Espiritualidad
I
Preámbulo
Muy a menudo, el ser humano vive desgarrado por lo que, bien vistas, no son sino falsas dicotomías que -¡ahí reside el problema!- obstaculizan toda comprensión de la realidad tal cual es, al tiempo que entorpecen el desarrollo normal de un vivir creativo, armónico y expansivo. Así, acción y contemplación, interioridad y exterioridad, teoría y praxis, amor y conocimiento, universal y particular, espiritualidad y proyección social (objeto de reflexión de estas páginas), por no citar más que un puñado, constituyen otros tantos pares de opuestos, experienciados la mayoría de las veces como excluyentes, cuando, en verdad, no constituyen sino dimensiones complementarias de una misma realidad, una y única, que se estructura, despliega y expresa a través de dicha dialéctica relacional, recíproca y alternante, algo parecido a los movimientos del corazón humano que se contrae y se dilata, sístole y diástole, en un latido regular que integra los contrarios.
El poeta y sufí persa Mawlânâ Rûmî (m. 1273), a quien remitiremos a menudo a lo largo de estas páginas, escribió: “Nuestro amor es el fruto maduro del conocimiento”, queriendo significar con ello la falsedad de los dualismos en los que el hombre común vive atrapado. De ahí que los sufíes afirmen que el sabio, emblema del hombre universal o insân al-kâmil, sea aquél en quien cielo y tierra se encuentran y reconocen mutuamente, en una coincidentia oppositorum que trasciende todo conflicto dual.
La dimensión relacional del ser humano, su exterioridad, la proyección social o, lo que es lo mismo, el principio de comunidad o umma, constituye uno de los elementos vertebradores, y por ello insustituible, de la experiencia humana fundamental del profeta Muhammad, que halla sus ecos también en las páginas del Corán, en el que se exhorta sin paliativos a la acción liberadora a favor del esclavo y la viuda, el enfermo y el huérfano (epítome éste último del desheredado), así como a obrar en pro de la vida y contra la tiranía y la injusticia. Sin embargo, no es posible captar el alcance real del mensaje social a favor de la justicia expuesto en el Corán y proclamado por el profeta Muhammad, sin antes haber comprendido cuál es la intuición espiritual fundamental del profeta del islam, puesto que aquél dimana expresamente de ésta. Y es que no hay que olvidar que el Profeta es, primero de todo, un hombre de conocimiento, un maestro espiritual del camino interior, no un activista social o un filántropo, y, menos todavía, un rey[1]. En Muhammad, la intuición espiritual es la raíz; el despliegue comunitario, el fruto; algo que o bien no se entiende, o si se entiende, se suele olvidar con demasiada frecuencia, a veces, incluso, con intenciones malévolas.
Por consiguiente, comenzaré por describir los principales hitos del itinerario espiritual seguido por el profeta del islam, así como la intuición espiritual a la que éste llega (el tawhîd o unidad absoluta de la existencia, que más adelante veremos en detalle), a fin de entender que su sensibilidad y proyección social no son sino la consecución lógica de su desvelamiento interior. En otras palabras, que, en el profeta Muhammad, la experiencia de lo divino, el saboreo de la dimensión absoluta de la realidad, se traduce en apertura y encuentro con el otro en el escenario del mundo. Y lo mismo vale para el Corán. Y es que la ética coránica no es anterior al tawhîd, sino el despliegue natural de éste, como veremos más adelante, cuando describamos la lógica interna de la propuesta espiritual que el libro sagrado de los musulmanes contiene.
El Corán y la sunna o tradición muhammadiana, corpus de apotegmas y aforismos sapienciales o ahâdîz (plural de hadîz), atribuidos al profeta Muhammad y recogidos por sus compañeros más próximos, que incluye también su biografía (sîra) [2], constituyen las dos principales fuentes de conocimiento en las que han bebido las distintas sensibilidades espirituales del islam, incluido el sufismo, su dimensión mística, si bien éste, en sus mejores formas, las de corte más gnóstico y sapiencial, ha llevado a cabo una lectura simbólica muy particular de dichas fuentes -no siempre bien recibida por la ortodoxia, todo sea dicho de paso-, que lo han singularizado sobremanera. Entre el Corán y la sunna no hay distancia alguna. Cuando, en cierta ocasión, le preguntaron a su esposa ‘Aisha acerca de la personalidad del Profeta, ya muerto, ésta respondió: “Su carácter era el Corán”. Por consiguiente, en nuestro texto transitaremos entre el Corán y la sunna sin solución de continuidad.
