De Mevlânâ Rûmî a Yunus Emre
(El legado cultural y espiritual del sufismo turco)
Halil Bárcena
Son los poetas, siempre los poetas y solamente
los poetas, quienes saben decirlo todo mejor. A ellos les asiste el don por
excelencia de la Palabra. Pero, no de cualquier palabra, sino de la Palabra con
mayúsculas, puesto que lo suyo nada tiene que ver con el bla bla bla al uso que marea el lenguaje para, a la postre, no
decir nada. La suya, la de los poetas, es esa palabra esencial que contiene lo
esencial de la palabra, que no es otra cosa que el silencio creador. Y es que la
gran poesía, como la gran música, tiene que ver con el silencio más que con las
palabras. Decía el poeta turco contemporáneo Fazil Hüsnü Daglarca: “Poesía es lo que queda cuando desaparecen
las palabras”.
La palabra del poeta sufí -la de los dos
ejemplos que hoy nos convocan: el persa de nacimiento, aunque turco de adopción,
Mevlânâ Rûmî (m. 1273), inspirador de la escuela sufí de los derviches
giróvagos, célebres por el sema, el oratorio
musical que incluye la danza circular; y el turco Yunus Emre (m. 1321), una de
las expresiones más logradas, tal vez la mejor, de lo que podríamos denominar la
‘cultura anatolia’, en la que convergen la profundidad de la espiritualidad
islámica y la ancestral espiritualidad turca impregnada de valores chamánicos-;
la palabra del poeta sufí, digo, es una palabra genesíaca y reveladora.
Genesíaca, en tanto que generadora de nuevos mundos y posibilidades del vivir
humano. Reveladora, ya que levanta el velo que cubre la naturaleza real de las
cosas, lo que somos, eso que siempre hemos sido y a menudo olvidamos. No en
balde, el poeta sufí irrumpe en el mundo para recordarle al ser humano lo
esencial: que es mucho más de lo que piensa y mucho menos de lo que se cree.
Pero, también es la palabra del derviche, tanto
la de Mevlânâ como la de Yunus Emre, una protesta deslumbrante frente a quienes
reducen lo espiritual a lo religioso y lo religioso a lo jurídico, es decir, al
cumplimiento (¡cumplo y… miento!) de un formalismo huero y de un moralismo
castrante. Un grito de protesta frente a los que pretenden monopolizar la
verdad, como si la verdad fuese algo tangible que se pudiera poseer, como quien
posee un objeto cualquiera. En suma, una protesta deslumbrante ante quienes
confunden vivir con producir y priman el cumplir frente al comprender, el tener
en detrimento del ser. Mevlânâ Rûmî y Yunus Emre, cada uno a su manera: el
primero mediante una poesía más culta, inspiradora más tarde de la llamada
literatura turca del diwân; el
segundo, fiel cultivador de las formas poéticas turcas más populares, encarnan
mejor que nadie una particular vivencia interior, más allá de las formas
religiosas, cuya rebeldía e inconformismo les condujo a chocar en no pocas
ocasiones con el poder religioso imperante. Escribe Yunus Emre, por ejemplo:
“Yunus
Emre le dice al sabio religioso:
Acaso
mil veces debamos peregrinar a La Meca,
Pero
mejor que todo de ello
Es
penetrar en un corazón”.
El de Mevlânâ
Rûmî, más específicamente, es un arte poético de la insinuación, expresamente
ambiguo, en el que nada se define, limita o acota de una vez por todas, sino
que todo se apunta y sugiere, todo permanece abierto, nada posee una sola
lectura. Se diría, por momentos, que pretende sorprender al interlocutor
mediante expresiones que, a la manera del ko’an
japonés, persiguen confundir las facultades lógicas y producir así una
comprensión no discursiva del sentido real de las palabras pronunciadas.
Así
pues, mediante giros y cabriolas verbales, llevando cada palabra al límite de
sí misma, a su finisterre semántico, persigue
el poeta sufí, Mevlânâ o Yunus Emre, mostrar no ya las palabras ocultas en las
palabras, ni tampoco su intimidad o sus voces subterráneas, sino el silencio
inefable del que éstas brotan y al que irremisiblemente remiten, consciente de
que las palabras se quedan en la orilla, como acostumbran a mencionar los propios
sufíes. Y es que resulta que el lenguaje, la palabra en suma, es tanto una
jaula como una trampa, cuando se trata de decir y predicar la experiencia íntima,
silenciosa, inefable, de lo que los propios sufíes designan como el Amigo
divino.
