El cultivo de la cualidad humana
profunda a través del sufismo
Halil Bárcena
El sufismo o tasawwuf constituye una de las grandes tradiciones de sabiduría de la humanidad. Tal como lo conocemos, el sufismo se ha desarrollado históricamente dentro de la matriz cultural del Islam, si bien ha conservado unos rasgos propios muy peculiares que lo han singularizado sobremanera a lo largo de los siglos. Lo cierto es que se trata menos de una doctrina o un sistema de creencias cerrado que de un camino interior que persigue despertar en el hombre una consciencia mucho más alta:
a) de sus múltiples potencialidades como ser humano
b) y de su estrecha relación con todo cuanto existe.
Tres son las fuentes primordiales de las que se ha nutrido la sabiduría sufí en el decurso del tiempo:
a) el Corán
b) el corpus aforístico y sapiencial o sunna, atribuido al profeta Muhammad
c) y el vasto legado, tanto oral como textual y metodológico, de los propios maestros sufíes que, en cierto modo, constituye una suerte de reinterpretación en clave estrictamente simbólica y espiritual del Corán y de la sunna muhammadiana.
Con todo, contemplado con perspectiva de conjunto, no podemos afirmar que exista un único sufismo. En efecto, se trata de un fenómeno harto plural y multifacético. El sufismo es un verdadero poliedro que contiene múltiples rostros espirituales. Por lo tanto, la presente propuesta de cultivo de la cualidad humana profunda a través del sufismo no se ciñe a un solo maestro, escuela o tendencia, sino que constituye un trabajo de síntesis de varias vías y sensibilidades sufíes históricas, conscientes como somos que ni la realidad ni tampoco el camino interior se dejan englobar en una sola perspectiva.
EL SUFISMO Y EL CULTIVO DEL “IDS”
a) al amor incondicionado por todo
b) y a una acción altruista y desinteresada, no sometida a las demandas y exigencias del ego.
Podría decirse, por lo tanto, que la falta de interés es proporcional a la ausencia de atención, gafla en el lenguaje de los sufíes, quienes conciben al hombre como un ser eminentemente olvidadizo. Absorto en sus propios mundos creados, olvida lo esencial y vive al margen de ello. El hombre toma por cierto lo que no es sino pura irrealidad. De ahí que buena parte de la metodología empleada por los sufíes tenga que ver con la activación y el cultivo de lo que ellos denominan presencia, como veremos más adelante.
Dicha unidad básica y abarcadora constituye el rasgo fundamental de una realidad única de la que el ser humano es parte inseparable, no sólo una pieza de ella. Nosotros somos eso también: el escenario privilegiado en el que la vida actúa, se hace posible y se renueva a cada instante. De ahí que al morir, por ejemplo, perezca nuestra individualidad, pero no la vida en sí misma. Así pues, el sufismo tiene que ver con la:
a) percepción
b) comprensión en profundidad
c) y experimentación en uno mismo, mediante la cualidad de la presencia, a la que nos referiremos más adelante, de la unidad e interrelación mutua existente entre todas las cosas y fenómenos.
De acuerdo con los sufíes, percibimos el mundo dependiendo de cómo lo concebimos. No vemos las cosas tal como son en sí mismas, sino a través de los patrones y modelos interpretativos que construye nuestro ego, la nafs de la que hablan los sufíes. Nuestro error consiste, afirman, en tomar por real lo que no lo es, en absolutizar lo relativo y efímero. Dice así el tawhîd, la intuición fundamental de las enseñanzas sufíes: todo es relativo excepto lo absoluto.
Para los sufíes, sólo cuando se es capaz de liberarse de la tiranía del ego, a través de su silenciamiento -fanâ llaman a dicho proceso-, cuando se despierta del sueño al que aquél nos somete, mediante el cultivo de la presencia, el recuerdo y la actualización de lo que verdaderamente uno es, sólo entonces se puede afirmar que se está realmente vivo y en estrecha conectividad con la totalidad de cuanto existe. Poseer consciencia, pues, es saber lo que uno es.
El ser humano, mantienen los sufíes, puede llegar a saber que una única energía e inteligencia creativa lo conecta todo. Más aún, puede ser plenamente consciente que él mismo forma parte inextricable de dicha energía e inteligencia. El hombre es uno con el todo. Ese es, según los sufíes, el más alto grado de la verdad o haqîqa. Y eso es, justamente, lo que trata de expresar el arte islámico mediante el arabesco, los motivos decorativos a base de complejos dibujos geométricos entrelazados y, a veces, vegetales, que se emplean en frisos, zócalos y cenefas, así como en la decoración de libros. De ahí que su contemplación constituya una de las prácticas habituales empleadas por los sufíes, como veremos en su momento.
