De la belleza y su verdad
Halil Bárcena
La belleza es todo menos bonita; o al menos, no se cifra en términos estéticos. Fundamentalmente, la belleza conmociona, y si lo hace es porque revela la verdad sin ambages ni posibilidad de juicio. La belleza nos deja sin argumentos, o lo que es lo mismo, en silencio. Y es que la belleza es eso, justamente, el esplendor de una verdad, cuya contundencia resulta irrefutable; es porque sí. Ante la belleza, lo subjetivo se difumina, pierde los contornos que otorgan seguridad al sujeto. Por supuesto, lo bello no es lo que nos gusta, esto es, lo que nos causa placer, sino lo que emociona, más allá de las categorías habituales con las que juzgamos las cosas. La belleza es por sorpresa, siempre nos coge desprevenidos, puesto que hay algo en ella de súbita irrupción. La belleza nos despierta de la modorra cotidiana y sus falsas ilusiones; siempre hay algo en ella que subvierte nuestro orden interior, como una sacudida inesperada que muestra la precariedad de nuestros constructos ideológicos, ésos con los que pretendemos domesticar la complejidad de una realidad que engendra complejidad a cada momento y que, por ello mismo, es indomable. La belleza nos hace añicos, pero sólo quien se vive a sí mismo como nada es capaz de vivir la divinidad como todo.
La naturaleza es la expresión por antonomasia de la belleza. Pues bien, ante ella caben dos posibles actitudes o formas de aproximación: la de la contemplación y la de la sensación. La vía de la contemplación conduce al recogimiento, que nada tiene que ver con el ensimismamiento, sino con el silencio interior. Contemplar, tal como aquí lo entendemos, es penetrar en el templo de la naturaleza como quien se adentra en un espacio sagrado, esto es, con sigilo y respeto expectante. Recogimiento es sinónimo de tener un centro. La vía de la sensación, por su parte, conduce a la disipación. Se admira la belleza de la naturaleza, pero sólo mientras la naturaleza tiene, digámoslo así, un comportamiento correcto. Seguir la vía de la sensación es despeñarse por el barranco del sensualismo, enfermedad estética del sentimentalismo. Disipación es sinónimo de carencia de un centro.
Escribe el persa Mawlânâ Rûmî (m. 1273): "Has de saber, hijo, que todo en el universo es una jarra llena hasta el borde de sabiduría y belleza. Todo es una gota de Su belleza que, a causa de Su plenitud, no puede contenerse. Era un tesoro escondido y por Su propia plenitud brotó e hizo que la tierra brillara aún más que los cielos" (Masnaví I, 2859-2861). Y es que, como afirmaba Frithjof Schuon, la belleza y la cognición están estrechamente fundidas, aunque no confundidas. Así, por ejemplo, podemos afirmar que la belleza de la contemplación de la naturaleza desemboca en una forma particular de conocimiento.
Otra característica de la belleza es la necesidad de ser dicha, comunicada y compartida. La belleza, como el amor, no se puede ni callar ni acallar. La belleza es mostración esplendorosa de una verdad cuya razón de ser es decirse en el mundo, hallar un corazón capaz de recibirla. De ahí que no exista un uso particular y privado de la belleza, sino que ésta necesita ser proclamada y compartida. Lo bello nos reclama su propia exaltación y difusión. Ante lo bello, no vale el egoísmo de quererlo todo para sí mismo. Pues bien, entre finales de febrero y la primera quincena de marzo, florecen los almendros en la comarca catalana de la Terra Alta, limítrofe con la comunidad aragonesa. Para quien esto escribe se trata de un acontecimiento anual de una belleza inconmensurable. De hecho, estas líneas a propósito de la belleza y su verdad, no son sino un mero pretexto para compartir con ustedes eso, justamente, la belleza de los almendros en flor de la Terra Alta.