Libertad.
Una visión sufí
Halil Bárcena
Contrariamente a lo que suele pensarse, son
muchos los rostros que presenta el islam y diversas las corrientes de
pensamiento -teológico, filosófico, jurídico, sapiencial…- que ha generado en
el decurso del tiempo. Un ejemplo nos lo brinda el tema de la libertad (y su
pareja, la responsabilidad, que aparecen invariablemente de la mano para la
sensibilidad islámica). En efecto, ni la filosofía (falsafa), ni la teología (kalâm),
ni tampoco la gnosis (tasawwuf o
sufismo) islámicas han sido unánimes a
la hora de interpretar los diferentes pasajes alcoránicos relativos a la
libertad del ser humano. Mientras los
teólogos mu’tazilíes, por ejemplo, caracterizados por su marcado
racionalismo, defienden la libertad como uno de los atributos específicos del
ser humano en tanto creatura libre, los teólogos ash’aríes, para quienes la fe (îmân)
es otra cosa que la racionalidad y que andando el tiempo marcarían la ortodoxia
islámica, consideran por su parte que la libertad humana se limita a cumplir los
mandatos divinos, sabiendo que, tal como explicita el propio texto coránico: “Al·lâh no pide nada a nadie más allá de sus
capacidades” (Corán 2, 286). En otras palabras, el hombre es libre, pero
solamente de realizar lo que Al·lâh le ha otorgado el poder de obrar. Y es que
la principal preocupación de la teología ash’arí
no es otra que hacer presente en el mundo la inmensidad inalcanzable de Al·lâh.
Pero, más allá de tecnicismos,
de diatribas teológicas y de algún que otro contrasentido piadoso, lo que nos
interesa ahora y aquí es ofrecer una (¡puede haber otras!) visión sufí acerca
de la libertad humana. Interrogarse sobre la libertad puede perfectamente ser
un modo de preguntarse acerca de qué es el ser humano. Pues bien, somos más
(mucho más) de lo que pensamos, pero menos (mucho menos) de lo que nos creemos.
He ahí, sintéticamente, la visión coránica del ser humano, tal como el sufismo,
la dimensión interior del islam, su gnosis, ha ido desarrollado a lo largo de
los siglos. En efecto, el ser humano, designado en el Corán como jalîfa (califa, según la transcripción
más corriente, aunque también muy equívoca), esto es, ‘regente’, ‘síndico’ o
‘vicario’ de Al·lâh en la tierra, es más de lo que piensa. Y es que el hombre
(¡la mujer también, se sobrentiende!) alberga en su interior una suerte de
chispazo divino que es lo que le convierte en un ser plenamente humano, a
condición, bien entendido, de que actualice dicha potencia que, por desgracia,
para la mayoría de nuestros contemporáneos es hoy una suerte de continente
perdido (la expresión es de Henry Corbin). Sea como fuere, somos humanos,
plenamente humanos, radicalmente, gracias a ese misterioso chispazo divino que
anida en nuestro interior. Lo divino humano, algo que el mismo Aristóteles ya
había vislumbrado, es lo que en verdad nos humaniza. Y ese, el hombre
divinizado (¡que no endiosado, como el engreído racionalista moderno!), y sólo
él, el insân al-kâmil u hombre
universal de los sufíes, puede ser considerado un hombre libre; o como dirían
los hindúes, un jivanmukta, esto es, un
liberado en vida.
Al mismo tiempo, el ser humano
es menos (¡mucho menos!) de lo que se cree. A ojos sufíes, la egolatría, el
pecado de creerse algo, es la mayor de las ignorancias, pues supone ignorar el
principio del tawhîd o unidad y
unicidad divinas, quintaesencia del islam, según el cual nada es existente
fuera de la presencia abarcadora de Al·lâh. Dicho de otro modo: nada es, todo significa. En consecuencia, el ser y el estar del sufí en el mundo
nacen de la comprensión profunda de que no existe nada más que Al·lâh, de que
no hay existente fuera de Él; en otras palabras, que todo es signo de Él o aya en árabe, de donde se deriva la
palabra castellana ‘aleya’, que tanto designa los diferentes versículos
coránicos como los signos divinos de la creación. Según lo cual podría decirse
que todo cuanto existe es una suerte de Corán, un Corán-Universo cuyas aleyas, que son las que otorgan la
homogeneidad necesaria del mundo y responden a la lógica inmanente del cosmos, es
preciso interpretar, del mismo modo que interpretamos el propio texto coránico.
