Acaba de aparecer el libro Jesús de Nazaret, el mito y el sabio (Barcelona: Verloc, 2010), de Marià Corbí y Halil Bárcena. El libro, fruto del seminario celebrado en el CETR (Centre d'Estudi de les Tradicions de Saviesa), durante el curso 2007-2008, constituye una lectura del Evangelio de Juan desde una espiritualidad laica y desde el sufismo. A continuación presentamos el prólogo correspondiente a Halil Bárcena.
Jesús de Nazaret,
Mi aproximación al Evangelio de Juan, un texto nada fácil, en el que aparece sintetizada la compleja cristología del autor, no ha sido desde la dogmática islámica, ni siquiera desde la teología mística sufí, si bien aquí y allá he hecho mención a ambas cuando lo he creído oportuno; sino desde el texto en sí mismo. No he pretendido, pues, hacer una lectura comparatista del Evangelio, que nadie se confunda ni se lleve a engaño, ni mucho menos enzarzarme o polemizar con el autor desde las categorías religiosas islámicas. Téngase en cuenta que el islam posee si no una cristología sí una jesusología. Nada de todo eso. Confieso muy tranquilamente que, a diferencia de muchos otros, no siento el más mínimo escozor en los ojos al leer la palabra “Padre” -por otro lado, bellísima- referida a Dios o “Hijo” para designar a Jesús. Al fin y al cabo, son sólo símbolos y nada más que símbolos, lo cual no es poco; y los símbolos están para ser comprendidos en sí mismos, no para ser creídos o para polemizar sobre ellos. La verdad es bella en todas sus formas. Los símbolos, y acudo aquí sí a la terminología sufí, son una suerte de puente (ta’bîr) que nos permite traspasar nuestra mirada roma de la realidad, yendo de las apariencias a lo invisible visible. Esa es, pues, la función primordial del símbolo y su relación con lo oculto.
No, lo que he pretendido es seguir los pasos de la propuesta, por demás única y pionera, de lectura estrictamente simbólica de los textos sagrados que Marià Corbí ha venido pergeñando en nuestro país desde hace ya un buen puñado de años. Aunque lo he hecho, no podía ser de otro modo, a mi manera. Y es que sería estúpido y suicida despreciar el rico legado sufí del ta’wîl o hermenéutica simbólica de los textos. En ese sentido, los sufíes han sido, históricamente, unos de nuestros más valiosos predecesores, en lo que lectura simbólica se refiere. Igualmente, han destacado los sufíes por su ecumenismo y apertura al otro. Pienso, por ejemplo, en el círculo de estudios que el príncipe sufí Dara Shikoh (m. 1659) constituyó en la India mogol, con sabios hindúes, musulmanes, budistas, parsis y cristianos, del cual salió, entre otras obras, la traducción al persa de los Upanishads. La diferencia estriba en que dichos sabios sufíes eran sufíes, sí, pero también creyentes, mientras que nosotros hoy ya no somos creyentes, entre otras cosas, porque no podemos serlo.
Hoy, no es suficiente con las propias fuentes para entender la extrema complejidad del hombre y del mundo. No basta con una sola perspectiva -ya sea el islam, el cristianismo, el budismo, o lo que sea- para comprender la magnificencia de la existencia. Hoy, además, que todo es de todos, encastillarse en lo propio ignorando el resto resulta suicida. Pero, leer los grandes textos sagrados de la humanidad, y el Evangelio de Juan lo es, ha de implicar siempre revivir sus palabras desde nuestro contexto histórico, esto es, desde nuestra forma de pensar y desde nuestro sentir. De otro modo, los traicionaríamos. Los grandes textos espirituales y de sabiduría se están diciendo a cada instante. En ese sentido, poseen la autoridad de la aurora. Constituyen inagotables veneros de intuiciones espirituales atemporales dichas mediante símbolos; y éstos, a diferencia de los dogmas, invitan siempre a renovadas y múltiples reinterpretaciones. Los textos sugieren al lector un segundo (¡y hasta tercero y cuarto…!) sentido de las cosas, por boca de sus personajes o a través de metáforas y símiles. Esa es la grandeza del lenguaje simbólico. Mientras que el lenguaje común es eso y nada más, el lenguaje simbólico es eso… ¡y muchas cosas más! El lenguaje de la espiritualidad es el simbolismo. Por consiguiente, es preciso hablar dicho lenguaje simbólico a fin de comprender, en profundidad, de qué hablan las religiones y los grandes maestros de la espiritualidad universal, Jesús, el sabio y maestro de Nazaret, en este caso.
No me queda ya sino agradecer a Marià Corbí la invitación a participar en el seminario en el que durante un año fuimos comentando al alimón el Evangelio de Juan. Ese fue el embrión de este libro. Ni que decir tiene que el reto para mí fue inmenso, pero estimulante, al mismo tiempo. Hoy, puedo decir que ha sido mucho lo que he aprendido leyendo y releyendo el texto de Juan sobre Jesús, pero también escuchando al propio Marià Corbí, en el transcurso del seminario.