducciones al español, aunque ambas dejan mucho que desear: Leyendas de los sufíes. Historias de la vida y enseñanzas de Rumí, Madrid: EDAF, 1997 y Rumí: maestro de derviches, Madrid: SUFÍ, 1999
[15] Abdülbaki GÖLPINARLI, Mevleví Adab ve Erkani, Estambul: Inkilab ve Aka, 1963
[16] Maurice Béjart, Lettres à une jeune danseur, París: Actes Sud, 2001, p. 8
[17] Joscelyn GODWIN, Armonías del cielo y de la tierra. La dimensión espiritual de la música desde la antigüedad hasta la vanguardia, Barcelona: Paidós, 2000, p. 93
[18] Cfr. Ibn al-Arabi, El Árbol del Universo, Madrid: SUFI, 1989
[19] Cfr. Joscelyn GODWIN, op. cit., pp. 23-25
[20] El nombre Muhammad, que en árabe quiere decir “el que se ha hecho digno de elogio”, posee forma pasiva
[21] Sobre el rico simbolismo del ney, véase nuestro ensayo Halil BÁRCENA, “El lamento de la separación. Notas a propósito del ney, la flauta sufí de caña”, SUFÍ nº 6, Madrid: Orden Sufí Nematollahí, otoño-invierno, 2003, pp. 42-45
[22] Rumí, Luz del alma. Selección de poemas, traducción de Mahmud Piruz y José Mª Bermejo. Madrid: Gaya, 2001, p. 14
[23] Corán 7, 172
[24] Véase Jean DURING, “L’autre oreille. Le pouvoir mystique de la musique au Moyen-Orient”, Cahiers de Musiques Traditionnelles, nº 3, Ginebra: Ateliers d’Ethnomusicologie, 1990, pp. 57-78
[25] Corán, 36, 82
[26] Cfr. Ilker Evrim Binbash, “Music and Samâ’ of the Mavlaviyya in the Fifteenth and Sixteenth Centuries: Origins, Ritual and Formation” en Anders HAMMARLUND, op. cit., pp. 67-79
[27] Véase nota 31
[28] Un hadîz qudsí es aquél dicho en el que Dios habla en primera persona por boca del profeta Muhammad, mientras que en el hadîz nabawí o profético es el propio Muhammad quien habla por sí mismo.
[29] Martin LINGS, Un santo sufí del siglo XX. El Shayj Ahmad al-‘Alawî, Palma de Mallorca: J. J. de Olañeta, 2001
[30] Annemarie SCHIMMEL, L’incendie de l’âme. L’aventure spirituelle de Rûmî, París: Albin Michel, 1998
[31] Cfr. Annemarie SCHIMMEL, Las dimensiones místicas del Islam, Madrid: Trotta, 2002, p. 226
[32] Cfr. Libro de la escala de Mahoma. Según la versión latina del siglo XIII de Buenaventura de Siena, Madrid: Siruela, 1996, pp. 73-74
[33] Sus grabados están recogidos en Talat SAIT HALMAN-Metin AND, Mevlana Celaleddin Rumi and The Whirling Dervishes, Estambul: Dost Yayinlari, 1983.
[34] Henry CORBIN, La imaginación creadora en el sufismo de Ibn ‘Arabî, Barcelona: Destino, 1993, p. 89
[35] Titus BURCKHARDT, El arte del Islam, Palma de Mallorca: J. J. de Olañeta, 1988, p. 70
[36] Cfr. Martin LINGS, op. cit., p. 89
[37] Cfr. Alain DANIÉLOU, Sémantique musicale, París: Hermann, 1978, p. 63
[38] Jean DURING, “L’autre oreille. Le pouvoir mystique de la musique au Moyen-Orient”, Cahiers de Musiques Traditionalles nº 3, 1990, p. 66
[39] Corán, 2, 115
[40] Cfr. Réne GUÉNON, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, Barcelona: Paidós, 1995, p. 156 y ss.
[41] Cfr. Jean-Paul ROUX, op. cit., pp. 281-314.
(Publicado en Jacinto Choza-Jesús de Garay (eds.), Danza de Oriente y danza de Occidente, Sevilla: Thémata, 2007)