y el cultivo de la cualidad
humana profunda
Halil Bárcena
Preámbulo
En las páginas que siguen, veremos de qué modo la música (y también la danza, aunque ésta será abordada de forma mucho más somera en el tramo final del presente escrito) puede coadyuvar en el trabajo de cultivo de la cualidad humana profunda. Tanto las ideas como los procedimientos prácticos aquí recogidos, me apresuro a decirlo de entrada, no son originales, sino que constituyen una reelaboración personal a partir de fuentes clásicas sufíes. Unas y otras, ideas y prácticas, beben, fundamentalmente, en la concepción musical del poeta y sabio sufí persa Mawlânâ Rûmî (m. 1273), conocido por su acentuada querencia musical, y lo que he dado en llamar su "mística de la escucha". Por consiguiente, la posible originalidad de lo que aquí traigo reside más en la forma en que está traducido a la sensibilidad contemporánea que en otra cosa.
En el epígrafe propiamente metodológico, se recogen algunas propuestas prácticas de carácter musical, o en estrecha relación con la música, entendida ésta en su sentido lato, elaboradas por distintas corrientes sufíes, especialmente la mevleví, inspirada por Rûmî, sin duda la más musical de todas ellas. Dichos procedimientos son fruto de la práctica e investigación llevadas a cabo por generaciones enteras de practicantes sufíes. No han sido improvisadas en California, las últimas décadas, a fin de engordar la oferta del actual supermercado espiritual, sino que son el fruto maduro de siglos de indagación y verificación, de pruebas, tanteos y correcciones, de aciertos y errores.
Dado el carácter limitado de este escrito, nuestra voluntad no ha sido agotar el tema, sino ser una primera aproximación, a la espera de llevar a cabo posteriores desarrollos más pormenorizados. Comenzaremos, antes que nada, sin embargo, con unas breves palabras introductorias a propósito de la belleza, fundamento de todas las artes, también la música, según se recoge en las fuentes de la espiritualidad islámica.
II
De la belleza
Un hadîz o aforismo sapiencial atribuido a Muhammad, especialmente dirigido a los artistas, buscadores de horizontes lejanos, reza así: “Si buscáis a Dios, descubriréis forzosamente la belleza; si buscáis la belleza, no es seguro que descubráis a Dios”. Porque Dios, el Absoluto, “El que es”, el Padre al que apela Jesús, es, fundamentalmente eso, belleza. “Dios es Bello y ama la belleza”, afirma otro de los hadîces más caros a la tradición sufí. Y si no existe nada más que Él, eso real, como sostienen los sufíes; si no hay más que una sola existencia totalizadora y abarcante; si la unidad es la única realidad existente y Él es bello, todo el existir, el de los signos del ser y del conjunto de flujos cósmicos, es la propia revelación de la belleza. Revelación de la belleza, digo, y no una mera manifestación de ésta.
La unidad toda es belleza, y la belleza no es sino el esplendor de la verdad, como sostiene Marià Corbí; o también el esplendor del orden, según afirmaba San Agustín. En cierta forma, la verdad es preexistente a la belleza, es la fontana de la que ésta brota exultante. Es la verdad la que establece el nexo entre la unidad de la existencia, la realidad realmente o verdaderamente real, y la belleza. Verdad y belleza se funden en un abrazo. Verdad, belleza y también justicia, aspecto éste último que habremos de abordar en profundidad en otro momento. Al fin y al cabo, el gran arte no sólo es íntimo, sino también, e importante, cívico.
Todo artista, cazador de momentos fugaces, fino observador de todo cuanto la naturaleza afirma, persigue crear belleza o recrearla. Ese es su destino como ser humano; y los espirituales, auténticos artistas del camino interior, no son menos. El verdadero artista, sin embargo, ama la belleza y cuanto ésta tiene de verdad, pero jamás el esteticismo. El esteticismo puede resultar efectista en un momento dado, pero siempre acaba por desembocar en lo banal y artificioso. A veces, es bonito incluso, pero jamás bello, conmovedoramente bello. Cada gesto, cada nota, cada verso, cada palabra, cada trazo del artista es verdadero: bellamente verdadero y verdaderamente bello. El artista crea desde la verdad, en la verdad y de verdad, puesto que reside en ella.