También los juristas musulmanes o fuqahâ’ han buceado en tales fuentes escriturarias, al objeto de deducir el fiqh o jurisprudencia islámica, que rige la vida tanto personal como comunitaria de las y los creyentes, hasta el extremo de asfixiarla en muchos casos. Es el problema de la hipertrofia de lo jurídico, experimentada por el islam, a la muerte del Profeta. En efecto, el islam legalista de los fuqahâ’, que es el islam postmuhammadiano, acabará por convertirse en una rígida ortopraxia, obsesionada por el formalismo y la estricta observancia ritual. Podríamos decir que el Profeta legó un humanismo espiritual que acabó ahogado en la ciénaga de la jurisprudencia islámica.
Sea como fuere, es en ambos, el Corán y las palabras (¡también los silencios!) del propio Profeta, donde hemos de sumergirnos, y así lo haremos aquí, a fin de dar con la que es la intuición espiritual fundamental del islam primigenio, el tawhîd o unidad absoluta de la existencia, y las implicaciones que éste posee en ámbitos como el de la proyección social del ser humano, que nos ocupa en el presente escrito. Al mismo tiempo, nos serviremos de la poesía del ya citado Rûmî, maestro de derviches, pues no en vano se trata de un comentarista e intérprete privilegiado tanto del Corán como de la sunna, cuya filosofía mística desvela numerosas facetas y dimensiones nuevas de las fuentes escriturarias islámicas. Los textos de Rûmî se caracterizan por su esencialidad, su universalidad y la originalidad de su perspectiva, que aúna el rigor intelectual del hombre de conocimiento con la sensibilidad diamantina del poeta, algo fuera de lo común. Con Rûmî uno se ve sutilmente transportado de la corteza de las cosas a su núcleo esencial, en un viaje, a la vez cognoscente y amoroso, que nos conduce de la circunferencia al centro. Pero, comencemos desde el principio, por los pasos seguidos por el profeta Muhammad en su periplo espiritual.
II
Tras los pasos del profeta Muhammad
Todo en la vida espiritual del profeta Muhammad comienza en el interior de una cueva, Gâr Hirâ’, excavada en lo alto de Yabal al-Nûr o Montaña de la Luz, a las afueras de La Meca, cuando se acercaba a los cuarenta años de edad y había llegado a un punto en que parecía precisar una profunda introspección y un replanteamiento radical de todo. Hirâ’ es su lugar de retiro predilecto. En el interior de dicha cueva, frente a la rotunda y abrasiva desnudez de la naturaleza mecana, que tanto habría de marcar su carácter; sólo consigo mismo, apartado de las tribulaciones de sus contemporáneos y del bullicio de una ciudad como La Meca, que era cruce de caminos y lugar de peregrinación, halla el Profeta la verdadera dimensión del silencio interior.
Con todo, no se aparta del mundo porque lo rechace. De hecho, jamás alimentará una visión negativa, penitente o sufriente, de él; más bien lo contrario. No, el Profeta se retira del mundo para tomar distancia respecto de él y entenderlo -¡y entenderse!- mejor, en un movimiento que va de la acción a la quietud y de ésta, nuevamente, a la acción en el mundo. El retiro del Profeta no es un fin en sí mismo. Es, pues, temporal y estratégico, algo que marcará el carácter comunitario del sufismo posterior. “Jalvat dar anyumân”, o “Retiro en sociedad”, será el modo de vida escogido por los sufíes. Vivir en el mundo sin ser del mundo, o lo que es lo mismo, vivir en el mundo sin que éste habite en nosotros. El caso es que, en Hirâ’, medita el profeta Muhammad de noche sobre el sentido de su vida, su presencia en la tierra y los signos (concepto éste capital en el discurso coránico, como tendremos ocasión de ver pronto) que le han acompañado a lo largo de su existencia.
Y en Hirâ’ es donde irrumpirá el Corán en su vida; un texto que la tradición islámica considera revelación de Al·lâh (que en árabe quiere decir, simplemente, Dios), y que, a buena fe que lo es, pero no tanto porque sea la palabra descendida de ningún agente divino externo, sino por ser un vislumbre de lo real que brota del fondo de la consciencia de un hombre como el resto, el Profeta, que, tal como refiere el propio texto coránico, “no habla movido por un impulso propio” [3], ya que, en realidad, su voluntad ya no le pertenece; ni siquiera su vida es suya. Y es que el místico no se pertenece ya a sí mismo.
El caso es que el islam que inaugura el profeta Muhammad es una tradición religiosa librocéntrica, marcada toda ella por el Corán y lo que podríamos denominar el fenómeno del libro, lo cual determinará de arriba a bajo la forma islámica de comprender el mundo y de estar en él. Y es que, a ojos islámicos, la realidad en su conjunto, desde el universo al propio ser humano, constituye una suerte de texto, cuyos signos el hombre posee la capacidad innata, susceptible de ser actualizada, de aprender a leer e interpretar.
