La ciudad-oásis de Kashgar constituye el corazón de la Región Autónoma de Xinjiang, en el noroeste de la República Popular de China, la más extensa del gigante asiático. Geográficamente hablando, Xinjiang presenta algunas particularidades muy curiosas. Así, algunos de los pasos de montaña más vertiginosos del mundo, como el del Torugart o la mítica carretera del Karakorum; uno de los desiertos más inhóspitos del planeta, el del Taklamakan, cuyo nombre significa algo así como "entrarás pero no saldrás" (quien esto escribe entró en él y salió, pero tras reventar tres ruedas del auto en el que iba, a causa del calor); el punto más bajo de la tierra (comparable al Mar Muerto, en Jordania), cerca de la ciudad de Turfan, donde el calor en verano es asfixiante; y el imponente K2, con una altura de 8.611 metros, pico situado en la frontera con la Cachemira paquistaní.
En mandarín, Xinjiang quiere decir "Nueva Frontera", nombre sinocéntrico muy poco querido por los lugareños, que prefieren hablar de Uyguristán, la tierra del pueblo uygur, e, incluso, de Turquestán Oriental, pues la población autóctona es, en su mayoría, de origen túrquico. El territorio de Xinjiang, Uyguristán, o como quiera que lo llamemos, mantiene frontera con Rusia, Pakistán, Mongolia, Afganistán y las repúblicas ex-soviéticas de Kazajistán, Kirguizistán y Tayikistán. También limita al sur con la región autónoma del Tibet. Quien esto escribe, accedió a Kashgar después de haber atravesado el paso del Torugart, a casi cuatro mil metros de altura, que une China con la pequeña república de Kirguizistán.
En su tiempo, Kashgar fue uno de los principales enclaves de la mítica Ruta de la Seda, sueño de todo viajero que se precie. Por supuesto, la ciudad, hoy, no es lo que debió ser, pero aún se puede imaginar uno la Kashgar de entonces visitando el mercado que cada domingo por la mañana se organiza a las afueras de la actual ciudad. El espectáculo es imponente y colosal. Y es que no se trata de un mercadillo de domingo más, sino de una concentración humana de miles de personas (¡... y de animales también!) de toda condición y pelaje, que deja atónito al viajero más curtido. Por un momento, podría pensarse que los trescientos mil habitantes de la ciudad están todos reunidos en el mercado. Particularmente singular resulta el mercado de trata de caballos, donde hábiles jinetes de ojos rasgados prueban sus monturas, una y otra vez, en rápidas y habilidosas carreras que van de un lado a otro del espacio acotado.
¡Y qué decir de la fruta de Kashgar! En el mercado dominical, el viajero podrá degustar una fruta exquisita, especialmente uvas y melones, que por estas tierras son especialmente dulces y jugosos. Sedas (haciendo honor a su antiguo pasado como enclave privilegiado de las rutas comerciales que unían Asia y Europa), perfumes, joyas, animales, alimentos. Todo se compra y todo se vende. Pero, lo que más encandila al viajero son las personas, los mil y un rostros distintos de todo este multicolor enjambre humano. Uno aquí tiene la sensación que la multiculturalidad no la ha inventado Europa y que nuestras ciudades, las españolas sobre todo, son mucho más uniformes y monótonas de lo que pensamos.
Kashgar alberga otros monumentos de gran interés, como la mezquita Id Kah, la mayor de toda China, construida en el año 1422, que se abarrota de fieles cada viernes con motivo de la plegaria colectiva. Entre ellos hay excelentes ajedrecistas, que el viajero aficionado podrá hallar jugando con rictus concentrado en cualquier parque público de los muchos que abundan en la ciudad, o en algún café. Como el ajedrez sólo exige ver y pensar para jugar (¡lo cual no es poco!), las barreras idiomáticas quedan automáticamente superadas. Además, el ajedrecista uygur es serio y leal en el juego, no como los uzbekos de Bujara que conocí en cierta ocasión, que eran todos un atajo de tramposos. Pero, de estos rufianes hablaremos en mejor ocasión.
Halil Bárcena (agosto 1996)