Por lo tanto, la asunción de dicha cosmovisión unicista, que los sufíes denominan wahdat al-wuyûd o unidad de la existencia, según la cual la realidad es un todo, comporta para el ser humano un notable reajuste mental y también vital, del que se deriva, a su vez, una actitud mucho más consciente y responsable en nuestras relaciones:
a) con el entorno
b) con los demás
c) y en todas las facetas y ámbitos de la vida.
EL NÚCLEO CENTRAL DEL TRABAJO SUFÍ
Para ellos, el hombre es un ser abierto e inacabado, justo como el universo, del que afirman que se está recreando de nuevo a cada instante. Por consiguiente, no basta con haber nacido para considerarse un ser humano, en la acepción más honda y radical de la palabra. En ese sentido, la presencia sería la forma de acceder a nuestra verdadera naturaleza, y de actualizarla. De hecho, el camino interior diseñado por los sufíes apunta hacia el despertar a la conciencia de lo que en verdad ya se es, aunque se ignore o se haya olvidado. Y es que lo más esencial y característico del ser humano no nos está garantizado ni por nuestra especie ni tampoco por la cultura, sino que sólo se nos es dado en forma potencial.
Una persona, por consiguiente, debe esforzarse con denuedo a lo largo de su vida para devenir verdaderamente humana, y aun así no tiene garantía de éxito. Gracias a la puesta en práctica de la metodología de trabajo sufí es posible aprender a activar dicha presencia a voluntad. De tal manera que puede decirse de quien así procede que se halla o vive envuelto en dicha presencia. En otras palabras, vivir en presencia significa tener plenamente activada esta cualidad a la que llamamos atención sostenida, y que es la condición sine qua non del interés, primer factor del “IDS”.
Es cierto que en nuestra sociedad actual, caracterizada por la prisa y los condicionamientos tanto internos como externos de toda índole, vivir en presencia resulta casi imposible para la inmensa mayoría de los ciudadanos excepto como fogonazos muy puntuales y ocasionales. A pesar de todo, los maestros sufíes sostienen que es posible activar dicha cualidad a voluntad, cultivarla y, más aún, residir en ella de forma natural en todas nuestras actividades.
La presencia consiste, pues, en la activación de un nivel mucho más elevado y sutil de percepción que posibilita:
a) conocer
b) desarrollar
c) e integrar todas las funciones y actividades humanas, tales como el pensamiento, por ejemplo, la sensibilidad profunda y la acción en el mundo, que son vividas la mayoría de las veces de forma fragmentada.
El trabajo regular sobre la presencia permite desarrollar una nueva forma de mirar y ver. De hecho, se trata de una auténtica educación de la mirada. Mirar desde el silenciamiento de los modelos interpretativos del ego, muriendo al hombre viejo, previsible y rutinario, esclavo de la identificación con los condicionamientos sociales y programaciones culturales, posibilita contemplar las cosas tal como son en sí mismas. Sólo de esta manera es posible ver la realidad realmente real, sintiéndose partícipe y uno con ella. Quien muere a sus automatismos, alumbra en su interior un nuevo ser más libre y espontáneo, cuyos atributos son la flexibilidad creativa y el amor incondicional.
Si algo caracteriza al sufismo es su enorme versatilidad. Históricamente, los sufíes han operado basándose en una concepción abierta, dinámica y ampliamente renovadora del camino interior, conscientes de que éste requiere reformulación y expresión nueva en cada época e instante. Las vías del pasado no resultan operativas en los tiempos presentes. Los sufíes no son dispensadores de creencias o rituales. Tampoco se dedican a teorizar sobre las bondades de la espiritualidad, sino que son verdaderos iniciadores y facilitadores de experiencias transformadoras. La palabra vino, dicen, no embriaga. Y es que el sufí es plenamente consciente que la palabra no puede convertirse jamás en el sustituto de la experiencia. Con todo, un camino interior auténticamente genuino jamás es antiguo.
a) lugar
b) tiempo
c) y personas, o lo que es lo mismo, makân, zamân e ijwân, según su propio lenguaje técnico.