Pero, ¿por qué sucedió todo en una oscura y minúscula cueva? Dicho sin embudos: porque es en la oscuridad (de la noche interior) cuando más brilla la luz del conocimiento, del mismo modo que es en la nada del desierto donde lo real se impone de forma más absoluta y total. Examinando, cuidadosamente, la sunna podemos afirmar que el profeta Muhammad arranca de una primera sospecha: cuanto percibimos del mundo no es lo que realmente hay y es. Dice un conocido hadîz, con formato de invocación o duâ’, que Rûmî recoge, en varias ocasiones, en su Fîhi mâ fîhi: “¡Dios mío, muéstrame las cosas como son!” [4]. En otras palabras, la sospecha del profeta Muhammad es que percibimos las cosas tal como somos y no tal como en sí mismas son, lo cual le conduce a presentir, por un lado, que lo que hay es más que lo aparentemente observable y cuantificable y, por otro, que lo que tomamos por real no es más que nuestra particular interpretación del mundo, construida en base a nuestras limitadas percepciones empíricas. Escribirá Rûmî, seis siglos después del Profeta, a propósito de nuestra lectura parcial e interesada de las cosas: “Tu mundo se extiende hasta donde alcanza tu vista; el mar que ves tiene la misma proporción que tu ojo”.
Muy posiblemente, la citada sospecha inaugural debió de conducirle al Profeta a extraer algunas conclusiones. Primero de todo, que el ser humano como tal necesita interpretar el mundo para manejarse en él, esto es, que precisa construirse su propia imagen de las cosas, gracias, fundamentalmente, a la capacidad lingüística con que la vida le ha dotado, algo que hoy sabemos por las distintas ciencias cognitivas. En breve: el cerezo o el almendro, lo que se dice en y a través suyo, precede a la botánica. Primero es, pues, la conmoción y después la denominación. Dicho de otro modo: el ser humano necesita modelar a su imagen y desde su propio ego, elevado a la categoría de centro, todo cuanto concibe. Se trata, pues, de una interpretación, subjetiva y relativa, superpuesta a la realidad real.
Pero, lo cierto es que el ser humano posee otra posibilidad de comprensión de las cosas, distinta a la anterior, aunque también intrínseca a la propia naturaleza humana. Dicha segunda posibilidad no le pudo haber pasado desapercibida al profeta Muhammad, puesto que, como veremos, se halla insinuada en el texto coránico. Se trataría de otra forma de comprensión de la realidad, según la cual el propio ego no sería ya el centro del mundo, sino que éste hablaría por sí mismo, independientemente de las interpretaciones que se viertan acerca de él. Hablamos, pues, de una mirada desegocentrada, en la que el hombre no es sino un shahîd, es decir, un testigo imparcial del puro existir puro de las cosas que no juzga ni interpreta cuanto ante sí mismo se muestra, sino que simplemente mira admirado. Ese mira desde el propio silencio y deja que las cosas, (¡que ya no son cosas sino signos!) se expresen por sí mismas. Es preciso que dejemos hablar al mundo; recibirlo y no cogerlo.
Los sufíes, Mawlânâ Rûmî entre ellos, ilustran ambas formas de aprehensión de la realidad mediante la expresión “el hombre de los dos ojos”, extraída del siguiente pasaje coránico: “¿Acaso no le hemos otorgado al ser humano dos ojos? (…) ¿No le hemos mostrado ante sí las dos vías?” [5]. Para los sufíes, el ojo derecho, que es el ojo del corazón, es el que le permite al ser humano captar lo principial en el interior de lo manifestado, esto es, la unidad subyacente de la existencia, lo divino en todas partes, el rayo vertical, en expresión de Frithjof Schuon [6]; mientras que con el izquierdo es con el que ve la multiplicidad objetual y fluctuante del mundo fenoménico. Se trataría, en definitiva, de otra forma de enunciar el doble acceso a la realidad, relativo y absoluto, del que habla Marià Corbí en su obra [7]. El problema reside en el hecho que el “ojo derecho” permanece atrofiado casi siempre. En efecto, en la mayoría de personas es sólo una posibilidad latente, sin visos de actualización. Con el ojo izquierdo, que es el que construye nuestra visión dual del mundo, podemos arreglárnoslas, en tanto que animales vivientes que somos, pero nos quedamos a medias. Es por eso por lo que el ser humano vive en un estado de merma e incomplitud. Y es que, como afirma Rûmî, no basta con nacer para ser un hombre integral.
