En el sur de Catalunya, en el límite de la provincia de Tarragona con Teruel, hay una comarca, la Terra Alta, que es alta no tanto por su altitud, (aunque también), como por su belleza superlativa. Tal vez, uno de los lugares más propicios para comenzar a descubrir y saborear dicho rincón catalán único sea la población de Arnes, desde la cual hay una vista inmejorable de los Ports, un macizo montañoso que si no fuera por el temor a parecer cursi calificaría de mágico. Mejor aún, lo diré con el lenguaje de los sufíes: los Ports, las montañas más salvajes de la Catalunya meridional, poseen báraka, esto es, un don y una fuerza telúrica privilegiadas.
Desde Arnes, villa declarada bien de interés cultural que incluye numerosos edificios singulares, como, por ejemplo, su recio ayuntamiento renacentista, lo primero que uno avista de los Ports son las imponentes Rocas d'en Benet, cuyas caprichosas formas (una de ellas se asemeja a la cabeza de un perro) parecen esculpidas a propósito por ese legendario escultor llamado paso del tiempo, cuyo gusto estético resulta irreprochable.
La vista desde la cima de las Rocas d'en Benet, que albergan una importante colonia de cabras hispánicas, así como de buitres, alimoches y águilas reales, es sencillamente impresionante. Desde lo alto, se divisa la silueta recortada de algunos de los pueblos de la comarca, como el propio Arnes, Bot u Horta de Sant Joan, donde residió el joven Picasso por dos veces, antes de alcanzar la fama como pintor en París. La impronta que Horta y sus alrededores dejaron en el artista malagueño es de sobras conocida. ¿Acaso no está el cubismo picassiano insinuado ya en las formas cúbicas de las Rocas d'en Benet?
Cualquier época del año es buena para acercarse a la Terra Alta, pero quizás sea la primera quincena del mes de marzo, antes de la eclosión primaveral, la más propicia, pues es entonces cuando florecen los almendros, un acontecimiento natural de una belleza paisajística tan sobrecogedora como inenarrable. Pero, tampoco pasaría nada si por lo que fuere uno decidiese visitar la comarca poco después, ya que le saludaría entonces la floración de los melocotoneros y los cerezos. ¡Y qué decir del color de los melocotoneros! ¡Y qué, del sabor de las cerezas!
Y es que, de hecho, lo que más cautiva y seduce de la Terra Alta es su paisaje, sabia combinación de olivos centenarios, almedros, viñas y márgenes de piedra, que, en algunos casos, datan del tiempo árabe, un pasado que se deja sentir con fuerza en la toponímia de la comarca y en las norias y acequias que aún perviven.
Por último, el viajero no puede dejar de destacar uno de los dones más preciados que brinda la tierra marronosa de la Terra Alta, como es su vino, algo que, a buen seguro, hubiera hecho las delicias de Omar Jayyâm, el poeta y astrónomo persa, cantor, justamente, de las excelencias del vino tanto humano como místico. Y es que el vino se ha hecho cultura en la Terra Alta, como también en la comarca no muy lejana del Priorat; pero de ésta hablaremos en su momento.
Adentrarse desde Arnes hasta los Estrets y el desvencijado Mas de la Franqueta, testigo de un tiempo y de un estilo de vivir finiquitado para siempre, siguiendo el curso saltarín del río Estrets, arteria principal del lugar; para recostarse, más tarde, bajo un cerezo en flor, sintiendo el zumbido de las abejas y degustando un buen vino de la tierra (vino rojo de la intensidad del rubí y de la rosa), al tiempo que se leen unas cuartetas de Jayyâm, resulta, lo confieso, una experiencia irrepetible.
Halil Bárcena (marzo 2009)