El
lenguaje discursivo encuentra sus topes, toda su propia futilidad, y es
entonces cuando calla, cuando se silencia. En cierto modo, la música hace acto
de presencia, justamente, para decir, o al menos insinuar, lo que la palabra es
incapaz de verbalizar. He ahí el sentido de la música sufí. La música comporta
una relación de carácter auditivo con el ámbito nouménico, con una armonía
suprasensible y supraaudible. El oído atento del derviche tiene noticia a
través de las melodías musicales de un algo más escondido, substancial y
silencioso.
Sólo a
través del hechizo musical puede el hombre vislumbrar la realidad realmente
real, lo que verdaderamente es, si bien dicha experiencia sólo esté al alcance
de quien previamente ha despertado y permanece atento; aquél que ha silenciado,
que ha acallado la cacofonía de su ego, vaciándose de todo rumor y desasosiego
mundanos, lo cual supone ir más allá de las limitaciones humanas. El oído
atento, que tanto en Rûmî como en Yunus Emre, es siempre el oído del corazón,
percibirá en la música algo más, algo que es esencial, que está dentro de la
propia música, y que es silencioso. Tan sólo de este modo musical podrá cumplir
el hombre el imperativo pindárico de llegar a ser lo que de hecho ya es. De ahí
que, para los derviches turcos, como el viaje espiritual sea siempre un viaje
de retorno, de (re)conocimiento, de vuelta a casa, a un hogar conocido aunque
olvidado. Nada más que a través de la música y no mediante la piedad religiosa
o el moralismo (no sirve aquí con ser bueno o pretenderlo), ni tampoco mediante
el racionalismo discursivo (no digo ya la razón; al fin y al cabo, la
experiencia espiritual no es jamás irracional, a lo sumo suprarracional). Dice
Mevlânâ a propósito del valor de la música: “En
las cadencias de la música se oculta un secreto. Si yo lo revelara,
trastornaría el mundo”.
Una
música que encanta, que hechiza, que fascina. Una música que, dada la tarea que
pretende, es, indefectiblemente, sacra. Una música que, como el amor, cumple lo
imposible. Una música que comporta y exige un total vaciamiento interior o fanâ’. La música brota del silencio y va
a parar de nuevo al silencio. El derviche se desubjetiviza mediante la música,
sabedor que, como canta el propio Mevlânâ, el maestro persa de Konya: “No ser nada es la condición que se
requiere para ser”.
Cada vez más se prodigan actos que vienen a corroborar el reconocimiento institucional del que goza
el sufismo internacionalmente. Dice así un viejo adagio repetido por los
derviches bektashíes turcos: “El sabio, cuando lo es de verdad, lo es
para todo el mundo”. En ese sentido, Mevlânâ Rûmî y Yunus Emre, pertenecen,
antes que nada, al acervo literario y espiritual turco, por supuesto que sí, pero
en tanto que sabios del más alto rango, nos pertenecen a todos, son patrimonio espiritual
y literario, humano en definitiva, de todos.
Así, no está de más recordar que, el año 2007,
fue declarado por la UNESCO «Año Internacional Rumí», en conmemoración del 800
aniversario del nacimiento del maestro sufí de Konya inspirador, como ya hemos apuntado, de la
escuela sufí de los derviches giróvagos, célebres por el sema, la danza circular incluida, a su vez, el año 2003, en el
patrimonio cultural inmaterial de la humanidad de la UNESCO. Pero, ya antes, Yunus Emre había corrido la misma suerte. El año 1991 fue declarado por la UNESCO el "Año Internacional Yunus Emre", con motivo del 750 aniversario del nacimiento del poeta turco, tan querido por los turcos de toda condición.
Indudablemente, dicho reconocimiento internacional
del sufismo a través de las figuras emblemáticas de Mevlânâ Rûmî y Yunus Emre le
debe mucho al carácter humanista, universalista, cordial e integrador de ambas
figuras, algo que no tiene precio en unos tiempos tan convulsos y en plena
ebullición como los presentes, marcados por el entrecruzamiento no siempre
cómodo de culturas y religiones que han vivido durante siglos dándose la
espalda cuando no luchando entre sí a brazo partido, con el consiguiente
empobrecimiento de todas ellas. Hoy, son precisos hombres y mujeres que sumen y
no que resten, que integren y no que excluyan. Y esos son los derviches
herederos de Mevlânâ y de Yunus Emre. Canta Mevlânâ Rûmî:
“Ven,
ven, seas quien seas, seas lo que seas.
Incluso
si eres un pagano, un adorador del fuego o un ateo, ven.
Aunque
hayas roto mil veces tu palabra, ven.
La
nuestra no es la morada del reproche, sino la del amor”.