Llegados a este punto, hallamos la que, a mi modo de ver, constituye la mayor originalidad del itinerario espiritual seguido por el profeta Muhammad. En efecto, el gran salto cualitativo que el Profeta da consiste en proclamar la unidad absoluta de la existencia o tawhîd, mediante la siguiente fórmula apofática (que afirma negando): “Lâ ilâha il·lâ Al·lâh”, “No hay más dios que Dios”, e incluso: “Lâ ilâha il·lâ Hû”, “No hay más divinidad que Él”. Evidentemente, el Profeta expresa el tawhîd mediante figuras mitológicas teístas, como no podía ser de otra manera. Al margen del lenguaje teísta usado, para los místicos sufíes, el sentido profundo del tawhîd es que nada es real, verdadero y operativo salvo lo real (esto es, Al·lâh, Hû/Él, “El que es”, que de todas esas formas lo ha dicho la tradición islámica). No existe más realidad que la realidad realmente real. Todo es relativo, excepto lo absoluto. Sólo hay una realidad, lo que significa que sólo la realidad es y que toda realidad no es sino en virtud de su participación en la realidad. A fin de cuentas, el tawhîd no es sino la manera islámica de decir la intuición universal de la unidad, que toda tradición religiosa y de sabiduría expresa de un modo más o menos explícito según sus propias categorías lingüísticas.
Sólo Él y nada más que Él, dirá el Profeta, es real. Por consiguiente, si sólo Él es real, todo cuanto existe no es más que Él. Leemos en el Corán: “A Al·lâh pertenecen Oriente y Occidente. Adondequiera que os giréis veréis el rostro de Al·lâh. En verdad, Al·lâh todo lo abarca, todo lo conoce” [8]. Nada cabe frente a Él, puesto que sólo Él es. Afirma Rûmî: “Sólo Él posee legitimidad para decir: “Yo soy”. Nada escapa a la mirada de Al·lâh, por cuanto todo es Al·lâh: no hay nada más que su rostro. El mundo es, pues, su mirada; y los signos, sus guiños, que nos invitan a salir de nuestro ensimismamiento egoico, a fin de que nos adentremos en las profundidades abismales de lo real.
A partir de ahí, concluye el Profeta, todo es expresión múltiple (el Corán lo llama ayâts o signos[9]) de dicha unidad absoluta de la existencia o tawhîd. La revelación del profeta Muhammad, su experiencia espiritual de lo que llama Al·lâh, tiene que ver con la comprensión profunda del funcionamiento intrínseco de la realidad, con eso que gobierna las cosas desde su interior y las hace ser lo que son y no otra cosa. El islam de Muhammad no es algo aparte de la vida, sino la vida misma en su máxima plenitud. Su islam, que nada tiene ni de sumisión ni de sometimiento, es vivir naturalmente lo que hay [10]. Y lo que hay es más que lo aparentemente observable, ya lo hemos apuntado con anterioridad. Eso es lo que intuye Muhammad desde un principio y esa es la rendija a través de la que se cuela y sale de sí mismo.
Lo que hay es la trama de la vida. El mundo es un texto (que etimológicamente quiere decir tejido) de teofanías o, si se quiere, de signos teofánicos. Para el profeta Muhammad, los objetos, los seres, los hechos no son cosas sin más sino atributos y signos divinos. Este mundo es, en consecuencia, el mundo de los signos, por cuanto no contiene nada que no sea un signo, que es otra forma de decir que en todo late vida, que nada es inerte. En ese sentido, resultan sumamente elocuentes ciertos comportamientos del Profeta. Por sus biógrafos sabemos, por ejemplo, que acostumbraba a hablar con algunos elementos de la naturaleza, árboles y rocas, por ejemplo; así como con fenómenos como el viento. Al mismo tiempo, nos ha llegado que ponía nombre a algunos de sus objetos personales. Todo ello indica una profunda intimidad con la naturaleza y con las cosas, en las que presentía el aliento de la divinidad.
El conocimiento de los signos es lo que permite presentir la dimensión absoluta de la realidad e intuir la unidad de todo cuanto es y existe. La hermenéutica sufí o ta’wîl comienza por la filología, esto es, por la pesquisa etimológica, a fin de abrir nuevos horizontes a la inteligibilidad de la realidad. Obsérvese, al respecto, que en árabe ‘âlam, mundo, ‘alâma, signo e ‘ilm, conocimiento, comparten una misma raíz gramatical, que viene a corroborar cuanto hemos dicho acerca del mundo como espacio de mostración de los signos de Él. En cualquier caso, el tawhîd no es un dogma abstruso, ni un artículo de fe, sino algo, en principio, accesible a la comprensión humana. Y es que el Corán, que apela constantemente a la razón cuando alude a los signos divinos, no propone nada que uno no pueda comprobar por sí mismo. Doy, a continuación, dos de las aleyas más significativas de cuanto estamos diciendo: “Él es quien ha extendido la tierra y colocado en ella montañas firmes, ríos y una pareja en cada fruto. Él es quien cubre el día con la noche. En verdad, hay en todo ello signos para las gentes que reflexionan” [11]. “Y Él ha sujetado para vosotros la noche y el día, el sol y la luna. También las estrellas están sujetas por su orden. En verdad, hay en todo ello signos para las gentes que reflexionan” [12].
