En 1989, vio la luz un libro singular, Ibn ‘Arabî ou la quête du Soufre Rouge (Éditions Gallimard, París, 1989; existe traducción al español en Editora Regionald e Murcia, 1996). En él, su autora, la prestigiosa islamóloga francesa Claude Addas, recogió su tesis doctoral sobre la vida del gran sufí andalusí Ibn ‘Arabî (Murcia 1165 – Damasco 1240). Esta obra es singular, por un lado, porque, aun siendo un trabajo riguroso de investigación histórica, no deja de ser un relato apasionante sobre la vida del maestro andalusí; y, por otro, por la propia figura del llamado Shayj Al-Akbar, el Doctor Maximus de la espiritualidad islámica (1).
Sobre la primera cuestión, una mera ojeada al libro muestra la riqueza del lenguaje técnico sufí recogido en él, lo que permite a Claude Addas hablar del maestro en el propio lenguaje del maestro, y al lector, atisbar la riquísima paleta de matices y la honda belleza del tasawwuf o sufismo islámico. Una lectura ya más atenta de la obra permite apreciar también un trabajo ingente de inmersión directa, por parte de la autora, tanto en los escritos del propio Ibn ‘Arabî como en una amplísima documentación árabe y persa acerca de él. La investigación histórica llevada a cabo por Addas recrea así el contexto en el que se desplegó el pensamiento de Ibn ‘Arabî, inseparable de su experiencia personal (él mismo afirmó: “Sólo escribo de lo que conozco”), y pone de manifiesto que “ni los compañeros de Ibn ‘Arabî fueron meros comparsas, ni sus contemporáneos meros figurantes, ni los países en los que vivió meros decorados, ni los acontecimientos que vivió, meras peripecias” (2). No olvidemos que el paisaje político, cultural y social por el que transitó Ibn ‘Arabî fue el propio de una época convulsa que vivió la Reconquista en Occidente y las Cruzadas y las invasiones de los mongoles en Oriente. Pero si algo destaca en el libro que nos ocupa es la fascinante figura de su protagonista. Él encarna, viene a decirnos Claude Addas, la búsqueda de Al·lâh, expresada en el potente símbolo del azufre rojo, el único elemento, como es sabido, que permite transformar la plata en oro y que, en el lenguaje del tasawwuf, expresa la excelencia del grado espiritual alcanzado por el walî o amigo íntimo de Al·lâh. A tal punto ello es así que Ibn ‘Arabî fue calificado muchas veces por sus discípulos y seguidores precisamente como azufre rojo, al-kibrît al-ahmar en árabe (3).
La búsqueda del azufre rojo es un viaje, que en el caso del Shayj al-Akbar, se despliega en una doble dimensión: la horizontal, que conducirá a nuestro protagonista desde su Murcia natal hasta Damasco, ciudad en la que acabará sus días, pasando por el Norte de África, Bagdad, El Cairo, Jerusalén, Bagdad, Mosul y otros muchos lugares en los que conocerá a infinidad de personas y asistirá a numerosísimos discípulos; y la vertical, en virtud de la cual Ibn ‘Arabî atravesará múltiples ahwâl, o estados espirituales, y maqâmât, o estaciones espirituales. Ambas dimensiones se fecundan mutuamente y así explica Addas cómo, estando en Fez, en 1198, el Shayj al-Akbar efectuó el más largo y extraordinario de sus viajes, “un viaje vertical y no ya horizontal, celeste y no ya terrestre, espiritual y no ya corporal, que conduce al peregrino, más allá de toda frontera geográfica, hasta la presencia divina, a la distancia de “dos medidas de arco o menos” (Corán 53, 9) (4). Se trata del mi’râj o ‘Viaje Nocturno’ (Corán 17, 1), el viaje espiritual por excelencia del islam, realizado por el profeta Muhammad, y que el walî trata de emular, actualizándolo en espíritu.