Sostiene Ananda K. Coomaraswamy, y con él algunos de los sufíes históricos más relevantes, que el artista no es un tipo especial de hombre, sino que todo hombre constituye un tipo especial de artista. Tal vez, el arte, y lo que de verdad hay en él, pueda ayudar al hombre común a convertirse él mismo en un artista del arte de vivir, que no consiste sino en el embellecimiento de todos los actos cotidianos de la vida, desde los más triviales a los más sublimes, fruto de la veracidad de todo cuanto se hace. Eso es, en suma, el ihsân de los sufíes: actuar en todo momento con excelencia e impecabilidad. El arte no es una actividad como otra cualquiera. Entre otras cosas, por el gusto y la preocupación que el artista muestra por lo singular y el detalle. "Dios habita en el detalle”, solía decir el teórico de la estética Aby Warburg. Obrar artísticamente, por consiguiente, es hacerlo desde el gusto y el cuidado por el más mínimo detalle, por todo eso que para el hombre común, desatento y desmemoriado, siempre pasa desapercibido.
III
De la música
Del sistema de las llamadas “bellas artes”, que se fue constituyendo a mediados del siglo XVIII, con el afán ilustrado de clasificarlo todo, propio de un naturalista, tal vez sea la música la más espiritual de todas ellas, dado el material volátil e intangible con el que opera: el sonido, la más sutil de las formas sensibles, y los profundos efectos que promueve en el psiquismo humano. La música, lo decía Lévi-Strauss, ocupa una categoría especial al compararla con las otras artes. Arte de la sutilidad por antonomasia, la música posibilita una aproximación unitiva a la realidad, en la que se desvanece toda dicotomía y dualismo. La música proporciona una experiencia privilegiada, por fugaz que pueda ser, de eso que los sufíes denominan wahdat al-wuyûd o unidad radical de la existencia. La música, que tiene por fundamento la abstracción, nos despoja de categorías ilusorias como “yo”, “tú”, “nosotros” o “ellos”, que velan nuestra mirada y nos impiden ver la realidad tal como es. La música permite, así pues, instantes de fuga del estado mental ordinario. Se trata de un repentino darse cuenta de las cosas tal como son, de sentir la realidad tal como en sí misma es, de alzarse, en fin, a un nivel de percepción habitualmente vedado para quien no ha sabido (o podido) rasgar los velos de la mirada egoísta. Quien se sumerge en la música y se deja llevar por sus flujos y reflujos sonoros, ya sea como oyente, intérprete o compositor, se encuentra, de hecho, despojado de todo hacer, de todo estar, de todo tener. Ese es ya puro ser.
La música, arte de los sonidos y su organización armoniosa, nos coloca mentalmente a la intemperie, borra de cuajo nuestro mundo construido, todo eso a lo que considero “lo mío”. La música, que no es representativa y tampoco está formada por proposiciones, desbarata rutinas y hábitos auditivos petrificados durante toda una vida, al tiempo que agiganta nuestra capacidad de percepción hasta extenderla al cosmos. Quien oye música con oído apreciativo, quien participa de ella con la totalidad de su ser, deviene alguien capaz del mundo. Y es que, la música, en la que el cálculo y el azar se entrecruzan y mezclan, nos pone en contacto directo y real con la dimensión más sutil de la existencia.
Por todo ello, la música constituye una de las metáforas más sugerentes del camino interior, cuyo fundamento es el silenciamiento de la cacofonía del ego, a fin de descubrir la verdadera naturaleza de las cosas. “La gran música”, escribe Marià Corbí, “tiene la misma estructura que el conocimiento silencioso porque es comprender y sentir la realidad de lo que hay, sin que haya un sujeto que comprende ni nada objetivo comprendido”.
La música nos muestra que la unidad es resolutiva de la multiplicidad; unidad que no comporta, sin embargo, ningún proceso unitivo previo, por cuanto la unión de algo que es único carece de sentido, es una contradicción en sí misma. No hay dualidad, jamás la hubo. La música nos hace partícipes directamente de que la existencia toda no es sino el espacio en el que suena, o mejor aún, resuena, la música de la vida, al son de la cual danza cuanto existe, desde el átomo a los planetas.
Pero, nos equivocaríamos si pensásemos que la música constituye únicamente un fenómeno de carácter estético. Tampoco es cierto que de la música se desprendan sólo afectos, emociones y sentimientos, como a veces, casi siempre, se acostumbra a afirmar un tanto a la ligera. Y es que la música genera también significación y sentido, por cuanto se trata de una suerte de gnosis perceptiva y sensorial, según expresión de Eugenio Trías, es decir, un conocimiento muy peculiar, al tiempo sensible y emotivo, algo que no suele ponderarse como debiera en los estudios musicales tradicionales. Acostumbra a definirse la música de forma clásica como el arte de la organización de los sonidos que pretende promover emociones en el oyente o receptor. Pero, insisto una vez más, no sólo son emociones lo que la música promueve y despierta, sino también conocimiento. Cuando alguien oye o interpreta música, cuando participa de ella de la manera que sea, se hace la luz en él. Lo musical, por consiguiente, no se reduce al ámbito de la estética y el sentir. La música constituye una auténtica vía de conocimiento, como también lo es, a su manera, la poesía, con la que aquélla guarda tantas sintonías. El compositor y pianista Busoni, por ejemplo, llamaba a Rilke “el músico de palabras”. No en balde fue el checo uno de los poetas que mejor supieron hablar de la música. En fin, el mismo Mawlânâ Rûmî afirmaba que de todos los caminos existentes para acercarse al conocimiento (gustativo, subrayaba) de lo divino, él había tomado el de la música y la danza, disciplinas ambas muy cercanas entre sí, como veremos brevemente en la parte final del presente escrito.
La música, nos recuerda Michel Schneider, concilia los opuestos. Se trata de una de las artes más cerebrales y al tiempo es ¡tan material y tan carnal! Un peshrev o un saz semaisi turco, con los que danzan los derviches mevlevíes, una fuga a cinco voces o un cuarteto de cuerda son rigurosas geometrías del alma, construcciones de la inteligencia humana comparables a los mayores descubrimientos científicos. Al mismo tiempo, la música se produce aquí y ahora mediante el aliento, la tensión de músculos, pieles tensadas, pedazos de madera hueca, cuerdas de naturaleza animal, fricción de las cuerdas vocales, golpeteos de cueros, etc.
La música es el límite del lenguaje. Stendhal decía, justamente, que la música arranca allí donde el habla se detiene. La música es un lenguaje y un pensamiento, pero sin palabras. Tal vez sea el pensamiento más potente y directo de todos. De hecho, el musical es un pensamiento aún más preciso que el pensamiento verbal. Las palabras se quedan siempre en la orilla, la música penetra en el océano y con ella quien participa de su hechizo sonoro.
La música habla, pero también seduce y captura. La música revela lo oculto, el silencio inefable del que brotan los sonidos y al que irremisiblemente remiten éstos. De ahí que la palabra, toda palabra, divida, mientras que el silencio, fundamento de la música, una. En cierto modo, la música hace acto de presencia, justamente, para decir, o al menos insinuar, lo que la palabra es incapaz de verbalizar. Lo que la música dice pertenece a un reino distinto al de las palabras, ancladas irremisiblemente en la dualidad. Éstas, al contrario de la música, no sirven para decir lo no-dual, lo informe.
La música comporta una relación de carácter auditivo con el ámbito nouménico, con una armonía suprasensible y supraaudible. El oído atento del hombre despierto tiene noticia a través de las melodías y ritmos musicales (también de los silencios) de un algo más de la realidad escondido, substancial y silencioso. Por eso, afirmaba Henry Corbin, refiriéndose al sentido musical de la mística sufí persa, y en especial a Rûmî, que si la hemos comprendido en su total profundidad, la música, toda música, no puede ser más que música sacra, a condición de que se haya entregado a su finalidad suprema. Y es que sólo el hechizo musical nos puede hacer presentir y ver la verdad de lo que somos, seres exiliados en este mundo, en la medida en que la audición musical llegue a hacernos súbitamente “clarividentes”. Nada más que musicalmente, parecen decirnos los sufíes, puede ser alcanzada, pues, la conciencia de exiliado, del que anhela el retorno y, sin mirar atrás, emprende el viaje de regreso a casa, es decir, a lo que siempre se ha sido y se es, condensado en el acontecimiento simbólico que tuvo lugar el “Día de Alast” (Corán 7, 172), como gustaba decir Rûmî. Por eso, el pathos del exiliado no es sino la nostalgia, entendida en el sentido etimológico de la palabra griega, esto es, como algia o “dolor del regreso”. Y el exiliado es siempre un homo viator, cuyo viaje de retorno, sin embargo, no acaba de consumarse nunca. El expatriado siempre está volviendo, se halla siempre de regreso, se va acercando al objetivo, pero no acaba de llegar jamás.
Posee la música, así pues, una función de recordatorio de lo que somos que nos retrotrae a la anamnesis platónica. En efecto, las melodías musicales, para Rûmî, no sólo poseen la capacidad de establecer un vínculo con lo angélico y celestial, esto es, la dimensión sutil de la realidad. Al mismo tiempo, sostiene que la música sirve de propiciación de una reminiscencia que permitiría visualizar nuevamente el escenario simbólico en el que aconteció el episodio coránico del “Día de Alast”, cuando Dios y las almas eran uno. La música tendría, por lo tanto, el poder de procurar un conocimiento contracorriente, a contratiempo, que permitiría salvar el hiato del olvido humano y recuperar la memoria de aquel lugar (no-lugar) anterior, abandonado a causa de nuestra condición de seres exiliados. En su función mistagógica, pues, la música nos permitiría el recuerdo de lo que aquel “Día de Alast” fuimos y en verdad somos.
El oído atento y despierto, que en Rûmî es siempre simbólicamente el oído del corazón, percibirá en la música algo más, algo que es esencial, que está dentro de la propia música, y que es de carácter silencioso. Tan sólo de este modo musical podrá cumplir el hombre el imperativo pindárico de llegar a ser lo que de hecho ya es.
Una música que encanta, que hechiza, que fascina, pero no desde el sentimentalismo epidérmico. Una música que, dada la tarea que pretende, es, ya lo hemos dicho, indefectiblemente sagrada. Una música que, como el amor o la belleza, cumple lo imposible. Una música que comporta y exige un total vaciamiento interior: no queda ya nadie ahí para recrearse autocomplacientemente en los sonidos. La música brota del silencio y va a parar de nuevo al silencio, del mismo modo que el movimiento nace de la quietud y a ella retorna. El hombre musical se desubjetiviza mediante la música, sabedor que la condición para ser es no ser nada. Para el espiritual, siempre la música ha poseído un carácter trascendente. En el pasado, tras el filtro de la epistemología mítica, se decía que era creación divina. La música, es cierto, comienza con la física, puesto que siempre que un cuerpo vibra existe sonido. Pero, hay algo más. Ese “algo más” que la música posee y hace presentir, su dimensión metafísica (angélica o celestial, en tanto que pura sutilidad), es lo que la hace tan potente y adecuada para el cultivo de la cualidad humana profunda.
Mawlânâ Rûmî, mejor que nadie, intuirá en la música una vía de apertura a lo divino (de hecho será la suya) y una forma de celebración de dicha divinidad latente en todo cuanto es y existe. “Muchos son los caminos que conducen a Dios”, afirmaba el maestro persa de Konya, “y yo he elegido el de la música y la danza”, palabras que nos remiten al joven Nietzsche cuando decía: “Dios nos ha dado la música para que seamos conducidos por ella hacia lo alto”. Y es que la música sirve para expresar y vivir lo que no pueden decir las palabras. En ese sentido, podría convenirse que no es enteramente humana.
Del samâ’ o la escucha activa
El teólogo y místico sufí persa Abû Hâmid al-Gazâlî (m. 1111) decía que “a la cámara del corazón sólo se entra por la antecámara de los oídos”, teniendo en cuenta que el corazón es, simbólicamente, el órgano espiritual de la visión mística. Esto es, quien oye ve y quien ve oye. En cierto modo, podría decirse que el oído es el sentido primordial del derviche. Sin embargo, se trata de un oído que no es final de trayecto sino sendero abierto que conduce a la visión. Así lo expresa Rûmî: “Cuando el oído es penetrante se convierte en ojo”. Nietzsche, por su parte, sostenía que “se tienen oídos para ver”. Y el poeta Saint-Pol Roux solía referirse a sus oídos como “esos ojos perforados”. Sea como fuere, el oír y el ver están estrechamente ligados.
En el lenguaje sufí, samâ’ quiere decir escucha activa. Y es que el acto de la escucha musical no implica en modo alguno pasividad del sujeto; antes bien, su participación activa. Que la escucha sea una actividad discreta, tal vez la más discreta de todas cuantas llevamos a cabo, no significa que sea pasiva. La escucha está destinada a pasar desapercibida. De hecho, no se oye a alguien que escucha. Y, sin embargo, por dentro tiene lugar toda una verdadera combustión interior.
El samâ’ comporta siempre otro tipo de escucha radicalmente diferente al habitual. El espiritual, nos dirá Rûmî, posee otro oído y, por ende, efectúa otro modo de escucha. Para oír lo sutil, lo inaudible audible, es preciso silenciar la cacofonía del ego, el ruido de fondo de nuestro parloteo interior.
Según Rûmî, existe una doble posibilidad del acto de la escucha, bien mediante lo que el llama el oído interior, que permitiría una apertura a la dimensión sutil (sonora y musical) de la realidad; bien mediante la oreja externa, la del ego, embotada a causa de hábitos auditivos heredados desde la infancia. Aquí, en esta segunda posibilidad, no es que los nervios auditivos estén dañados, de hecho se puede oír, sino que se carece por completo de oído musical para la espiritualidad. De ahí, la necesidad imperiosa de una pedagogía de esa otra forma de escucha. Escuchar de otro modo comporta, así pues, aprender otra forma de escuchar. Y lo mismo sucede con el ver, con el leer y hasta con el viajar, puesto que también es preciso aprender a llevar a cabo una actividad tan delicada y crucial como es el viaje. En cualquier caso, lo primero de todo, como dicen los sufíes, es siempre aprender a aprender.
Como buen maestro del camino interior, sentía Rûmî la necesidad irrevocable de contagiar esa otra modalidad de escucha (vedada para la mayoría) que le pudiese permitir al atribulado y disperso ser humano tener un acceso real a un mundo que suena y vibra por doquier, y cuya música, sus sonoridades, hacen eco en los pliegues más recónditos de su sí mismo más profundo, independientemente de que sea capaz o no de percibirlas. Y es que al sabio le duele la sordera espiritual de sus contemporáneos. Otra escucha diferente que, como ya hemos apuntado, precisa de un órgano auditivo también diferente. Se trata de ese “otro oído”, al que se refiere el maestro persa con frecuente insistencia en su obra, el oído del corazón, que correspondería al “tercer oído” del que también habló Nietzsche, el que es capaz de escuchar las armonías superiores, los sonidos inaudibles de una música sutilísima, la de la vida, puramente interna. Así, la función mistagógica de la escucha queda condicionada a la posesión de ese “otro oído”.
V
Música y sonido: métodos y procedimientos
Expondremos, a continuación, algunos procedimientos sufíes que toman la música, o mejor aún, lo sonoro y musical, como medio de cultivo de la cualidad humana profunda. Por supuesto, se trata tan sólo de una pequeña muestra, sin voluntad alguna de exhaustividad. Por razones obvias, los ejercicios propuestos no se describen en detalle. Se esbozan a grandes rasgos, a fin de que el lector pueda formarse una idea cabal de su alcance real. Como puede observarse, el conjunto de procedimientos descritos permite una aproximación a la música (a lo sonoro y musical) como oyente, intérprete y compositor.
1. Técnicas vocales de afinación corporal
Rûmî arranca de una singular concepción según la cual el ser humano es una suerte de instrumento musical que precisa ser afinado correctamente. A partir de dicha concepción, los derviches mevlevíes desarrollaron todo una serie de técnicas vocales de afinación, cuya finalidad no es tanto cantar bien como percibir que el sonido que uno mismo produce desde la cavidad bucal resuena en todo el cuerpo. Éste deviene, así pues, un gran resonador hueco, como, por ejemplo, el vientre vacío de un ney, emblemática flauta derviche de caña, a través del cual transita la columna de aire generando melodías. Describiremos, brevemente, dos técnicas posibles:
a) Afinación mediante escalas musicales. En posición de pie, el ejercicio consiste en emitir progresivamente las siete notas de la escala musical (de do a si), al tiempo que se efectúan distintas posiciones de manos, brazos y cabeza, que van ayudando a proyectar el sonido sin interrupciones y a hacerlo resonar en todo el cuerpo, tal como si de un instrumento musical se tratara. Dicho ejercicio puede ser practicado tanto individualmente como en grupo. Evidentemente, en grupo requerirá un doble trabajo de afinación: con uno mismo y con el resto de practicantes. La afinación en grupo constituye una forma muy potente y eficaz de silenciamiento y desegocentración.
b) Afinación a partir de las vocales "a", "i" y "u". El ejercicio consiste en proyectar los distintos sonidos vocálicos hacia ciertas partes del cuerpo y hacer que resuenen allí. La "a" efectúa un movimiento vibratorio descendente, hacia el corazón; la "i", por su lado, lo efectúa de forma ascendente hacia el entrecejo, mientras que la "u" se proyecta horizontalmente hacia delante.
2. Técnicas de latâ’if
Percepción y activación de los cinco centros sutiles o latâ’if-i jamsa localizados en diferentes partes del organismo. Algunos han querido ver ciertas afinidades entre los latâ’if de los sufíes y los chakras descritos en algunas modalidades yóguicas, como el kundalini-yoga o el tantra-yoga. Sea como fuere, lo cierto es que consiste en la focalización de la atención a través de la visualización de los colores específicos de cada latâ’if, así como en distintos sonidos que vibran en cada uno de dichos centros sutiles. Dichas técnicas, que requieren un entrenamiento meticuloso y paulatino nos situarían muy cerca del llamado nada-yoga o yoga del sonido.