En resumen, dentro del ser humano
conviven y se entremezclan el espíritu del rûh,
nuestra dimensión trascendente, en la que se refleja el chispazo del Si
divino, y el ego de la nafs, que
forja, en el hombre ordinario, la ilusión de una individualidad al margen del
mundo, existente por sí misma, que le incapacita para la visión de la unidad
subyacente bajo la multiplicidad. El sufí, por el contrario, es quien ha
despertado del sueño del ego y, por consiguiente, ya no se identificará jamás
con él. El sufí es consciente de su indigencia ontológica radical, sabe de su
nada y sólo así logra vivir la plenitud del ser. Todo es relativo excepto lo absoluto,
he ahí su verdad y su libertad también. Mawlânâ Rûmî (m. 1273), poeta y maestro
de derviches, lanzaba a los suyos una fina advertencia: “No ser nada es la condición necesaria para ser”. No ser nada, para
serlo todo, que es otra manera de expresar la verdad contenida en el hadîz atribuido al profeta Muhammad según
el cual hay que morir antes de morir.
El ser humano es ese ser tan
particular a través del cual transita la Palabra (aquí forzosamente en
mayúsculas, pues es otra forma de referirse al hálito vital o soplo divino). Se
trata, pues, de ponerse en una situación de máxima receptividad, tal como
escenifican los derviches giróvagos en su incesante danza circular (samâ’); de crear las condiciones
necesarias de apertura y ensanchamiento para ser capaz de acogerlo todo, tal
como lo expresan los célebres versos de Ibn ‘Arabî (m. 1240), el sufí de la
Murcia andalusí, que no son una mera declaración interreligiosa políticamente correcta,
como a veces se ha creído por error, sino una expresión culminativa del tawhîd espiritual sufí, su paroxismo:
“Mi
corazón adopta todas las formas:
unos pastos para las gacelas y un
monasterio para el monje.
Es un templo para los ídolos, la
Kaaba del peregrino,
las tablas de la Torá y le libro
del Corán.
Sigo sólo la religión del amor, y
hacia donde van sus jinetes me dirijo,
pues es el amor mi sola fe y
religión”.
En definitiva, para el sufismo
la libertad humana está estrechamente ligada a la sabiduría, entendida aquí
como el conocimiento encarnado del tawhîd,
que es apertura existencial a lo divino.
Aprehender el tawhîd, así pues,
hasta sus últimas consecuencias comporta conocer la ley que rige la naturaleza
real de las cosas y obrar según ella. Es cierto que, aparentemente, son
ilimitadas las posibilidades que se le ofrecen al ser humano en la vida y, en
consecuencia, su libertad de tomar una u otra. Con todo, nadie debiera llevarse
a engaño respecto al hecho incuestionable de que toda elección equivocada,
carente de sabiduría, empujará hacia sendas cada vez más y más limitadas y
limitadoras. De ahí la insistencia sufí en vincular íntimamente libertad y
sabiduría. Sólo es plenamente libre quien conoce la naturaleza real de las
cosas. Y eso es, justamente, lo que enseña un juego como el ajedrez, ‘juego
real’ que los persas importaron de India y adaptaron a su cosmovisión religiosa
islámica. Según Titus Burckhardt, el tablero del ajedrez, cuya forma mandálica
es una representación simplificada de los ciclos cósmicos, constituye una
parábola de lo que podríamos llamar arte real, una parábola matemática en la
cual se manifiesta la relación interna entre la acción libremente escogida y el
destino inevitable o qadr.
En consecuencia, poco, muy
poco, casi nada, tiene que ver el mito moderno de la libertad, con lo que aquí
se afirma. Mientras que para el sufí el fin supremo de la vida ha sido siempre
conseguir liberarse de sí mismo, que
es otra forma de referirse al anonadamiento que pedía Mawlânâ Rûmî y que hemos
citado con anterioridad, lo que hoy se persigue, a veces de forma un tanto ciega,
es obtener y asegurar a toda costa el máximo de libertad para uno, poco importa respecto de qué. Hoy, las conductas parecen
libres, pero en verdad están sujetas tanto al propio autoengaño como a la
manipulación exterior. Es, nuevamente, el maestro persa de Konya, Rûmî, quien
dice: “El siervo desea liberarse del
destino; el amante jamás desea ser libre” (Masnaví V, 2720 y ss.).
Lo que a menudo se ignora es
que la libertad, al igual que la justicia, es una realidad originada en el ser.
Liberarse quiere decir identificarse con ella, encarnarla. No se trata, pues,
de luchar por ella, como si se tratara de algo exterior, sino de vivir desde
ella. Solo así llegaremos a cumplir el imperativo sufí, no muy distinto del
imperativo pindárico, de ser lo que en verdad ya somos, pero hemos olvidado. Y
es que, a ojos sufíes, aprender es recordar; recordar y actuar responsablemente
según ello. Según eso la responsabilidad, esto es, nuestra capacidad personal
de ‘respuesta’, constituye el verdadero corazón de la libertad, ya lo habíamos
avanzado. Ser libre, pues, no es tanto emanciparse de algo como ser capaces de
responder; responder del mundo, por ejemplo, y responder al propio mundo. No es
cierto que el sufismo constituya una huída escapista de la realidad o que
aliente el quietismo. Antes bien, el espiritual sufí invita a… ¡huir a lo
real!, pues lo cierto es que a lo que comúnmente llamamos realidad no es lo
realmente real.