La ciudad de Yogyakarta, Yogya como familiarmente la llaman sus cerca de medio millón de habitantes, es el corazón cultural de la isla de Java y, en cierto modo, uno de los símbolos vivos de la identidad nacional indonesia. Muchos son los atractivos que embelesan al viajero que se acerca hasta Yogya. En primer lugar, su zona antigua presidida por el Kraton, cuyo significado literal es "residencia real". Construido a mediados del siglo XVIII y convertido hoy en museo, se trata del palacio en el que residía el sultán local, quien aun siendo musulmán vivía muy de acuerdo a la vieja filosofía de vida javanesa, tan impregnada de valores y creencias hinduístas, budistas y animistas también.
Con todo, el Kraton es mucho más que un mero recinto palaciego. De hecho, para los javaneses de antaño se trataba del verdadero centro del mundo, al cual se accedía a través de nueve puertas, que simbolizan los nueve orificios abiertos del cuerpo humano, pero que ninguna de ellas da acceso al interior del palacio, sino que desembocan en muros sucesivos que el viajero ha de sortear hasta hallar el patio central, eje del lugar. Una manera de proteger el complejo de los malos espíritus.
En la antigua Sala de Audiencias del palacio, una construcción techada de madera de teca pero sin paredes laterales, se representan hoy pasajes del Ramayana hindú, al son de la música hipnótica interpetada por una orquesta de gamelán; esa música percutiva como la lluvia tropical que tanto sedujo a Claude Debussy (m. 1918), quien la escuchó por primera vez en el marco de la Exposición Universal de París de 1889.
Además del palacio del sultán, el área del Kraton, que aún conserva un cierto aire de sacralidad, incluye, al mismo tiempo, el Taman Sari o Palacio del Agua y la Agung Masjid, la mezquita más añeja de la ciudad, que destaca por su admirable arquitectura sin peso, hecha de fluidez y claridad.
Otro de los mayores atractivos de Yogya son sus calles, en especial una: Jalan Malioboro, la vía más célebre y concurrida de toda la ciudad, su arteria vital. Con sus casi dos kilómetros de olores, colores y sonidos, Malioboro le permite al viajero no apresado perderse, pero no en el bullicio, porque no se trata de una calle bullanguera, sino en su calma sinfonía de sensaciones varias.
En Malioboro hay de todo y más, pero siempre en colores. La exhuberancia cromática de la calle le ayuda a uno a desprenderse de la capa de ceniza sombría con que la sosa cultura europea le ha ido cubriendo con los años.
Y de colores son los batiks, los más reputados del país, que se pintan en la ciudad. De hecho, Yogya constituye el gran centro productor de batiks en Indonesia y donde trabajan algunos de sus artistas más reputados, como el excéntrico Wiji Hartono Kabul, cuyas obras reproducen motivos diversos, desde escenas mitológicas javanesas deudoras del arte pictórico chino, hasta elementos propios de la vida moderna, pasados por el tamiz de su desbordante imaginación.El viajero atento y receptivo se sentirá fascinado tras su paso por Yogyakarta. Su visita no le dejará indiferente. Y es que Yogya, la urbe serena, vigilada de cerca por el volcán Merapi, pertenece a ese género de ciudades que le inducen a uno a perderse a sí mismo. Por eso resulta tan fácil sentirse vivo en ella. Al fin y al cabo, una persona empieza a vivir cuando es capaz de perderse y vivir fuera de sí misma.