3. Técnicas sobre el sonido de la respiración
Para la total comprensión del modo en que los sufíes utilizan la respiración habremos de partir del hecho que la respiración es concebida como una suerte de música que nos atraviesa y resuena en nuestro interior. La respiración constituye para el derviche la música interna del ser humano. Se trata de respirar escuchando. Aquí, como en todo trabajo musical, contará sobremanera la cualidad tímbrica de la respiración, así como su ritmo y longitud. El propósito, pues, es doble: de una parte, cuidar la textura de la respiración, y, de otra, la focalización de la atención en ella y más allá de ella. Concretamente, consiste en cerrar los ojos, tapar nuestros oídos con amos pulgares, al tiempo que cubrimos nuestros ojos con las palmas de las manos. El objetivo es no oír ningún ruido exterior y poder centrarse en el sonido interno de la respiración. En esta fase del ejercicio habremos de respirar a la manera derviche que consiste en semicerrar la glotis, de tal manera que el aire, siempre inhalado y expulsado por la nariz, emite un particular zumbido, no muy diferente al que los hatha-yoguis avezados efectúan en la técnica de pranayama denominada ujjayi o “respiración del victorioso”. Nuevamente, como vemos, podemos trazar aquí un cierto paralelismo con algunos procedimientos empleados por los yoguis indios. Así, en el caso que ahora nos ocupa, son evidentes las similitudes con la técnica yogui del yoni mudra.
El objetivo último de las distintas técnicas que trabajan sobre el sonido de la respiración es ir avanzando progresivamente desde la atención a la respiración (su ritmo y textura) propiamente dicha a la atención focalizada en el hecho mismo de respirar, pues es de esta segunda atención más refinada de la que brota el agradecimiento, el gozo de vivir y el amor, antesala de la acción libre, gratuita y desinteresada.
4. Técnicas de escucha de los sonidos que nos rodean
Aprender a escuchar es el objetivo de este grupo de prácticas. Se trata de ejercicios de contacto sensible con el mundo sonoro exterior. Tomando como preludio la técnica anterior, pasaremos de la escucha atenta del hecho de respirar a percibir el mundo de sonidos que nos rodea, y lo haremos como si de un todo sonoro se tratara, sin tratar de identificarlos y menos aún juzgarlos. Para ello es conveniente no cerrarse en un lugar tan aislado y silencioso que no ofrezca la posibilidad de una escucha variada. Escuchar sin identificar ni juzgar los sonidos nos prepara para no huir de ellos. De hecho, los sonidos distraen sólo cuando los rechazamos e intentamos expulsarlos de nuestra consciencia. A excepción de algunos sonidos muy puntuales, nos daremos cuenta que cualquier ruido, si es aceptado y hecho consciente, puede ser un medio para llegar al silenciamiento interior. Al igual que proponíamos en el bloque anterior, se trataría aquí de ir avanzado desde la atención al mundo sonoro que nos rodea y en el que vivimos inmersos al hecho mismo de la escucha, a la posibilidad de sentir que tenemos. Conviene en este punto darse cuenta de la rica polisemia del verbo sentir que tanto hace referencia a la escucha como a la capacidad de experimentar emociones.
5. Técnicas de escucha en plena naturaleza
La naturaleza no es sólo el escenario, el decorado inerte, en el que tiene lugar la vida humana. La naturaleza es un reflejo del mundo celestial, una expresión de la armonía cósmica, en la que el ser humano participa plenamente como una suerte de eco sonoro. La naturaleza toda en su conjunto es pura sonoridad. Proponemos ahora que en la medida de lo posible las técnicas de escucha antes descritas se realicen en esta ocasión en plena naturaleza, al lado de arroyos donde salta el agua, en la cima de una montaña donde el viento sopla con más fuerza, etc. Se trata aquí de dejarse empapar por el esplendor de la belleza no tanto visual como sonora de los espacios naturales. Se trata, sin embargo, de escuchar escuchando. Una propuesta más precisa consiste en agudizar la escucha del canto de los pájaros. Los sufíes han sentido desde siempre una especial predilección por ellos. Al fin y al cabo, el asunto del camino interior (como el del arte) es volar. Volar más allá de los límites egoístas. El lenguaje de los pájaros (traducido, a veces, como La asamblea de los pájaros) del sufí persa Farîd al-Dîn al-‘Attâr (m. 1220) constituye una de las joyas de la literatura mística universal. En la terminología sufí, extraída del propio Corán (27, 16), el lenguaje de los pájaros alude a la dimensión sutil de la realidad. Hay mucho que aprender de los pájaros. Conocer su lenguaje, hablarlo y entenderlo, es, para los sufíes, vivir en sintonía con el latido interior de la vida.
6. Técnicas de escucha musical
Se propone aquí una escucha más centrada en el arte musical propiamente dicho. Que las distintas músicas cultas orientales ligadas al islam (árabe, turca, persa y también india; téngase en cuenta que el arte musical del norte de India, la llamada música indostánica se desarrolla en contacto con la cultura musical persa. Sirva como botón de muestra un detalle lingüístico: sitar en persa quiere decir literalmente “tres cuerdas”) sean músicas modales, es decir, que estén basadas en distintos modos musicales con características sonoras y rítmicas específicas (maqâm en árabe y turco; dastgâh en persa; raga en hindi) constituye, sin duda alguna, una gran ayuda para el ejercicio que proponemos.
