En Fakarava,
tras las huellas de Stevenson
"Son pocos los hombres que vienen a estas islas y las dejan", escribe Robert Louis Stevenson en su crónica de viajes Por los mares del Sur (la versión catalana de Edicions del Salobre, En els mars del sud, que es la que yo he devorado más que leído, es excelente), refiriéndose, justamente, a las islas del Pacífico que tan bien conoció y donde, fiel a sus propias palabras, acabó sus días, concretamente en la isla de Samoa, entre gentes que le aportaban más, mucho, muchísimo más, que sus contemporáneos europeos. Y es que el poder de imantación de estas islas es único. Dice el escritor escocés: "Ningún lugar del mundo ejerce una atracción tan poderosa sobre el visitante"; y este cronista, tras dos estancias en Tahití y otras islas de la Polinesia Francesa, no puede estar más de acuerdo con su admirado escritor. Stevenson atravesó el Pacífico -¡que es el menos pacífico de todos los océanos!-, a bordo del 'Casco', una goleta de setenta y cuatro toneladas, preciosa de hechuras, a juzgar por las fotografías de la época, en 1888, recalando en Fakarava, en las Islas Tuamutu, hoy territorio francés de ultramar, dos años más tarde. Y a Fakarava, justamente, que es como una perla emergente en medio del Pacífico, va dedicada esta 'postal de viaje'.
A diferencia de otras islas de la Polinesisa Francesa, como las Marquesas, por ejemplo, verdadero corazón de la cultura mao'hi y de su espiritualidad ultrajada por los misioneros cristianos y colonizadores americanos y europeos, las Islas Tuamutu carecen de montañas escarpadas y valles sinuosos, como los que Herman Melville, otro escritor que se dejó caer por estos pagos, describió en Taipi (un edén caníbal), tras su azarosa peripecia en las Marquesas. Y es que, como su propio nombre indica, las Tuamutu son un conjunto de 'motus'. En los distintos dialectos de la lengua polinesia, de Hawai (donde se le llama 'moku') a Nueva Zelanda y de Tahití a Rapa Nui, la Isla de Pascua chilena, 'motu' quiere decir islote. De hecho, un motu es un islote coralino bien de la corona de un atolón, bien del escollo de coral de una isla volcánica, lo cual ha condicionado su forma absolutamente plana.
A unos quinientos kilómetros al noreste de Tahití, la mayor isla de la Polinesia Francesa y su centro neurálgico, político y cultural, Fakarava es un atolón de forma rectangular de sesenta kilómetros de largo y tan solo veinticinco de ancho. Se trata del segundo atolón más grande de las Tuamutu, tras la decepcionante Rangiroa, una isla donde quien esto escribe no volverá a poner los pies jamás. Los habitantes de Fakarava no llegan a quinientos, concentrándose la mayoría en Rotoava, que ejerce de minúscula capital administrativa, y en cuyo puerto hace escala una vez al mes el mítico 'Ara-Nui-3', el barco mixto de mercaderías y pasajeros que une Tahití con las Islas Marquesas. Conocida antiguamente como Havaiki, nombre hoy, justamente, de la pensión familiar en la que este cronista pasó sus días, Fakarava fue descubierta por Bellinghausen en 1820 y evangelizada por el católico Laval en 1849, esto es, hace dos días. Y es que uno de los atractivos de visitar estas islas, más allá del embeleso que produce su belleza natural, insisto, única, es comprobar por uno mismo lo que en verdad significan la colonización y cristianización de unos territorios que, desde el punto de vista cultural y, por ende, espiritual, han sido literalmente hecho añicos.
Hoy, el espíritu del polinesio, "esos bribones tatuados", como se referían a ellos los pacatos y puritanos misioneros, es un continente a la deriva. Hablando de tatuajes, constituyen una expresión superlativa del espíritu y la espiritualidad polinesia y, por consiguiente, una de sus principales señas de identidad. Tras permanecer prohibido por los colonizadores, el arte del tatuaje vive hoy, afortunadamente, un instante de eclosión, de tal manera que es difícil ver hoy un polinesio no tatuado. En este, como en otros casos, los intentos evangelizadores han fracasado estrepitosamente. Dicho esto, aprovecho para mencionar el nombre de Siméon Huuti, un excelente tatuador marquesano, buen conocedor del espíritu que anima a este ancestral arte ritual, en cuyas manos me puse en el mercado central de Papeete, en Tahití, a la vuelta justo de mi estancia en Fakarava.
Pero, el lector ávido de conocer la trágica realidad del aplastamiento de la cultura polinesia puede dejarse guiar por Stevenson o Melville. Escribe, por ejemplo, el autor de Moby Dick: "Las atrocidades perpetradas en los mares del Sur contra algunos de sus inofensivos isleños superan lo creíble". Porque, a pesar de su espíritu guerrero, o tal vez por eso mismo, los polinesios son inofensivos, sobre todo si se les compara con los europeos, los franceses a la cabeza, que han hecho de la hipocresía y la doble moral sus mayores logros. Prosigue Melville, cargando ahora directamente contra los galos: "Y sin embargo, a pesar de su conducta inicua, en éste y otros asuntos, los franceses siempre han presumido de ser la más humanitaria y pulida de las naciones. Un alto grado de refinamiento, sin embargo, no parece refrenar tanto nuestras propensiones perversas, después de todo; y si la civilización misma se hubiera de estimar por algunos de sus efectos, resultaría quizás mejor que lo que llamamos la parte bárbara del mundo permaneciera sin cambiar". Pero, dejemos toda esa ruindad para subrayar la belleza sin parangón de las aguas azul turquesa que bañan la isla de Fakarava, los fondos marinos, un mundo invisible pero fascinante para el experto submarinista. Dejemos de lado toda esa ruindad que no ha podido subyugar del todo el espíritu indómito de unos hombres y mujeres siempre acogedores que atesoran en su corazón el latido de un espacio natural único, paradísiaco podría decirse, que para ellos es como una suerte de libro divino animado que les acoge, provee y guía. Curiosamente, no existen animales hostiles en las islas de los cálidos mares del sur, nada de arañas o serpientes, salvo el mosquito, importado por los blancos, y... ¡el francés! (la francesa también, por supuesto).
Al escribir estas notas de viaje, en estos días de enero en los que se enseñorea el frío en nuestra ciudad, uno echa la vista atrás con nostalgia y añora la calidez polinesia. Atrás quedan los chapuzones e inmersiones en Fakarava, los paseos en bicicleta de punta a punta de la isla, las veladas de risas y música de ukelele, las puestas de sol electrizantes y los amaneceres en la playa. Ya lo decía Stevenson, tras cuyas huellas vinimos a este rincón del planeta que más parece un santuario al aire libre en el que el espíritu humano se ensancha al unísono con el latido de la Tierra:
"Ningún lugar del mundo ejerce una atracción tan poderosa sobre el visitante". Y es que todo aquí despierta la alegría de vivir.
Nota: se recomienda leer el presente texto con la siguiente banda sonora de fondo: