Arte y
espiritualidad
La
verdad del arte y el arte de verdad
Halil Bárcena
No vivimos una época de cambios,
como a menudo oímos de boca de analistas un tanto precipitados, sino un
verdadero cambio epocal que está provocando que se tambalee todo aquello que durante
siglos había permanecido inamovible y, en consecuencia, considerábamos duradero
(revelado incluso) y para siempre. En
palabras del añorado Raimon Panikkar, asistimos, sobre todo en nuestro viejo (¿y
cansado?) continente europeo, a “una
mutación mucho más profunda que una reorientación meramente cultural y que es
mucho más que un simple cambio de nuestros sentimientos sobre el mundo” .
Sea como
fuere, lo cierto es que todo el vivir humano se ha visto alterado radicalmente
y de forma veloz, en especial desde la segunda mitad del siglo pasado. Des de
entonces, el rostro del mundo, de nuestro mundo, es un otro bien diferente; todo parece hoy más caótico y
confuso, más revuelto y desordenado. Pensemos sino en instituciones como la
familia o en actividades humanas como el arte, que aquí nos ocupa, por no
hablar del desplazamiento sufrido por la religión dominante, cuando no de su
rechazo más frontal. A diferencia del mundo medieval, por ejemplo, un mundo más
coherente i normal (también más religioso) que el presente, donde todo el mundo
compartía un mismo relato de la historia, en nuestra atribulada
contemporaneidad nada está en su sitio, de tal manera que nadie puede ya ocupar
su lugar natural; como ya nada es verdad, todo está permitido.
La exacerbación
de la cantidad como norma de medida en detrimento de la calidad, algo evidente
en el ámbito del arte y la cultura, hoy atravesado por una descorazonadora
futilidad, constituye otro de los signos de nuestros tiempos. La calidad se
sacrifica a la cantidad, de donde se deriva la brutalidad de una industria sin
arte. Borges, el maestro argentino Jorge Luis Borges, decía que en la Edad
Media había pos libros, pero en cambio todos eran principales (y principiales,
añadiría yo); justo al contrario de lo que nos encontramos ahora. Y es que a la
hora de valorar la normalidad o no de una sociedad, el arte, la estética en
general, posee tanto valor de criterio como, por ejemplo, la justicia social o
bien la moral. En este sentido, resulta sintomático que una de las quejas más
reiteradas hoy en día, incluso por personas cultivadas, sea la dificultad de
entender el arte contemporáneo. Podría decirse, así pues, que nuestra sociedad
es como el arte que produce y que este arte, convertido cada vez más en una
actividad frívola y sobrera, sobre todo tras las vanguardias desarrolladas a lo
largo de los últimos cien años, refleja a las mil maravillas la precariedad de
nuestra alma desgarrada. Pero, ¿qué es en verdad el arte y cuál el estatuto ontológico que ocupa ahora? En
definitiva, ¿de qué hablamos hoy cuando hablamos de arte?
¿Qué
es el arte o qué es el hombre?
La cuestión del arte (o de las
artes) no constituye un tema menor, ni es un lujo para diletantes. Antes al
contrario, somos de la opinión, con George Steiner, que toda interpelación
alrededor del arte nos remite irremediablemente a la centralidad de la
antropología. Dicho de otro modo, interrogarse acerca de qué es el arte puede
ser perfectamente una manera de interrogarse qué es en realidad el ser humano.
No en balde, Aristóteles consideraba que la finalidad del arte no era otra que
el propio hombre. En otras palabras, el arte persigue la felicidad del ser
humano.
Según la
doctrina tradicional del arte, tal como ha sido comprendida en las distintas
civilizaciones tradicionales, incluida la islámica, doctrina arrinconada tras
el advenimiento de la modernidad, el arte es eso con lo que el hombre trabaja,
de aquí que podamos hablar de cosas bien hechas, es decir, hechas con arte, ya se trate de cuadros o
sinfonías, pero también de utensilios de la vida diaria o ropa, pongamos por
caso. Según eso, el arte es más un medio que no un fin en sí mismo, lo cual
vendría a denunciar y rebatir la aberración del esteticismo moderno que habla
del arte por el arte. Por eso conviene recordar que todo lo que el hombre ha
realizado con arte a lo largo de la
historia ha obedecido a una doble finalidad, al mismo tiempo utilitaria e intelectiva.
En ese
sentido, conviene recordar que la lengua árabe, al igual que sucede con el
griego clásico, no posee un concepto unitario de ‘bellas artes’, como sí ocurre
en las lenguas europeas modernas, sino del vocablo ṣinā`a, equivalente del griego tekné,
que alude a cuanto ha sido realizado mediante el oficio y la destreza del ser
humano e incluye por igual tanto lo que hoy consideramos bellas artes, como las
llamadas artes aplicadas (u oficios), secundarias en la cultura moderna, como
la herrería, la tintorería, la carpintería, la alfarería, la cerámica, la
cestería, el tejido de alfombras o la edición de libros, entre otras.
De ahí deriva
una de las principales características de la creatividad artística islámica: su
funcionalidad. En efecto, el arte del islam siempre es funcional, esto es,
útil, tanto si su utilidad pertenece al orden espiritual, puesto que no sólo de
pan vive el hombre, como al material. “El
arte musulmán nunca ha conocido, como el Occidente moderno”, escribe
Jean-Louis Michon, “la distinción entre
un arte supuestamente ‘puro’, o ‘arte por el arte’, y un arte utilitario o
aplicado, distinción según la cual el primero busca únicamente provocar una
emoción estética y el segundo se propone responder a alguna necesidad” .
Igualmente,
el arte (tampoco la moral) no responde al gusto de unos pocos que, obedeciendo a
una sensibilidad más marcada de lo común, se sienten atraídos por la expresión artística,
sino a una profunda necesidad de todo ser humano. No tenemos necesidad del arte
sólo porque éste nos agrade, de la misma manera que no somos buenos únicamente
porque nos guste ser buenos. Como afirma Ananda Kentish Coomaraswamy, “las cosas hechas con arte responden a
necesidades humanas, de otro modo son lujos. Las necesidades humanas son las
necesidades del hombre íntegro, que no sólo vive de pan” .
Y, por descontado, no podemos prescindir bajo ningún concepto de algo que es
necesario. El arte es tan vital, por lo tanto, como el aire que respiramos; ni
más ni menos. Necesitamos cosas artísticas, es decir, bien realizadas, con arte, que sirvan para los menesteres
tanto de la vida activa en el mundo como de la vida contemplativa o del espíritu,
valga la expresión; sin que eso signifique que el espíritu no pueda habitar en
el mundo de la cotidianidad o que esté ausente de él.
Del mismo
modo, el arte posee una finalidad intelectiva, en el sentido de que muestra y,
por tanto, expresa y comunica ideas, hasta el punto que el cómo del arte siempre ha de estar al servicio del qué. No existe nada que sea irracional o
evasivo en el arte de las distintas culturas tradicionales del mundo, entre
ellas la islámica, por supuesto; y tradicional quiere decir aquí también
normal, tal como es concebida por un Platón o un al-Farābī, por ejemplo. De
ninguna manera constituye el arte un medio para evadirse de los quehaceres
problemáticos de la vida. Antes al contrario, tota obra de arte tradicional, de
la pintura a la danza, de la caligrafía a la música y el teatro, posee un
significado; no únicamente es apariencia. Hay algo que no sólo es para ser
contemplado sino también conocido. Y es que el arte tradicional, también el
arte islámico, por supuesto, no es jamás sentimental (no se trata de una
cuestión de sensaciones), tal como ahora acostumbramos a considerar la
experiencia estética, tras la irrupción de la modernidad. No es sentimental,
insistimos, sino intelectivo y expresivo, y, por eso mismo, podemos afirmar con
los clásicos que la belleza es el esplendor de la verdad y no simplemente lo
que nos gusta, porque, como razona San Agustín, hay a quien le agradan las
deformidades.
Allá donde
existe una brizna de verdad forzosamente brilla la belleza, y al revés. La
catedral de Chartres, pongamos por caso, o la mezquita del viernes de Isfahán, dos joyas de la arquitectura
religiosa universal, en las cuales una belleza natural y un sentido intrínseco
de la armonía están plenamente presentes, sólo fueron posibles debido al
conocimiento atesorado por las sociedades en las que fueron alzadas. Este es el
arte de verdad y esta es la verdad del arte.
Artista,
¿hombre común o genio?