Se trataría de educar la escucha a fin de aprender a distinguir las peculiaridades estructurales de cada maqâm o modo musical. Un maqâm (y lo mismo vale para los dastgâh y las ragas) indica una determinada organización interna de los intervalos, al tiempo que un conjunto de reglas sintácticas que definen la jerarquía existente entre los grados de la escala musical y, al mismo tiempo, predeterminan el orden melódico de la composición y el usûl o patrón rítmico.
El mismo trabajo de escucha musical activa podría realizarse también con otro tipo de músicas, por ejemplo, la culta europea. Sin embargo, al no ser modal, debiera de desplegarse una pedagogía de aprendizaje propia. Existen algunas excepciones. Así, las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, verdadero arquitecto de la polifonía y del contrapunto, sí que permitirían un trabajo de escucha muy cercano al que acabamos de proponer.
Con todo, en todo momento ha de quedar claro que la práctica se encamina aquí hacia la escucha activa y la sensibilización profunda, fundamentales ambas en el camino interior, y no a la formación técnica musical.
7. Técnicas sobre patrones rítmicos
El ritmo musical nos conduce de la dispersión al orden. El ritmo ordena el caos. Proponer la ejecución colectiva de algunos ejercicios sobre patrones rítmicos específicos nos permitiría sentirnos intérpretes de la música y experimentar algunos aspectos que de otro modo quedarían en la mera teoría, como, por ejemplo, la importancia de tocar escuchando. El ritmo constituye el fundamento básico estructural de la música, sobre el cual se insieren el resto de elementos, la melodía, por ejemplo. No en balde, la palabra usûl, con la que se designan los ritmos en el lenguaje musical turco, proviene del árabe, lengua en la que quiere decir, en primer lugar, “raíz”, “base”, “fundamento”. Uno de los objetivos principales de este tipo de técnicas es experimentar el que es uno de los fundamentos de la gran música: la difuminación del intérprete. La música se dice a través del músico pero no le pertenece. La música no está ni en el músico, ni en el instrumento, ni tampoco en la partitura. La música se dice a través del intérprete, que es eso, intérprete, pero jamás protagonista. La protagonista real de la música es la música, o mejor aún, lo que se dice a través de la música.
8. Técnicas musicalmente “absurdas”
Hay un componente lúdico incuestionable en la música, que se acentúa aún más cuando se ejecuta en grupo. La propuesta aquí es realizar ciertos trabajos musicales sin objetivo alguno, aparentemente absurdos, aunque, eso sí, exijan una atención máxima a la hora de su ejecución. Se trata de aprender la posibilidad de actuar sin esperar recompensa alguna, al tiempo que se rompe la tendencia a darse importancia en el camino interior. Una posibilidad entre otras muchas es constituir un grupo mixto vocal y rítmico que ejecute al unísono, o de forma secuencial, guturales, sílabas sin sentido, palabras al revés, acompañado todo ello de patrones rítmicos cambiantes.
9. Dhikr vocal seguido de dhikr silencioso
El dhikr es la práctica sufí por antonomasia. Posee dos modalidades: vocal (jahrî) y silenciosa (jafî). Ambas tienen un matiz musical muy evidente. En modo alguno se excluyen, y su combinación tal vez sea lo más eficaz. Normalmente, la modalidad del dhikr vocal se efectúa en grupo. Por supuesto, la ejecución colectiva de un dhikr nada tiene que ver con una coral. Todo dhikr vocal posee tres elementos básicos: dinámica respiratoria, dinámica vocal y dinámica corporal. Más que decirse o cantarse, el dhikr se respira. En cualquier caso, todo dhikr vocal deberá desembocar y acabar en el dhikr silencioso. La idea, por consiguiente, será transitar del movimiento a la quietud, de la expresión vocal al silencio interior. El dhikr silencioso constituye toda una meditación sobre el sonido interno que resuena dentro de la respiración.