En definitiva, lo que el Corán y el profeta Muhammad preconizan es un puro simbolismo, esto es, un saber de los signos divinos, y no un saber de las esencias. Así lo define Martin Lings: “El simbolismo constituye lo más importante de la existencia, y, al mismo tiempo, es la única explicación de la existencia” [13]. Resiguiendo los pasos dados por el profeta Muhammad, hasta donde nos lo permiten los datos que de él disponemos y lo que alcanzamos a intuir de lo que fue su periplo espiritual, podemos afirmar que el Profeta no arranca del tawhîd, sino que llega a él, algo que aparece explicitado en todos aquellos pasajes coránicos referidos a los signos [14]. Por consiguiente, del tawhîd no se parte, sino que al tawhîd se llega. Ello quiere decir que el tawhîd, insisto, no es una ideología previa, no puede serlo, ni un artículo de fe, ni tampoco un dogma, sino una forma de ver el mundo (y, por ende, de comprenderlo) y de estar en él. Hoy, para nosotros, el tawhîd posee un doble alcance: es, por un lado, la cristalización de la intuición espiritual fundamental a la que llega Muhammad, como estamos viendo, y, al mismo tiempo, la puerta de acceso que se nos invita a franquear, a fin de que actualicemos por nosotros mismos dicha intuición muhammadiana.
Gramaticalmente, la palabra tawhîd, en árabe, no es un sustantivo, sino un masdar o nombre de acción, peculiar categoría gramatical de la lengua árabe que remite siempre a la actuación y el movimiento, lo cual implica que el tawhîd no sea una conceptualización cerrada, sino una acción abierta que jamás concluye, como el mundo que, afirma el texto coránico, no es estático, sino que Al·lâh lo está creando y recreando a cada instante, de donde los sufíes pergeñaron su doctrina de la creación renovada de la existencia o al-jalq al-yadîd [15]. Según refiere el propio Corán: “Cada día, Él, Al·lâh, está ocupado en una obra” [16]. De hecho, la danza circular de los derviches mevlevíes, inspirada por Rûmî, constituye una suerte de escenificación de dicha realidad inacabada, que se contrae y se expande, muere y renace, a cada instante. El movimiento circular es el movimiento de la regeneración, contrariamente al de la línea recta que representa el mundo de lo corruptible. Aprovecho esto para hacer una breve cala a propósito de la naturaleza de la lengua árabe. Dos de sus rasgos más característicos son, por un lado, la ausencia del verbo ser y, por otra, la preeminencia del verbo en general, que acostumbra a encabezar toda proposición gramatical. Ello quiere decir que, para un hombre de La Meca como el profeta Muhammad, cuyo sentir y pensar estaba conformado por la naturaleza de la lengua árabe, lo importante era el devenir y no el ser. La existencia para él debió de presentársele como una completa acción, sin un sustrato o ser que la fijase. En consecuencia, pensaba a Al·lâh, y así lo experimentaba también, no tanto como un sujeto, un ser supremo, sino como una acción. Al·lâh era, para él, el “existiendo”, el “sucediéndose” de las cosas, con lo que no podía buscarse fuera de la realidad plenaria.
Cuando el profeta Muhammad proclama el tawhîd, así pues, no está diciendo en qué cree, sino cómo ve, vive y experimenta el mundo, puesto que el tawhîd tiene que ver, justamente, con el funcionamiento interno de las cosas. El tawhîd no suma nada a la realidad, no se trata, pues, de una interpretación superpuesta al mundo, sino que, justamente, es la operación de radical despojamiento de todo añadido o asociado (shirk) a lo único que es. El tawhîd es desnudamiento de la mirada, hasta ver la realidad tal como en sí misma es.
La existencia se le presenta al profeta Muhammad como el escenario en el que la vida se expresa y multiplica en múltiples e infinitos matices. Todo es expresión de lo que el Corán denomina la rahma o fuerza creadora y misericordiosa de Él; rahma que es la materia prima, o si se quiere, la estructura interior que constituye un universo en el que todo cuanto existe, incluido el ser humano, es signo de la vida expresándose a sí misma a través de todo: “Les mostraremos nuestros signos fuera en los horizontes y dentro de sí mismos hasta que vean claramente que es la verdad. ¿Es que no basta que tu Señor sea testigo de todo?” [17].
