No hay duda que el islam constituye una de las grandes tradiciones religiosas y civilizaciones del agua. Tal vez por haber irrumpido en la historia en un espacio geográfico, la Arabia del siglo VII, escasa en recursos hídricos, los primeros musulmanes valoraran el líquido elemento de una manera superlativa, hasta el punto de llegar a sacralizarlo. Esa es una de las razones que explica el uso extraordinario del agua llevado a cabo en el arte islámico, la arquitectura y la jardinería, fundamentalmente. Pensemos si no en los jardines mogoles de Srinagar, en la Cachemira india (Shalimar Bag, por ejemplo) o en la Alhambra de Granada, sin ir más lejos, con su excelso Generalife.
A ojos islámicos, el agua, según se desprende del propio texto coránico, aparece íntimamente ligado a las imágenes del vergel y del paraíso. Sin embargo, es en el tasawwuf o sufismo islámico donde se lleva a cabo un mayor desplegamiento del simbolismo del agua. Según la cosmogénesis de los espirituales sufíes, el agua no es un elemento más en el orden del mundo, sino que se trata del elemento primordial y universal, transmisor, primero, de la vida y, en segundo lugar, del conocimiento divino. Siguiendo el conocido pasaje coránico que dice "e hicimos a todo ser viviente del agua" (Corán 21, 30), Ibn 'Arabî de Murcia, autor de una de las más complejas y apasionantes exposiciones del llamado sufismo especulativo, considera que el agua es el elemento superior, la materia de la vida, el primer ser o primera criatura, la esfera de la vida, falak al-hayât en árabe. También lo denomina el sabio murciano "el primero y más anterior de los nombres", pues la vida toda proviene del agua, una vieja idea hermética islamizada más tarde por los sufíes. En otras palabras, el agua es el origen de todo, el agua es el secreto de todas las cosas. Quien conoce el agua, que es una suerte de don divino por el que se transmite tanto la vida como el conocimiento, conoce la totalidad de la vida.
Es propio de los espirituales sufíes el gusto por el viaje, tanto real como metafórico. Según como se mire, la vida es un viaje; también la senda interior sufí constituye un verdadero viaje consistente en salir hacia sí mismo. En definitiva, el destino del hombre es viajar. Todo es devenir y transformación, a partir, justamente, del agua primordial, cuya capacidad de adoptar cualquier forma se transmite por igual a los seres vivos (incluido el hombre), dado que todos ellos han sido creados a partir del agua y, por consiguiente, derivan de él. Es conocida dentro de la antropología sufí la concepción según la cual se equipara al hombre con el Cosmos. En el microcosmos humano están los distintos elementos (tierra, agua, aire y fuego) presentes en la existencia. Para los sufíes, sin embargo, la consecución del insân al-kâmil o ser humano realizado, perfecto, integral, cósmico, tendrá que ver, forzosamente, con el agua, que es el elemento vital e interviene en todos los procesos humanos, por supuesto también en los de carácter espiritual.
Desde el punto de vista del sufismo operativo, de eso que técnicamente se denomina la vía o senda (tarîqa), el agua simboliza la renovación de la vida y del conocimiento, tras haber muerto antes de morir, según reza el célebre hadîz muhammadí. El agua es, pues, símbolo de la transmutación sufí consignada en los términos fanâ' (verdadera muerte iniciática) y baqâ' (subsistencia en la presencia de lo divino). El agua simboliza el estado de resurrección: lo que queda de nosotros cuando ya no queda nada de lo que ilusoriamente creíamos ser. Y a eso, justamente, es a lo que alude la expresión sufí beber el agua de la vida (mâ' al-hayât, en árabe; âb-e hayât, en persa).