El sufismo, toda mística en realidad, es generador de lenguaje. Y lo es dado que el sufí explora ámbitos del vivir humano jamás antes hollados que exigen un lenguaje nuevo, distinto al comúnmente empleado. Dicho lenguaje sufí nuevo, al que han contribuido sobremanera Mansûr Hal·lâj, Ibn 'Arabî o Mawlânâ Rûmî, lo obtienen los espirituales islámicos a base de llevar el vocabulario usual a su finisterre gramatical. Resumiento mucho podría decirse que lo nuevo, y la experiencia espiritual constituye el paroxismo de lo nuevo, pide un léxico también nuevo, no gastado por la cotidianidad y su batería de lugares comunes y prejuicios que poco aportan al desvelamiento de lo espiritual.
El sufí se entrega a la tarea de forjar un nuevo lenguaje válido para decir lo místico de forma a veces angustiosa. Y es que, insisto, el lenguaje común se le queda pequeño al sufí, pero al mismo tiempo no puede abandonar su intento genesíaco dado que no hay nada más doloroso que no poder explicar a otros las maravillas que se están viendo. El amor no se puede callar, pero, a veces, ¡cuesta tanto expresarlo! En cierto modo, el sufí trata de hallar una especie de lenguaje 'perfecto', capaz de expresar las sutilezas de su pensamiento y de su atípica experiencia visionaria. Históricamente, los grandes sabios sufíes, que usaron fundamentalmente el árabe y el persa como lenguas de transmisión espiritual, recurrieron a los distintos procedimientos gramaticales que ofrecen dichas lenguas, el árabe en primer lugar al ser la lengua del Corán, como la derivación o ishtiqâq, la analogía o qiyâs, la idâfa -recurso tan propiamente árabe- o yuxtaposición de sustantivos que introducen un valor adjetival metafórico, la anfibología o iltibâs, etc.
La poesía del sufí es un desafío para la razón; al igual que “los asuntos de los amantes [‛ushâq]”, advierte el maestro persa de Konya, “que no tienen ni pies ni cabeza”. El poeta sufí nos habla, al tiempo, de la presencia/ausencia, de la reunión/dispersión, de la ebriedad/sobriedad, del gozo/dolor, de la vecindad/lejanía, de la expansión/contracción, en fin, de lo que a la vez “es” y “no es”. Se complace el poeta sufí, constantemente, en el equívoco y el doble sentido; se entrega sin escatimo al juego lingüístico de las ambivalencias fonéticas y semánticas, tejiendo toda una maraña de sonoridades y matices musicales que imanta y embelesa. Y todo ello no por antojo estético, sino con el único objetivo de compartir lo visto, que es el único conocimiento capaz de salvar al hombre y, por consiguiente, el único que no debe olvidarse jamás.