En una ocasión, Claude Addas fue preguntada acerca del viaje vertical y de sus viajeros. De entre estos últimos, Addas distinguió dos categorías. La de aquellos para los que el viaje hacia Dios es fácil, sin obstáculo alguno, puesto que simplemente son “arrebatados” directamente por Dios de sí mismos, y la de aquéllos para los cuales el viaje es arduo y dificultoso, a pesar de lo cual llegan también a la meta. Pues bien, la primera categoría de viajeros se caracterizará por no tener jamás discípulos, puesto que no haber conocido las dificultades de la vía, les impide ser guía de otros. Mientras que aquellos que han recorrido la senda paso a paso, enfrentándose a todas y cada unas de las trabas del camino, conocen sus peligros y sus nudos: en definitiva, se conocen a sí mismos. Estos últimos, una vez culminado el viaje vertical, volverán hacia las criaturas para guiarlas. Interrogada Addas acerca de la categoría a la que pertenecía el maestro andalusí, contestó que a ambas, siendo ello lo que fundamenta la doble misión del Shayj al-Akbar. Así, por haber sido “arrebatado” directamente por Dios, Ibn ‘Arabî es el heredero por excelencia del patrimonio de ciencias espirituales legado por el Profeta del islam. Sin embargo, este tesoro o depósito sapiencial (amâna), por su propia naturaleza, sólo está destinado a la élite de la comunidad, constituida por los awliyâ’ (plural de walî). Por ello, Ibn ‘Arabî tendrá también un segundo cometido, fruto de haber conocido, una a una, todas las dificultades de la vía. De forma más general (y de conformidad con el ejemplo del profeta Muhammad que fue enviado a todos los hombres), deberá guiar a los seres, a todos los seres, ya sean reyes, juristas, gnósticos o simples fieles.
Este doble compromiso con la humanidad y con el tesoro o depósito del que es heredero, es la razón de su ingente y prolífica obra, en la que destacan “Las iluminaciones de la Meca” (Al-futûhât al-makkiyya) y “Los engarces de la sabiduría” (Fusûs al-hikam). Es, precisamente, esta dimensión fundamental de universalidad y de generosidad la que, a ojos de Claude Addas, caracteriza la persona y obra de Ibn ‘Arabî. Una vez asumida su función, Ibn ‘Arabî trató de no limitar la irradiación de su baraka o bendición divina a nadie, ni a los no musulmanes. Escribió el propio maestro sufí: “Gracias a Dios, no soy de los que aman la venganza ni el castigo: al contrario, Dios me ha creado misericordioso y me ha hecho heredero de la misericordia de aquel a quien fue dicho: “Nosotros no te hemos enviado sino como misericordia para todo el mundo” (Corán 21, 107)”. Este leitmotiv de la compasión divina, de la rahma abarcando a todos los seres, será, para el maestro andalusí, una obsesión. Escribirá a su vez Claude Addas, casi hablando por voz del Sheij al-Akbar: “Todos los hombres, lo sepan o no, no adoran sino a Dios, porque es el ‘Aliento del Misericordioso’ el que les ha dado existencia, porque cada uno de ellos lleva en sí la impronta de una de las caras infinitamente múltiples del Uno”.
Notas:
(1) Shayj al-Akbar, en árabe “el más grande de los Maestros”, sobrenombre con el que es conocido Ibn ‘Arabî.
(2) Claude Addas, Ibn ‘Arabî ou la Quête du Soufre Rouge, Gallimard, París, 1989, p. 22.
(3) Véase la reciente entrada “El azufre rojo” de Halil Bárcena, en este mismo blog:
http://instituto-sufi.blogspot.com/2011/07/simbolos-el-azufre-rojo.html.
(4) Claude Addas, op. cit., p. 186.
Si les apetece escuchar a Ibn ‘Arabî en la voz de Claude Addas, una mujer de cuyo rostro emana la belleza de la serenidad y la inteligencia, clikad aquí: http://www.youtube.com/watch?v=iVIInJBom6M&feature=related.
Leili Castella es licenciada en Derecho y pianista. Rebâbista del grupo 'Ushâq, es coordinadora del Institut d'Estudis Sufís de Barcelona.