Según lo expuesto anteriormente,
en un contexto tradicional todo el mundo posee alguna especie de arte (¡y por lo
tanto puede ser considerado artista!), ya sea escribir, pintar, esculpir, cocinar,
componer, construir casas, diseñar ropa, modelar jarras o incluso cultivar la tierra,
a diferencia de lo que la modernidad ha erigido en dogma, a saber, que el arte
es una actividad que nada más puede realizar el genio, un tipo especial, muy especial, de hombre, dotado de una
particular sensibilidad, única y exclusiva, encarnación del nuevo espíritu prometeico. Pero, “el artista no es un tipo especial de hombre”, nos dirá una vez más
Coomaraswamy, “sino que todo hombre es un
tipo especial de artista” .
Y en una sociedad que sólo los genios son artistas ya casi nadie no siente como
propia la responsabilidad de hacer bien las cosas, es decir, con arte, tal como hemos expuesto más
atrás, porque casi nadie opera según su vocación o inclinación natural. Todo el
mundo hace lo que puede, si es que además se tiene la suerte de trabajar en
algo, lo que fuere. Cuán lejos está todo ello de la figura tradicional del
artista islámico, del artesano que cumple con su tarea vocacional de forma
anónima y (auto)eclipsada, religiosa podríamos decir incluso. No en balde un ḥaḏīṯ
atribuido
al profeta Muḥammad afirma: “Ciertamente
Al·lāh ama al siervo que ejerce un oficio”.
Así es como lo
que ahora denominamos arte se ha convertido en una actividad especializada (y no
necesaria ya, ni tampoco vital para el ser humano), paulatinamente más fútil y
superflua, llevada a cabo por unos artistas profesionales, cuya principal
preocupación es el experimentalismo estilístico sin límite alguno y el abocamiento
exterior de su mundo psicológico, enardecido por un exhibicionismo fuera de
control, fruto del culto al individuo y la sobrevaloración del genio personal,
tan alejado, por ejemplo, del sabio y discreto anonimato medieval. En este
sentido, conviene recordar que lo más hondo y sublime del arte universal ha
sido siempre anónimo.
En
definitiva, hoy el arte pocas veces expresa ya verdades, sino simples sentimientos
personales, sin ninguna clase no ya de
valor universal sino de interés puramente estético. En un contexto así no es
casualidad que la originalidad se haya convertido en valor supremo del arte.
Pero no la originalidad entendida a la manera gaudiniana en tanto que indagación desde los orígenes, es decir, desde
la tradición, sino como una necesidad casi enfermiza de ruptura con todo y todo
el mundo, como si el canon lejos de inspirar y liberar fuese una prisión.
La
aventura del arte
Sin embargo, podemos afirmar
que a pesar de que el desierto avanza sin desmayo aún es posible hallar
minúsculos pero salvíficos oasis en los que el arte no ha dimitido de su función
noética y, en consecuencia, no ha sido reducido tan solo a sus aspectos
meramente sensitivos y emocionales. Aún existen artistas, verdaderos héroes,
que entre tanta vanidad y majadería aspiran todavía a transmitir sentido y
significado. Más aún, en un mundo tan escéptico y romo como el nuestro, donde
no tan solo lo divino sino també lo sagrado han sido expulsados de la
centralidad de la vida, muy posiblemente sea el arte, este arte quizás ya no
religioso (porque no puede serlo) pero sí de marcadas reminiscencias espirituales,
sea, tal como sugiere el ya mencionado George Steiner, la única posibilidad que
le quede al hombre contemporáneo de alcanzar una cierta experiencia de
transcendencia.
Ya Vasili Kandinsky (1866-1944) había insinuado en su célebre De lo espiritual en el arte,
del año 1911, que el arte era en el siglo XX un lugar privilegiado de
mostración de lo espiritual, mientras que el rumano Mircea Eliade (1907-1986)
creyó ver en cierto arte contemporáneo, en el
de su compatriota Constantin Brancusi (1876-1957),
por ejemplo, el refugio en el que lo sagrado se había ocultado, en un mundo
contemporáneo cada vez más desacralizado y con menos oído musical para la
espiritualidad.
En el manifiesto
que el pintor ruso Mark Rothko (1903-1970), uno de los artistas más destacados
de la llamada Escuela de Nueva York, escribió, el año 1943, juntamente con
Adolph Gottlieb, puede leerse: “Para nosotros, el arte es un viaje a un
mundo ignoto (...). Sólo lo pueden emprender aquéllos que no temen arriesgarse”. El
arte constituye una indagación creativa que, por su propia naturaleza
aventurera, digámoslo así, exige un tránsito constante, no permanecer anclado
en nada (menos aún en una moda) que no sea el propio compromiso artístico con
la verdad del arte y el arte de verdad. Y eso, más que la recreación de lo nuevo
por lo nuevo, constituye la indagación permanente. EL arte implica aventurarse
en cuerpo y alma en lo ignoto, hollando esta terra ignota que, a la postre, es el fondo insondable de la
realidad realmente real, al-Ḥaqq en
el lenguaje coránico, que, aunque que mostrándose ante nosotros sin cesar a
través de múltiples signos, no somos capaces de percibir, tan saturados de
nosotros mismos como a menudo estamos. El arte constituye, pues, un viaje; un
viaje que transita por sendas jamás antes transitadas y, por lo tanto, siempre
nuevas.
