Del rezar
Halil Bárcena
Sí, es cierto, hubo un tiempo en el que recé. De hecho, he rezado desde bien pequeño, podría decirse que casi desde siempre. Pero ahora ya no, o al menos no como entonces, aunque tampoco como de adulto. No rezo, y menos aún en mezquitas ni iglesias, sinagogas o pagodas. Hay quien dice que rezar es dialogar con el gran desconocido. De ser así, insisto, yo no rezo, pues cuando me siento en el suelo, al rayar el alba, siempre en el mismo rincón de casa, descalzo, los ojos cerrados, la cabeza ligeramente inclinada hacia el corazón, más que dialogar con nadie lo que trato de hacer es, justamente, lo contrario: silenciar, pararlo todo. Un silencio que no pide nada, que nada exige ni reclama, que nada espera. Un silencio que es eso, nada. Un silencio que es experiencia solitaria, aunque también sé que el silencio colectivo suma. En uno de los pasajes más sublimes del Corán (50, 16) se afirma que Él, Dios, está más cerca de nosotros que nuestra propia vena yugular. Pues bien, eso es todo cuando hago: oír desde el silencio el palpitar de mi yugular.
He empleado los últimos veinte años de mi vida en el sufismo, una tradición, que en su mejor cara, al menos la que a mí más me interesa, abomina de todo formalismo. Un místico sufí de principios del siglo X, el persa al-Hallāŷ escribió: “Para los amantes, los sufíes, rezar es un acto de infidelidad”. A mí, rezar se me ha vuelto inútil, el silencio no. El silencio y… también la música. Como decía el poeta libanés Jalīl Ŷibrān, cristiano para más señas: “el canto es la mejor oración”. Con Rūmī (s. XIII), maestro de derviches, aprendí años atrás que la música y la danza del giro constituyen, en efecto, una forma de orar. Así pues, desde que danzo ya no rezo. O mejor dicho aún, ahora rezo danzando.
(Publicado en El Ciervo nº 662, mayo 2006, p. 25)