El Taj Mahal, literalmente "la corona del lugar", es único. Pocos monumentos hay en el mundo que consigan transmitir tanta belleza como el célebre mausoleo que el emperador Shah Yahan hizo levantar en recuerdo de su amada esposa Mumtaz Mahal, fallecida el año 1630. Tal vez sea esa la razón de que, por muchas veces que el viajero lo haya visitado, jamás se canse de admirarlo una y otra vez. Y es que uno no se cansa jamás de la belleza, que es el esplendor de la verdad o del orden, como tampoco se cansa uno del amor.
El Taj Mahal, paroxismo de la luz y la simetría, fue construido entre 1632 y 1634, todo él en mármol de Makrana, en el Rajastán, gracias al buen hacer del arquitecto persa Ustad Mulla Murshid, natural de Shiraz, ciudad del sur de Irán donde aún hoy se le recuerda, a quien se le aplicaron las más crueles torturas una vez finalizada tan excelsa obra, a fin de que jamás pudiese realizar algo remotamente mejor o tan solo similar. Y es que ese era el talente de los emperadores mogoles de India, incultos guerreros nómadas turco-mongólicos.
Se acostumbra a decir del Taj Mahal que es un monumento nacido del amor. Tal vez así lo sea. Lo que es cierto es que su belleza, ya lo hemos dicho, es inconmesurable. Y eso nadie lo pone en duda. Se trata, además, de una belleza que cautiva y conmueve por su delicado refinamiento y su elegancia despojada de todo artificio superfluo, algo que en Europa, tan proclive al gris y aparatoso barroquismo, ha sido impensable. Pero también el Taj Mahal es una extravagancia superlativa, y la ruina de un imperio. En su día, fue también un crimen de lesa humanidad; el cometido contra miles y miles de campesinos, artesanos y pequeños comerciantes desahuciados y esquilmados, rupia a rupia, por el arrebato amoroso de un tirano, lo cual nos induce a pensar que la belleza, para ser auténtica, ha de ir siempre de la mano de la verdad y la justicia.
Halil Bárcena (enero 2009)