10. Audición musical
Pocas cosas hay tan bellas y potentes como oír música en directo. La música en directo se oye, pero también se ve. No es la melodía lo que se oye, ni tampoco el ritmo, sino lo que ambos, ritmo y melodía, hacen posible. No es al intérprete al que observamos, sino a la música haciéndose posible en un ser humano. Cada gesto del intérprete es en sí mismo musical. Con todo, la mirada no se recrea ni embelesa en lo puramente gestual, sino que se proyecta más allá, mucho más allá, hacia la contemplación de lo sutil. Mucho es al respecto lo que puede aprenderse de las formas tradicionales de escucha musical ensayadas por las escuelas sufíes mevelví y chistiyya, esta última la más importante del ámbito indo-paquistaní. Los maestros sufíes tanto mevlevíes como chistîes aconsejan oír la música con la vista y escucharla con los ojos. Lo visual y lo sonoro en modo alguno se excluyen.
La utilización de la música grabada también permite importantes ejercicios de atención y escucha activa. Sea como fuere, en ambos casos y modalidades de escucha, se deberá huir de alentar el sentimentalismo epidérmico como respuesta inmediata a los estímulos sonoros. La música cuando se utiliza como soporte meditativo o de contemplación no se juzga, ni se elige bajo criterios de gustos. No se escucha para elucidar si nos resulta agradable o no. El oyente activo se despersonaliza, se desegocentra, se desubjetiviza, cada vez más, sin afectos, sin memoria incluso. Al fin y al cabo, el objetivo de adentramos en el sonido no es sino dejarnos conducir hasta la fuente de la que brota: el silencio primordial.
VI
Epílogo: de la danza
No he querido concluir este trabajo sin decir algunas palabras a propósito de la danza, expresión artística muy cercana a la música. De hecho, en el lenguaje sufí mevleví el término samâ’, que quiere decir escucha activa como ya hemos visto, también designa la danza circular de los derviches giróvagos.
Para Mawlânâ Rûmî, la vida en su totalidad es un incesante samâ’ en el que todo vibra y danza. El de Rûmî es un cosmos que baila amoroso, lo cual no es sino una forma poética de afirmar que todo vive, que hay un destello de conciencia divina en cada partícula de la materia. Su samâ’ consiste en la escucha atenta, mediante el oído interior, de las armonías del mundo de las esferas celestes, pero también es la comunión participativa con el canto y la danza de las plantas y los árboles, los animales y las montañas, las nubes, los ríos y los mares; en una palabra, con la vida en su conjunto.
El derviche no persigue atrapar la realidad con su arte giratorio; antes bien, expresa al danzar su solidaridad con un cosmos habitado por el ritmo, el orden geométrico y el movimiento duradero. Danzar es trascenderse, situarse en el lindero de lo humano, para hacerse partícipe de la liturgia de la vida y sus leyes. Danzar significa vaciarse, morir a sí mismo. En la muerte simbólica halla el derviche la comprensión del misterio de la vida. Morir es para él vivir más.
Danzar es unión: unión del hombre consigo mismo, con el resto de seres humanos, con el cosmos y, a la postre, con el misterio de la dimensión sutil de la realidad. La danza constituye el primer y fundamental arte del hombre. Con todo, el samâ’, la danza derviche del giro, más que arte es celebración, rito sagrado, plegaria en movimiento, que utiliza el cuerpo como instrumento. El material de la danza, del samâ’ en este caso, es, en efecto, la propia corporeidad del derviche. Danzar es, para él, celebrar el misterio de la vida con la totalidad de su ser, el cuerpo en primer lugar.
La danza es, según el coreógrafo francés Maurice Béjart, quien abrazó el islam a través del sufismo ya en su madurez artística, el primer arte del hombre y tal vez el más esencial y puro de todos. Sublime arte del instante, de la danza, al final, no queda nada. Por ello, el samâ’ mevleví sólo existe mientras el derviche lo ejecuta, en el momento preciso de la entrega a la espiral embriagadora de su efímero girar.
El movimiento circular es el movimiento perfecto, el de las esferas, el de la regeneración, contrariamente al de la línea recta que representa el mundo de lo corruptible. El círculo constituye una unidad completa y muestra, al mismo tiempo, la unidad del punto de origen. Carece de principio y fin, siendo finito e infinito a la vez. El círculo es para el derviche el espacio por excelencia del viaje alquímico, de la transmutación interior. El círculo permite hacer visible lo invisible.
El punto, por su parte, es la primera de todas las determinaciones geométricas, de igual manera que la primera de las determinaciones matemáticas es la unidad. La unidad y el punto constituyen la expresión del ser. El círculo aparece, pues, como irradiación del punto, que es el centro. El punto es, igualmente, el principio, el centro y el fin de las cosas. El movimiento del samâ’ mevleví se hace desde el centro y remite, justamente, a la inmovilidad vibrante del centro. El derviche es punto y círculo a la vez. De ahí que, en el lenguaje sufí, hallar el centro, único sentido del vivir, sea degustar la totalidad abarcante de la realidad, más allá de toda dicotomía y dualismo.