Dice un viejo adagio sufí persa: “¿Sūfī chist? ¡Sūfī… sūfīst!”; o lo que es lo mismo: “¿Qué es un sufí? Un sufí es… un sufí”. Pues bien, el sufismo no es más que eso… ¡el sufismo! Al igual que la vida o el amor, pongamos por caso, el sufismo es una realidad inefable, indefinible, no divisible, que sólo admite, valga la expresión, ser vivible. Como el Tao, que deja de serlo cuando es descrito, el sufismo que se puede nombrar no es el sufismo. Hablar sobre él es, en cierto modo, traicionarlo. Y en principio -pero sólo en principio-, eso sería todo. Por consiguiente, el sufismo no es nada más que vivir (lo cual no es poco); al fin y al cabo, la vida es su propia meta. Vivir, eso sí, como sólo merece la pena hacerlo: despierto, alerta, de forma espontánea, aquí y ahora (en definitiva, la vida dura un momento, el presente). Por eso, se ha dicho a veces del sufí que es ibn al-waqt, el “hijo del instante”. Vivir desde la admiración y el amor por todo cuanto es. En el camino espiritual, dirá Mawlānā Rūmī, todo es maravillamiento.
¿Sufismo? Nada más que vivir. Vivir … y beber, nos dirá el también poeta persa Hāfiz (m. 1389). Beber para festejar. El sufismo tiene mucho de celebración y agradecimiento, de brindis por la vida. Eso es, a fin de cuentas, el samā‛, la danza circular de los derviches giróvagos: celebración de un cosmos encantado que gira y gira incesante y en cada vuelta se (re)crea de nuevo. Vivir en plenitud, al límite, sin cortapisas, con un punto indisimulado de rebeldía frente a la vida aceptada como una cuadrícula gris, como vino que ha de diluirse en muchas partes de agua, tantas que al final pierde toda su capacidad embriagadora. “Únicamente puede ser llamado hombre quien conoce el vino”, proclamaba Sulṭān Walad, hijo de Rūmī, tomando en cuenta que en el simbolismo báquico, tan caro al sufismo, el vino alude a los efectos turbadores de la experiencia unitiva con la divinidad, esa que nos desencuaderna el alma. Una rebeldía espiritual y vital, la sufí, que en modo alguno ha sido una impostura esnob a lo largo de la historia (ahí está si no para desmentirlo la poblada lista de mártires que, sin pretenderlo, el sufismo ha dado: el primero de todos, el caso dramático de Mansūr-e Hallāŷ (m. 922), célebre por su alocución teopática: “Anā al-Haqq”, “Yo soy la Realidad Real Divina”), sino el fruto lógico de una indagación espiritual asumida hasta sus últimas consecuencias, hasta el punto incluso de trascenderse a sí misma; una búsqueda llevada hasta el finisterre de lo humano, ese lugar no-lugar, utópico, del que hablaba Sohrawardī (m. 1191), “donde el dedo índice ya no puede indicar la ruta”.
Con todo, lo cierto es que el sufí habla de Dios lo justo, esto es, poco, tal como si hubiera hecho suyo el mandato bíblico de no tomar su nombre en vano. “Quienquiera que conozca a Dios, no dice ya más «Dios»”, reconocía Bāyazīd Basṭāmī (m. 859), el gran polo espiritual del sufismo persa del Jorāsān, junto con el de Bagdad, las dos grandes corrientes del sufismo clásico. Según una opinión bastante generalizada, el término tasawwuf, traducido en Europa por sufismo, deriva de sūf, palabra árabe que significa lana, en alusión a la vestimenta que supuestamente usaban los primeros sufíes como signo de sencillez y entrega. Sin embargo, hay quien lo remonta al verbo árabe sūfiya, ser purificado, e incluso a la expresión ahl al-suffa, “la gente del banco”, con la que se designaba a algunos compañeros de Muhammad, profeta del islam, que residían cerca de él para mejor embeberse de su presencia y de su ejemplo. Ello nos daría la clave de una de las grandes fuentes de la que brotará el sufismo clásico: el mensaje coránico aportado por el islam, y muy especialmente el concepto de wahda al-wuŷūd o unidad de la existencia, que los gnósticos sufíes quieren ver en él; mientras que la otra fuente sería la tradición persa preislámica del ŷavānmard o caballería espiritual (y su ideal de nobleza), como bien apunta el maestro sufí contemporáneo Javad Nurbakhsh.
En resumen, el sufismo no es una intensificación de la fe islámica, ni es el islam debidamente practicado, a no ser que se hayan confundido mística y piedad, mística y ritualismo, espiritualidad y religión. De hecho, ninguna mística, y mucho menos la sufí, es una religión debidamente practicada, como pretendía Louis Massignon. Tampoco es el sufismo el islam progre, ni siquiera la mística del islam. De hecho, hay vías místicas islámicas no sufíes, como es el caso, por ejemplo, de la ši‛a ismā‛īlī. El sufismo es más un camino de conciliación del amor y el conocimiento que una doctrina o un sistema filosófico. Como afirma Marià Corbí: “La luz del conocimiento enciende el amor; el fuego del amor enciende la luz del conocimiento”. Es más un camino de tanteo e indagación espiritual y una experiencia plena de la vida que un discurso teórico sobre la espiritualidad o un sistema de creencias al que someterse. Al fin y al cabo, el único compromiso del derviche es con la Verdad. Ese y no otro es su único deber, la tarea sagrada a la que se entrega con todas las potencias de su ser. No es el derviche un hombre de preceptos -aunque por responsabilidad social o por ayudar a otros pueda servirse de ellos- sino de visión. Afirma sin tapujos el maestro sufí Ahmad Al-‛Alāwī (m. 1934): “La fe es necesaria para los religiosos, pero deja de serlo para los que van más lejos y llegan a auto-realizarse en Dios. Entonces ya no creen porque ven. Ya no hay más necesidad de creer cuando se ve la verdad”.
(Publicado en Dialogal, nº 23, otoño 2007, pp. 22-25)