Que los sufíes operen en base a dichos parámetros no significa ni que improvisen ni que experimenten al azar. Ningún maestro sufí ha pretendido jamás reinventar la rueda. La finalidad es otra y tiene que ver con un correcto enfoque de lo que ellos mismos denominan la intención o niyya. Y es que un mal encaje de medios y de conceptos es siempre pernicioso y, en algunos casos, puede resultar incluso fatal.
Más que de sistemas, cerrados e inamovibles, o de programas fijos a los que someterse, los sufíes han sido grandes maestros a la hora de proponer y ensayar múltiples procedimientos, trucos y estrategias, que siempre son de carácter mucho más flexible y operativo que los sistemas. Dichos procedimientos facilitan sobre manera el salto imprescindible más allá de los límites impositivos del ego que, indefectiblemente, se ha de efectuar en el transcurso del camino interior.
1) Tiempo para hacer:
Es el instante de recoger la atención y de pulir la intención con la que se introduce uno en el trabajo interior. Dicha etapa inicial servirá, pues, para colocar acertadamente el eje de coordenadas que servirá de marco de referencia a todo el trabajo a seguir. El viento, dicen los sufíes, sólo es favorable si el timón está cogido y el rumbo bien trazado. Corresponde la presente etapa al aspecto más estrictamente formal y técnico, pero no por ello carece de importancia. Al contrario, como reza un viejo aforismo sufí: “Quien brilla en los inicios, resplandece en los finales”.
2) Tiempo para estar:
Es el instante de ordenar, canalizar y focalizar la atención. Corresponde al momento en el que lo meramente técnico y formal se trasciende, al tiempo que se adentra uno, de forma paulatina, en el verdadero corazón de la práctica, que siempre apunta hacia un objetivo situado mucho más allá de ella.
3) Tiempo para ser:
Es el instante unitivo por excelencia del camino interior, en el que no sólo se difumina la práctica en sí, sino también el practicante en ella y a través de ella. Podría decirse que el sufismo parte de lo concreto para introducirnos en lo abstracto y hacer que nos perdamos en ello.
La correcta aplicación de las prácticas le conducirá a uno más allá de ellas e, incluso, más allá de sí mismo. Al diseñar sus trabajos, los maestros sufíes enseñan cómo desprenderse de las técnicas, llegado el momento preciso, de modo que éstas no se conviertan en un fin en sí mismas. Más aún, operan de tal forma que el uso de la práctica se vuelva en sí mismo superfluo. Y es que a quien ha recuperado la visión le sobran las gafas, incluso le molestan, pues son una carga innecesaria.
El trabajo sufí puede ser descrito en términos generales como si de un arte se tratara: el arte del camino interior. Según los sufíes, el artista no es un tipo especial de hombre sino que todo hombre constituye un tipo especial de artista. La relación del sufismo con las artes (danza, música, y poesía, especialmente) ha sido muy estrecha desde sus inicios, aunque jamás sin caer en el mero esteticismo. Los sufíes consideran que quien persigue la belleza no es seguro que halle la verdad, pero quien persigue la verdad forzosamente acaba por encontrar la belleza, que es el esplendor de la verdad.
1. Yo compulsivo o dominante (ammâra)
2. Yo consciente (lawwâma)
3. Yo inspirado (mulhama)
4. Yo apaciguado (mutma’inna)
5. Yo satisfecho (radiyya)
6. Yo entregado (mardiyya)
7. Yo perfeccionado o afinado (safiyya)
Las dos primeras etapas están bajo el dominio absoluto del ego y sus deseos, expectativas y temores. La tercera, por su parte, corresponde al yo que comienza a despertar del sueño del falso yo o ego, mientras que las tres últimas etapas representan grados diferentes de cualidad del yo esencial, que resulta ser mucho más profundo que nuestros condicionamientos sociales convencionales, nuestras ideas y sentimientos, nuestros gustos y aversiones.
No obstante, el número siete, que en la rica simbología numérica sufí es un número de compleción, en modo alguno indica acabamiento, ya que el proceso de afinamiento de la persona carece de límite. Y es que siempre hay un más allá en la capacidad de percibir más y más cualitativamente, de devenir un reflector más pulido de la consciencia de todo cuanto es.