Pero, no sólo cuanto vemos fuera, en la naturaleza, y en el interior del ser humano, son signos de Él. Y es que el concepto coránico de signo es mucho más vasto y polisémico de lo que pudiera pensarse a simple vista, porque también lo histórico y lo cultural, en este caso la pluralidad lingüística o las distintas razas humanas, constituyen signos de Él: “Y entre sus signos está la creación de los cielos y de la tierra, la diversidad de vuestras lenguas y de vuestros colores [razas]. En verdad, hay en ello signos para los que saben” [18].
“Mi rahma todo lo abarca” [19], afirma Al·lâh hablando de sí mismo. Recuérdese que el Corán no es sino el monólogo de Al·lâh. Por consiguiente, el mundo (wuyûd) es el espacio de la extroversión (yûd) pura, libre y gratuita de la rahma o misericordia de Él, entendido aquí bajo el calificativo de Rahmân, esto es, el dador y multiplicador de vida, ya que en el Corán Al·lâh y Rahmân aparecen prácticamente identificados entre sí: “Invocad a Al·lâh o invocad al Rahmân” [20].
Así pues, Al·lâh, símbolo teísta con el que se apunta a la dimensión absoluta de la realidad, es pura misericordia o, lo que es lo mismo, puro amor, donación sin límites. A ojos islámicos, todo es revelación de la rahma de Al·lâh. De tal modo que a Él no se le conoce sino a través de sus signos. Todo cuanto vemos en la naturaleza, pero también los hechos culturales e históricos, algo que resulta cuando menos sorprendente, son signos de Él. Son signos de Él y Él está en sus signos. Mejor todavía, Él es sus signos, puesto que entre sus signos y Él no hay, no puede haberla, alteridad alguna. La tradición islámica le atribuye a Mawlâna Rûmî[21], precisamente, haber sido el primero en citar el llamado hadîz qudsî [22] del “tesoro oculto”, uno de los predilectos de los exegetas sufíes, que dice así: “Yo era un tesoro oculto que deseó darse a conocer; y por eso creé el mundo”. Según eso el mundo es el escenario en el que se colma el deseo de extroversión de Al·lâh, que se ve a sí mismo en todo, incluido el ser humano, que no constituye sino el lugar teofánico privilegiado en el que la vida se hace consciente de sí misma. Canta Rûmî: “A través de la eternidad la belleza descubre Su [de Al·lâh] forma exquisita. En la soledad de la nada coloca un espejo ante Su rostro y contempla Su propia belleza. Él es el conocedor y lo conocido, el observador y lo observado. Ningún ojo excepto el Suyo ha observado este universo”.
El profundo amor del profeta Muhammad por la naturaleza nace de su experiencia contemplativa de los signos que revelan lo real. Para él, que conoce de primera mano el lenguaje ontológico de la naturaleza, ésta, su mensaje intemporal de verdad eterna y de realidad primordial, constituye un viático espiritual inigualable. Frithjof Schuon dejó escrito lo siguiente, a propósito de las lecciones que brinda la naturaleza y que no le pasaron desapercibidas al Profeta: “La naturaleza está estrechamente vinculada con la santa pobreza y también con la infancia espiritual; es un libro abierto cuya enseñanza de verdad y belleza nunca se agota. Es en medio de sus propios artificios como el hombre se corrompe más fácilmente, son ellos los que le vuelven ávido e impío; cerca de la naturaleza virgen, que no conoce ni agitación ni mentira, el hombre tiene oportunidades de permanecer contemplativo como la misma naturaleza lo es” [23].
Para concluir, podríamos sintetizar el itinerario espiritual seguido por el profeta Muhammad en siete pasos, que, en cierta manera, constituyen las líneas maestras de un posible método de cultivo de la cualidad humana profunda. Son estos: 1) Parar, que en su caso consiste en retirarse a la cueva de Hirâ’ 2) Reunir lo disperso o focalización de la atención 3) Mirar las cosas sin juzgarlas, como un observador imparcial y afectivamente distanciado 4) Reflexión sobre las cosas 5) Ver lo que en realidad son las cosas 6) Reconocimiento de que todo es signo o expresión simbólica de lo real y 7) Presencia viva y recuerdo activo de que todo es signo de Él.
Sin embargo, todo ello se le antoja insuficiente e incompleto, como si le faltara algo más. Y es que otra de las singularidades del itinerario espiritual del profeta Muhammad es la importancia que concede a la acción del ser humano en el mundo, a su proyección social. La verdad, parece intuir y querer decirnos, no es y no puede ser un asunto personal, sino que se ha de proclamar y compartir, puesto que, al igual que el amor, la verdad no puede callar. Veremos, pues, en el tramo final del presente texto, las implicaciones sociales de la vivencia del tawhîd.
