UN PÁJARO PERSA LLAMADO RUMÍ
En el 800 aniversario
del nacimiento de Rumí
Halil Bárcena
Este año 2007 los derviches están de aniversario. De aniversario y de enhorabuena. Y es que con motivo del 800 aniversario del nacimiento del poeta y místico sufí persa Mawlānā Yalāl al-Dīn Muḥammad Baljī, más conocido en Occidente como Rūmī (Balj, Afganistán 1207-Konya, Turquía 1273), la UNESCO ha declarado el 2007 “Año Internacional Rūmī”, una oportunidad inmejorable, qué duda cabe, de dar a conocer el legado literario y espiritual del que sin duda es uno de los máximos exponentes no ya de la espiritualidad sufí, sino de la mística universal de todos los tiempos.
Ciertamente, Rūmī, maestro de derviches, no es un extraño para el público cultivado occidental, sensible a las cuestiones del espíritu. En las últimas décadas, su proyección ha sobrepasado con creces los lindes geográficos -y los espirituales también- del Islam. Hoy, Rūmī está presente -e influye- en el estudio de la espiritualidad en los más diversos medios y ámbitos de todo el mundo.
El rotativo norteamericano The Christian Science Monitor recogía, el 25 de noviembre de 1997, un artículo de la periodista Alexandra Marks en el que se afirmaba que Rūmī se había convertido en el poeta más vendido en los Estados Unidos, lo cual no deja de tener su gracia, tratándose de ¡un poeta musulmán, nacido en el Afganistán del siglo XIII, y que para colmo se expresaba en persa, la actual lengua de Irán!
Sin duda alguna, la proclamación del “Año Internacional Rūmī”, un acontecimiento no carente de trascendencia en esta época de encuentro forzado de culturas, ha supuesto el reconocimiento oficial del carácter universal de la filosofía mística de ese pájaro persa llamado Rūmī, cuyo vuelo alcanzó las más altos cimas de la experiencia mística. En cierto modo, la celebración de dicha efeméride vendría a hacer bueno el aforismo derviche según el cual: “El santo lo es para todo el mundo”; y para todos los tiempos, añadiría yo. Efectivamente, el santo, el walī o Amigo íntimo de Dios, según el léxico técnico de los sufíes, no se pertenece a sí mismo. Su fuerza germinativa, capaz de apelar también al atribulado hombre contemporáneo, escapa a su tiempo; está por encima de él, más allá de cualquier determinismo espaciotemporal. Hay hombres que poseen un raro y misterioso poder de imantación espiritual. Pues bien, Rūmī es uno de ellos.
No obstante la notable popularidad alcanzada por Rūmī, al menos por un cierto Rūmī, entre el público cultivado occidental, aún sigue siendo un autor en buena medida desconocido, repleto de agujeros negros. Y es que la ventolera de estima que le ha sobrevenido al maestro de Konya tras la ingente proliferación de versiones de sus poemas -Franklin D. Lewis, uno de sus biógrafos, habla de verdadera Rūmīmanía- no se ha traducido, a mi modo de ver, en una mejor y más certera comprensión de su vasta obra, cuajada de sentidos, y de su proteica personalidad.
“La fe de la senda del amor es diferente.
La embriaguez del vino del amor es diferente.
Todo lo que aprendas en esta taberna derviche es diferente,
puesto que todo lo que aprendes del amor es diferente”.
Rūmī: uno y múltiple. Rūmī sufí abducido por el amor, Rūmī poeta del éxtasis, Rūmī derviche giróvago que danza sobre sí mismo en pos de una divinidad por definición inaferrable, Rūmī pájaro de vuelo místico, Rūmī espiritual en el límite de la posibilidad del pensar y el sentir y del mismo lenguaje, Rumí más allá de la religión. Escribe el maestro persa de Konya en uno de sus más encendidos ġazales:
No soy cristiano, ni judío, ni parsi, ni musulmán.
No soy del este, ni del oeste, ni de la tierra, ni del mar (…).
Mi lugar es el no-lugar, mi señal la no-señal.
No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del Amado.
He desechado la dualidad, he visto que los dos mundos son uno.
Uno busco, uno conozco, uno veo, uno llamo.
Estoy embriagado con la copa del amor,
los dos mundos han desaparecido de mi vida.
No me resta sino danzar y celebrar”
Tras la trágica desaparición de Šams al-Dīn, el Sol de Tabrīz, muy posiblemente asesinado por algunos alumnos del propio Rūmī celosos del influjo ejercido por aquel extraño derviche lleno de contrastes, el maestro persa, en efecto, se entregó en cuerpo y alma a la danza del corazón y la poesía. Afirma Rūmī: “Muchos son los caminos que conducen a Dios; yo he elegido el de la música y la danza”.
El derviche no persigue atrapar la realidad; antes bien, expresa al danzar su solidaridad con un cosmos habitado por el ritmo, el orden geométrico y el movimiento duradero. Danzar es trascenderse, situarse en el lindero de lo humano, para hacerse partícipe de la liturgia de la vida y sus leyes. Danzar significa vaciarse, morir a sí mismo. Canta Rūmī:
Hay quien se toma a sí mismo en serio
y considerarse a sí mismo es un veneno”.
(Artículo publicado en la revista El Ciervo nº 678-679, septiembre/octubre 2007, pp. 38-39)