La verdad del arte,
el arte de verdad
Halil Bárcena
Pocos ámbitos como el arte (por llamarlo de alguna forma) resultan tan evidentes a la hora de evaluar el naufragio de nuestra atribulada contemporaneidad. Repasando los artefactos considerados actualmente en Occidente expresiones artísticas se hace muy difícil sostener la idea de progreso, idolatrizada desde la irrupción de la modernidad. Lo que hoy vemos encumbrado a la categoría de obras de arte, auténticas aberraciones estéticas cuando no simples majaderías, nada tiene que ver con la belleza natural y el sentido intrínseco de la proporción y la armonía presentes sin excepción en el arte de los mundos tradicionales, el islam por ejemplo. Y es que si algo caracteriza a la modernidad es su culto patológico al feísmo. De ahí que todo cuanto se ha producido en las últimas décadas, y se produce hoy en día, sea rabiosamente feo. ¡Pudiéndolo hacer mal y feo, para qué hacerlo bien y bello! Esta parece ser la máxima de los artistas de hoy, encarnaciones perfectas de la vanidad, esto es, del orgullo de lo vano, es decir, de la nada interior más desoladora. Hace tiempo ya que en Occidente el artista (el músico, el pintor o el poeta) dimitió de su misión única como hermeneuta de la compleja sacralidad del mundo, para pasar a ser una suerte de geniecillo, henchido de ‘yo’ y psicológicamente atormentado, cuya actividad, cada vez más frívola e insubstancial, se limita a un experimentalismo azaroso y errático que no obedece más que a la necesidad patológica de tener que subvertirlo todo porque sí -prueba de una mentalidad desintegrada-, ya que a eso, justamente, se ha reducido en la actualidad la originalidad y no a la creación a partir de los orígenes, como la propia etimología de la palabra nos sugiere.
Más aún, hoy hay artistas (insisto, por llamarles de alguna forma) cuya obra nace, eso afirman ellos, de un supuesto deber de provocar, algo así como si su función no fuese otra que escandalizar. Ni que decir tiene que dicho deber de provocar es el verdadero artífice de la materialización de algunas de las imbecilidades artísticas contemporáneas más logradas; un deber de provocar que no es otra cosa que la coartada ideal para legitimar la mayor de las incompetencias artísticas. Nada hay en todo ello de revolucionario, a pesar de las proclamas incendiarias (¡siempre de salón!) de algunos artistas que, mal que les pese, forman parte, ellos sí, del sistema. Luc-Olivier d’Algange dio en el clavo al decir que el arte de las vanguardias era el arte oficial del siglo XX. Como bien apunta igualmente López Tobajas, “el arte de las vanguardias, lejos de oponerse al ‘sistema’, es su más nítida expresión y avanzadilla”. Por eso, lo verdaderamente escandaloso y contracultural hoy es la belleza y el conocimiento, eso es lo que en verdad con-mueve, lo que nos arranca de nosotros mismos para hacernos ver que el mundo no se reduce al mundo que vemos, que hay más realidad de lo que creemos y, además, ésta es más real de lo que somos capaces de imaginar.
Por su parte, el artista tradicional, fiel conocedor de las formas trascendentales y los arquetipos divinos, aún posee una mirada capaz de captar lo que Frithjof Schuon llamaba la ‘transparencia metafísica del fenómeno’. A diferencia del artista moderno, aquejado de una dramática cortedad de miras que le impide ver más allá de lo que para él es la opacidad impenetrable de las realidades inmediatas, el músico, el practicante de ebru o el calígrafo musulmán, pongamos por caso, sabe que toda manifestación por ínfima y sencilla que sea se integra en una realidad superior, pues es capaz de ver en las cosas algo más que las cosas mismas, signos de una divinidad que se muestra por doquier. Decía Mawlânâ Rûmî (m. 1273), maestro de derviches, que el sufí es aquel que cuando cierra los ojos ve algo más que hombre. Pues bien, el artista moderno cuando cierra los ojos, si es que alguna vez llega a hacerlo, no ve nada, y si acaso ve algo, es a sí mismo.
Una tradición espiritual, el sufismo islámico por lo que a nosotros hace, constituye un hecho unitario e integral, del que no es posible desgajar ni uno solo de sus atributos parciales sin que pierda todo su sentido y profundidad. De otro lado, como tal tradición integral el sufismo posee perfectamente integradas y también definidas las vías y formas específicas para la creación artística, ya sea la caligrafía o jatt, la música y la danza o samâ’, la miniatura o la práctica del ebru. Niyazi Sayin (Istanbul, 1927), neyzen turco, último exponente de toda una época esplendorosa de músicos afectos al sufismo, representa cuanto venimos diciendo a propósito del artista tradicional sufí, hombre sediento de esencialidad, en quien nada hay ni de frivolidad ni tampoco de vanidad. En el neyzen Sayin, el arte, ya sea tocar el ney, elaborar una lámina de ebru o realizar un tasbîh de estilo otomano, constituye la actividad propia de quien ha sabido integrar la capacidad y la vocación innatas a un constante e infatigable aprendizaje y un trabajo continuado a lo largo de toda una vida entregada a la indagación espiritual a través de la expresión artística. En los links que adjuntamos a continuación puede contemplarse su quehacer, al tiempo que se entrevé su rica personalidad de derviche:
http://www.youtube.com/watch?v=hxz3UjymSTw