III
El tawhîd y la proyección social del ser humano
No es posible comprender en su justa medida la importancia capital que el profeta Muhammad (también el Corán) concede a la proyección social del ser humano, esto es, a la acción solidaria en el mundo, sin haberse adentrado antes en su andadura espiritual. De ahí que hayamos querido describir in extenso los pasos dados por el Profeta, desde la cueva de Hirâ’ hasta la enunciación del tawhîd, su intuición espiritual fundamental. Porque, en él, insisto una vez más, lo social y comunitario dimana de forma natural de lo espiritual, como la fragancia que exhala la rosa. Y es que el corazón del espiritual se transparenta en los gestos. En ese sentido, desmentimos rotundamente que dicha dimensión social goce del peso que tiene en la propuesta espiritual del Profeta debido al entorno clánico y tribal en el que transcurrió su vida y en el que el individuo como tal carecía de entidad fuera del grupo. Sea como fuere, veamos, a continuación, la lógica expansiva del tawhîd o unidad absoluta de la existencia.
El tawhîd, comprensión unitaria de la realidad que enuncia que todo cuanto existe es uno y, por consiguiente, expresión de la unidad, posee un doble alcance que constituye, al mismo tiempo, su sentido más profundo. Por un lado, la exclusión de toda dualidad en la realidad; y, por otro, la llamada al reconocimiento de la unidad total y completa de la existencia, en la que todo es interdependiente y está íntimamente relacionado entre sí. Cualquier partícula del mundo está habitada por toda la realidad del mundo. “Todo ser es relación”, dejó escrito el filósofo persa Mollâ Sadra (m. 1640), tal vez el más grande pensador del islam tras Ibn Sînâ (el Avicena de los latinos). Por consiguiente, si somos seres relacionales es en la simbiosis con los otros como realizamos nuestro destino como humanos. De ahí las siguientes palabras del profeta Muhammad, recogidas por Rûmî en su Fîhi-mâ-Fîhi: “La sociedad es una misericordia” [24].
La asunción de la cosmovisión holística del tawhîd comporta un notable reajuste vital, del que se deriva, a su vez, una actitud mucho más consciente y responsable de la persona en sus relaciones con el entorno natural, con los demás y en todas las facetas y ámbitos de la vida. Vivir en el recuerdo o dhikr, que es reconocimiento y presencia de la rahma o fuerza creadora de la vida que se expresa a través de los signos de lo real, comporta un obrar amoroso y solidario en el mundo a favor de la vida, la paz y la justicia, dado que el amor y la solidaridad derivan del sentido de la unidad subyacente de toda la existencia. Amar a una criatura, solidarizarse con ella, es reconocer su vínculo con lo real y con el todo y, llegado el caso, incluso, ayudarla a no perder dicho vínculo, que está en la base de su realidad. Para el profeta Muhammad, la perfección del conocimiento se verifica con la perfección de las obras. A fin de cuentas, el tawhîd es, ya lo hemos dicho, una acción, no un dogma de fe y menos aún una ideología. Más aún, el tawhîd libera de toda ideología que suplante a lo real.
Qué duda cabe que el recorrido espiritual seguido por el profeta Muhammad y la intuición espiritual a la que llega, el tawhîd, plantea el reto de cómo estar en el mundo, porque si algo detesta el Profeta es el relativismo. Se le dice expresamente a él en el Corán: “Dí: ¿acaso son iguales el ciego ignorante que quien ve? ¿Es que no reflexionáis?” [25]. Y en otro pasaje: “No es igual obrar bien que obrar mal” [26]. Dos, y nada más que dos, son las formas de estar en el mundo, las cuales se resumen en los siguientes ahâdîz. Dice el primero: “El mundo es maldito”, mientras que el segundo: “El mundo todo él es una mezquita”. La contradicción, obsérvese, es sólo aparente. El mundo es maldito, y fuente perpetua de sufrimiento, si uno se identifica con él, pero es una mezquita, esto es, un lugar de postración y constante admiración (hayra), si se es capaz de entrever que todo en él es signo de una realidad única que las formas no agotan. El mundo es maldito, tal como un infierno, para quien cree ser por sí mismo, mientras que es una mezquita para quien es consciente de que todo le pertenece a Él y que tenemos las cosas, también la vida, en depósito. El Profeta es claro al respecto: “El hombre se vuelve impío sólo cuando se cree capaz de bastarse por sí mismo”. El mundo es maldito para quien se entrega a la adoración de su propio ego y sus pasiones desatadas. Dice el Corán: “¿Acaso has visto a quien ha divinizado su pasión?” [27]; pero es una mezquita para quien ha desidolatrizado su ser, que también eso es el tawhîd. Así, quien dice “yo soy” se endiosa; pero quien dice “sólo Él es” se diviniza. Quien se vive a sí mismo como nada, lo vive a Él como todo. Por consiguiente, no hay baqâ sin fanâ, dirán los sufíes, o théosis sin kénosis, en lenguaje cristiano. En una palabra, no hay divinización total sin vaciamiento total.
