Inara Asensio
Dar testimonio de esa concepción dinámica del mundo, evocando el fluir incesante de la existencia, es una de las constantes del arte islámico, que utilizará dos elementos, fundamentalmente, para mostrar dicho objetivo: las formas geométricas y el sentido del ritmo. El ritmo constituye el medio de reunir aquello que está disperso; de reunificar las tendencias discordantes. La sucesión rítmica de las formas acaba propiciando, la orientación unívoca del movimiento. Pero esa orientación unívoca - y esto nos parece importante recalcarlo-, jamás se concreta en un punto fijo o inmóvil. “La arquitectura sacra del Islam", afirma Titus Burckhardt, "no llama la atención a la vista en una dirección determinada, no sugiere tensión o antinomia alguna –más acá y más allá o tierra y cielo-, posee toda su plenitud en cualquier lugar”
Fijémonos en la estructura de la mezquita. Efectivamente el muro de la qibla indica en qué dirección está orientado todo el espacio interior, esto es , hacia la Ka'ba, corazón simbólico del islam. De esta manera, el espacio queda íntegramente orientado, sí, pero no está construido en función de un punto que goce de una función preeminente o de una especial relevancia; no hay lugar privilegiado alguno que merezca una atención especial. En el interior de la mezquita todos los puntos del espacio poseen el mismo valor. Refiere el Corán: “De Al·lâh son el Oriente y el Occidente; donde quiera que os volváis, allí está la faz de Al·lâh” (2, 115).
Por eso mismo, el espacio interior de la mezquita permanece siempre abierto y en disposición de ser ampliado. Buenos ejemplos de ello son la mezquita del viernes de Isfahán o la gran mezquita de Córdoba, que pasó de albergar 110 columnas iniciales a las más de 400 con que cuenta en el actualidad, como resultado de las sucesivas ampliaciones que se llevaron a cabo a lo largo de tres siglos.
En contraste con lo que acabamos de exponer, podría señalarse lo inimaginable que resultaría “añadir un solo cuerpo al Partenón de Atenas o una nave más a la Catedral de Chartres” [3]. Si se nos permite dar un salto en el tiempo y en el espacio, pero en clara sintonía con lo que estamos afirmando, nos haremos eco aquí de las palabras del excepcional coreógrafo y bailarín estadounidense Merce Cunningham cuando afirma: “ … y cuando leí la frase de Albert Einstein sobre la inexistencia de puntos fijos en el espacio, pensé que si efectivamente no había puntos fijos, entonces todos los puntos son de interés y cambiantes por igual (…) El movimiento continuo es posible y cabe imaginar numerosas transformaciones” [4].
Tomemos ahora el ejemplo del arabesco que, como sabemos, puede adoptar formas puramente geométricas o bien plasmarse en estilizados motivos vegetales. En ambos casos, se trata de unas formas utilizadas desde muy antiguo, a las que el islam, con su particular genio, ha imprimido un sello inconfundible sirviéndose de la razón matemática [5]. Los entrelazados de formas así diseñadas “suelen derivarse de una o varias figuras regulares inscritas en un círculo y luego desarrolladas según los principios del polígono estrellado (...). Las formas preferidas son las basadas en la división del círculo en seis, ocho y cinco partes (…). El desarrollo geométrico del octógono o, más exactamente, de dos cuadrados inscritos en un círculo, es el más habitual en el arte islámico” [6].
Inara Asensio es licenciada en Derecho y diplomaada en lengua árabe. Coordinadora del Institut d'Estudis Sufís de Barcelona
Notas:[1] M. Iqbal. La reconstrucción del pensamiento religioso en el Islam, Trotta, Madrid, 2002, pp. 134-141[2] T. Burckhardt, El arte del Islam, J. J. de Olañeta, Palma de Mallorca 1988, pg. 32[3] J. Lomba. El mundo tan bello como es. Ed. Edhasa, 2005, pg. 183[4] J. Lesschaeve. El bailarín y la danza. Ed. Global Rhythm, 2009, pg 24[5] T. Burckhardt. Ob. cit., pag 65[6] T. Burckhardt. Ob.cit., pg. 65[7] T. Burckhardt. Ob. cit., pg.66