El arte
consiste en caminar de perplejidad en perplejidad, ḥayrat bā ḥayrat, como escribiera el poeta sufí persa Mawlānā Rūmī
(m. 1273), maestro de derviches giróvagos. De aquí que un artista de verdad, ya
sea un poeta, un músico, un pintor o un bailarín, tanto da la disciplina
artística que cultive, jamás se repetirá mecánicamente, lo cual en absoluto
quiere decir que no aprecie la repetición, entendida como insistencia -y el esfuerzo
que ésta comporta- y como ejercicio al límite que posibilita que algo pueda suceder. Justamente es el artista
quien mejor sabe que nada valioso en la vida se consigue sin esfuerzo y que son
las cosas vividas al límite y en el límite las que poseen un valor especial.
Conviene
recordar al respecto que el islam, cuya vocación más profunda es acordarse a la
naturaleza real de las cosas (a fin de cuentas ese es uno de los sentidos de la
propia palabra árabe islām),
constituye una tradición religiosa del esfuerzo (iŷtihād); esfuerzo en interpretar los signos divinos, tanto los
recogidos en el texto coránico, como los signos del Corán cósmico, y en obrar
el bien. Desde el punto de vista de la estética islámica, que es lo que aquí
nos ocupa, cabe decir que su originalidad estriba, justamente, en el esfuerzo
por profundizar en la especificidad religiosa del islam, el tawḥīd o unidad absoluta del ser, que es la intuición espiritual
primordial del mensaje coránico, tal como hemos expuesto en otro lugar. La función
del artista islámico (y recuérdese lo dicho acerca de la funcionalidad del
arte) consiste, pues, en traducir en lenguaje sensorial la intuición primordial
del tawḥīd; un lenguaje sensorial,
traducido en formas y motivos, que aparecerá inscrito tanto en los templos más
excelsos y los palacios y jardines más suntuosos, como en los utensilios
domésticos más humildes. Y es que la realidad del tawḥīd envuelve por completo la vida del musulmán.
La experiencia
artística del verdadero artista de verdad comporta tanto
hacer, un hacer muy particular, como
esperar. Y es que la vocación artística comporta conciliar una doble actitud
interior, activa y pasiva al mismo tiempo. El artista es el hombre, hombre
común no genio, vaciado de sí mismo, a través del cual transita la palabra, el
gesto, el color, el sonido… que irrumpen en uno mismo y se imponen de forma
absoluta y total, hablando acerca de la naturaleza real de las cosas. El
artista no aboca al exterior su mundo psicológico, sino que transparenta la naturaleza
real de las cosas. El artista vive permanentemente en disposición de recibir.
He aquí su particular pasividad activa, he aquí su tarea, en tanto que
hermeneuta del silencio sagrado (la expresión es de Agustín López Tobajas).
Por todo
ello, el artista es, lo decía Rothko en la citación mencionada, un home de riesgos,
un ser humano que se arriesga, más allá de lo habitual. Aceptar la propia
vocación artística, sentir cómo irrumpe en un mismo lo Real (al-Ḥaqq), lo que es, sin haber podido
ofrecer resistencia alguna, comporta no poder vivir ya como antes. Como apunta
Steiner, la pequeña casa de nuestro yo miedoso y apocado no puede ser habitada
jamás como si nada hubiese pasado. Las locuciones teopáticas (šaṭaḥāt) de los
espirituales sufíes, como el célebre ‘Yo soy lo Real verdadero’ (Anā al-Ḥaqq) del bagdadí Manṣūr-e
Ḥal·lāŷ (m. 922), obedecen a un fenómeno paralelo: las palabras que pronuncia
el sufí, artista de la senda interior, se le imponen con una potencia tan
arrolladora que cuanto afirma ya no le pertenece.