A cada etapa corresponde un trabajo cualitativamente distinto. Así, las primeras etapas se caracterizan por un trabajo dirigido al:
1. Fortalecimiento del cuerpo físico, mediante el ejercicio consciente
2. Energización del sistema nervioso, mediante los distintos ejercicios de:
a) respiración consciente
b) escucha y emisión de sonidos que resuenan en zonas específicas del
organismo
c) y activación de los cinco centros sutiles o latâ’if-i jamsa, localizados en el
organismo, mediante la atención en sus colores específicos:
1. Qalb o “corazón”, amarillo
2. Rûh o “espíritu”, rojo
3. Sirr o “secreto”, blanco
4. Jâfî u “oculto”, negro
5. Ajfâ o “lo más oculto”, verde
3. Liberación de las rutinas, automatismos e inercias psicofísicas que nos robotizan, mediante el trabajo con el ritmo y los distintos movimientos de sincronización, coordinación y lateralización
4. Ruptura de la lógica común mediante:
a) prácticas, trabajos y tareas aparentemente “sin sentido” o sin objetivo alguno,
como, por ejemplo:
* memorizar y repetir palabras y frases carentes de sentido
* pasar uno o varios huesos de dátil, de derecha a izquierda, entre varias
personas sentadas en círculo
* barrer el suelo de un lado a otro, etc. etc.
b) resolución de acertijos y ejercicios numéricos, uso de poesía y cuentos, etc.
c) audición de cuentos pertenecientes a la rica tradición oral sufí, cuyo objetivo
es utilizar el humor para romper nuestras rutinas mentales
La segunda etapa toma como referencia del trabajo las llamadas “once reglas” de los sufíes naqshabandíes:
1. “Consciencia de la respiración” (hûsh dar dam)
2. “Vigilancia de los propios pasos” (nazar bar qadam), que tiene tres acepciones:
a) conciencia de las propias acciones o atención a todo cuanto uno hace
b) caminar meditativo a la manera de los derviches mevlevíes
c) largas caminatas por la naturaleza atentos a la coordinación de ciertas fórmulas
que se repiten mentalmente acompasadas con el caminar
3. “Viaje por la propia tierra” (safar dar watan): exploración de los movimientos de la
propia mente
4. “Soledad entre la multitud” (jalwat dar anyuman): actuar desapegado en el mundo;
vivir en el mundo sin que el mundo viva en uno
5. “Presencia” (yâd kard): actitud de recuerdo constante
6. “Control de los pensamientos” (bâz gard): introducción de pensamientos
positivos
7. “Vigilancia” (nigâh dâsht): estado de constante alerta
8. “Recogimiento interior” (yâd dâsht): consciencia del ser en sí mismo
9. “Parar el tiempo” (wuqûf-i zamân): práctica prolongada del “stop”, tendente a
fomentar el estado de alerta y a romper el círculo vicioso del automatismo físico
y mental
10. “Pausa de número” (wuqûf-i adadi): repetición silenciosa de ciertas fórmulas, un
número preciso de veces
11. “Pausa del corazón” (wuqûf-i qalbi): visualización del corazón y de ciertas
fórmulas inscritas en él, así como de determinados colores y formas geométricas
Al mismo tiempo, se introducirán en esta segunda etapa ejercicios en plena naturaleza que favorezcan:
a) el “mirar sin mirar”, es decir, una mirada admirativa y desegocentrada que es capaz de ver más allá de la multiplicidad de formas y objetos
b) y la escucha atenta de un mundo que suena y resuena, a través de la
identificación de sonidos tanto fuera como dentro
La tercera etapa se centrará específicamente en la meditación:
a) tanto estática
b) como dinámica, mediante el samâ’ o danza mevleví del giro derviche
CONCLUSIONES
Los distintos ejercicios y prácticas sufíes hasta aquí descritos no debieran de utilizarse jamás como si fuesen un fin en sí mismos, puesto que no son una varita mágica. Dichos ejercicios sólo son efectivos si se enfocan adecuadamente. En ese sentido, puede decirse que hacen mejores a los buenos practicantes y peores a los malos, que no son sino quienes no han pulido lo suficiente su intención.
El secreto de los ejercicios está en la constancia y asiduidad en la práctica. Es mejor poco pero bien, poco pero constante, que mucho pero mal, mucho de tanto en tanto. Los sufíes afirman que el sufismo es un trabajo gota a gota. La práctica asidua de los ejercicios responde a la siguiente secuencia: la repetición genera un hábito y éste desemboca en un estado.