No resulta exagerado afirmar que el islam es la tradición espiritual por excelencia del viaje. En efecto, el viaje constituye uno de los principales polos (tal vez el más dinamizador de todos) alrededor del cual gira la espiritualidad islámica. Ser musulmán implica aceptar la condición nómada del hombre. Es un deber del musulmán afanarse en la búsqueda del saber, la ciencia, el conocimiento... sea donde sea, ¡incluso en China!, como recomienda el mismo profeta Muhammad en un conocido hadîz. El viaje es el alma que otorga vida al modelo educativo islámico tradicional.
Al límite de todo: de nuestro ego, tan pequeño y al tiempo tan tozudo; al límite de nuestras fuerzas físicas y de nuestras necesidades; al límite de nuestra razón impertinente y de nuestra paciencia; al límite de nuestros miedos e incluso de nuestro deseo espiritual. Dicho sin embudos: el hajj es un reto que nos pone a prueba en tanto que seres humanos. En modo alguno se trata de un viaje al uso. Porque, a pesar de los muchos kilómetros que uno llega a recorrer hasta avistar con los ojos humedecidos la negra silueta de la Ka'aba, noche y día rodeada de peregrinos, el hajj no consiste tan solo en un desplazamiento en el espacio, de un lugar a otro. El hajj constituye un movimiento que arranca y finaliza en el santuario sagrado de nuestro corazón, esta Ka'aba del corazón humano de la que hablaba el místico sufí persa Mawlânâ Rûmî, allá por el siglo XIII. Es, así pues, un movimiento esencialmente circular: su fin es su principio.
Pero no quiero olvidar que el hajj es, al mismo tiempo, una experiencia de solidaridad humana única e indescriptible (¡y me tiembla el pulso al recordarlo!). Para mí, el hajj también son los cuscús compartidos en la sencilla habitación del hotel con personas venidas poco importa de dónde, y las sabias palabras de ánimo de algún peregrino veterano, y las largas conversaciones (¡y no digamos los silencios!) a cualquier hora del día o de la noche, y los pequeños actos cotidianos que durante el hajj adquieren un sentido casi trascendente, y los regalos que uno compra y que después entregará con toda la ilusión del mundo.
Y, por descontado, la luna de La Meca, que parecía, cómo os lo diría yo, una lágrima plateada colgando de la oscuridad. Y también, claro está, el abrazo inundado de amor de los míos en el aeropuerto de Barcelona, ya de regreso.
Halil Bárcena (febrero 2002)
(Publicado en catalán en la revista Dialogal nº 2-3, verano 2002, p. 7)