El artista,
como también el espiritual, más allá del clima en el que haya nacido y se haya
desarrollado su función y su misión, experimenta una presencia real que le
empuja a cambiar de vida. He ahí el verdadero significado del término árabe tawba, cuyo sentido profundo es retorno
a Al·lāh, como apunta Ibn `Arabī, siguiendo la etimología de la raíz gramatical
t-w-b. La metanoia del espiritual, su verdadera conversión de la mirada
consiste en regresar a lo que es, a lo que de hecho siempre fue, pero olvidó.
Dicho de otro modo, nadie asciende a la
montaña (sagrada) y retorna igual; nadie realiza la experiencia del ángel sin
mudar de piel (recuérdese el encuentro paradigmático entre el ángel Ŷibrīl y el
profeta Muḥammad); nadie mira cara a cara la luz sin permanecer ciego para las
cosas del mundo. El arte, al igual que la espiritualidad, no es ni un juego ni
tampoco un adorno o un lujo superfluo, sino algo, ya lo hemos repetido en
varias ocasiones, necesario, imprescindible, vital como el aire que respiramos o
el pan que nos alimenta.
Con todo, la
experiencia artística no permanece en el artista. Su muerte como hombre, fanā’ en el lenguaje sufí, es un servicio
que efectúa al resto de hombres, a la comunidad. En definitiva, los muertos son
los que nos ayudan a entender mejor la vida, porque la muerte no es lo opuesto
a la vida sino al sólo al nacimiento. Y, al mismo tiempo, los muertos, en este
caso los artistas, nos ayudan a los vivos (a través de su ejemplo, es decir, de
sus creaciones hechas con arte) a
morir también nosotros a nosotros mismos. El arte es riesgo. Una obra, toda
obra, habla del arte de arriesgarse y del riesgo del arte.
Pues bien,
todo lo dicho es, justamente, lo que emparenta arte y espiritualidad, lo que
hace que un espiritual pueda ser considerado un artista de la senda interior,
de la misma manera que en el verdadero artista de verdad, cuando no es un
ególatra atacado de esnobismo, se den los rasgos propios de toda indagación
espiritual y, en primer lugar, la facultad de trascender una razón que es capaz
de abrirse a las mil y una posibilidades que la Vida –ahora sí, con mayúsculas-
ofrece por doquier. El espiritual, al igual que el artista a su manera, nos
muestra a través de su ejemplo vivo otros rostros de la realidad o, mejor dicho
aún, la naturaleza real de las cosas. El espiritual encarna en sí mismo su
propia investigación, pues podríamos decir que la ha in-corporado; él mismo es el resultado de su propia indagación, de
su viaje. Y es que lo espiritual no es un añadido a la vida, sino la propia
vida en plenitud. De aquí que el espiritual, el hombre habitado por el
espíritu, sea como se muestra y se muestre tal como es. Insistimos una vez más:
ni el arte ni tampoco la espiritualidad son una pose. Por eso resulta creíble
su verbo: porque, en el caso de los poetas, por ejemplo, escriben lo que viven
y viven lo que escriben. Y es que lo bonito gusta solamente, pero lo bello
conmueve, dado que es el esplendor de la verdad. Allá donde hay belleza hay
verdad; y donde hay verdad hallamos la presencia apabullante de la belleza.
Resumiendo,
no hay arte serio, al igual que tampoco hay espiritualidad seria, sin que se
den tres elementos capitales e irrenunciables: pasión desmedida, paciencia ilimitada
y atrevimiento irreductible. Justo lo que todo amor de verdad exige: pasión
(que es entrega confiada. ¿Acaso no podríamos traducir el término islām como entrega confiada a Al·lāh),
paciencia (que es esfuerzo constante y sostenido, así como ‘estar siempre’ más
allá de las contingencias) y atrevimiento (que es riesgo, aunque jamás
temeridad). ¿Resultará, pues, que el arte y la espiritualidad exigen estar
enamorado?
Pero, son
siempre los poetas quienes saben decirlo todo mejor. Escribe Rūmī, una vez más
Mawlānā Rūmī: “Has de saber, amigo mío,
que todo en el universo es una jarra repleta hasta los bordes de sabiduría y
belleza. Todo es una gota de la belleza divina que, a causa de su plenitud, no
pudo contenerse. Era un tesoro escondido y por su propia plenitud brotó e hizo
que la tierra brillara aún más que los propios cielos”. La belleza del
mundo es la belleza de Al·lāh.
Raimon Panikkar, El ritme de l’Ésser. Les Gifford Lectures, Fragmenta,
2012, p. 22.