Pues bien, la proyección social de quien vive y reside en la presencia de Él es siempre libre, gratuita y desinteresada, como libre, gratuita y desinteresada es la vida, cuya dinámica interna tiene que ver más con el dar que con el recibir y acaparar. Recuérdese el hadîz del “tesoro oculto” y su extroversión sin medida en el mundo. Por ello no cabe condenar la egolatría como si fuese un pecado, puesto que no se trata más que de un error de cálculo, ya que se piensa que recibir es más que dar; error de cálculo, eso sí, de infaustas consecuencias. Otra puntualización más: el actuar de quien reside en Él no persigue jamás fruto alguno, pero ello no implica que no sea impecable.
En repetidas ocasiones, que sería imposible recoger aquí, el Corán vincula estrechamente apertura espiritual (îmân) y obrar bien y el bien (‘amal): “A quienes crean y obren bien les introduciremos en jardines” [28]. Quien reside en Él y no en el ego (como quien ha “divinizado su pasión”) vive ya, ahora y aquí, en una suerte de jardín paradisíaco. Y es que esa es la mayor recompensa de quien vive desegocentrado: haberse liberado de sí mismo. Se trata, sin embargo, de dos acciones simultáneas, que no obedecen a cálculo alguno ni a un proyecto a favor de la justicia previamente elaborado. Quiero decir con ello que la acción amorosa y desinteresada del hombre espiritual, que es el fruto maduro de la comprensión de la naturaleza real de las cosas, nada tiene que ver con lo éticamente correcto. La espiritualidad comporta siempre la acción desinteresada en el mundo. En cambio, de la ética no se sigue la comprensión espiritual. Del mismo modo que el tener aleja del ser porque confunde a la persona con sus posesiones, también el hacer por el hacer en sí mismo, por muy bienintencionado que sea, lo descentra, al alejarlo de su sí mismo más profundo. Un hombre de espíritu es siempre un hombre de acción, pero un hombre de acción no implica que sea un hombre de espíritu. El imân desencadena el ‘amal, de la misma manera que el sol ilumina y calienta o la rosa exhala su perfume: porque sí, porque no puede ser de otra manera. Vale aquí el siguiente hadîz que, aunque aplicado a la experiencia estética, viene a poner las cosas en su punto justo: “Si persigues a Dios hallarás siempre la belleza, pero si persigues la belleza no forzosamente hallarás a Dios”.
El Corán es explícito al respecto de la acción a favor de la justicia y de los que más sufren, y como ello es indisociable del camino de despertar interior. Doy un ejemplo entre otros muchos posibles: “¿Y cómo sabrás qué es esta empinada cuesta [el camino interior]? Es liberar a un ser humano de la esclavitud o alimentar en tiempos de escasez, a un pariente huérfano, o a un pobre anónimo sumido en la miseria; y ser, además, de los que creen y se exhortan mutuamente a la paciencia, y se exhortan mutuamente a la misericordia. Esos son los que han alcanzado la rectitud, son los de la vía derecha; pero los que se empeñan en negar nuestros signos, esos se han hundido en el mal, y el fuego arde en ellos” [29]. Algunos han querido ver en pasajes como este el embrión de un proyecto político de liberación. Como apunta Éric Geoffroy con acierto, es indudable el carácter liberador y emancipador del tawhîd [30]. Lo hemos dicho ya. Libera, primero de todo, de uno mismo y de todo aquello en lo que el hombre deposita su confianza, al margen de lo real (shirk), ya sea la propia religión (entendida como sistema de creencias identitario), el partido, la salud, la casta, la nación, el éxito, la filantropía o el determinismo económico.
Sin embargo, reducir el mensaje coránico a un programa de actuación política, como a veces vemos, por muy loable que pudiera parecer, en verdad, es un suicidio. Es el caso, por ejemplo, de la propuesta política del padre del islamismo radical contemporáneo, el egipcio Sayyid Qutb [31]. Una tradición no puede echar arena sobre los pozos de sus intuiciones espirituales fundamentales, so pena de perecer. Al mismo tiempo, constituye una incomprensión de la propia dinámica de lo espiritual. Toda acción emancipadora a favor del hombre o del planeta, debe hallar su energía motriz y su fuente de inspiración primera y última no en el ego, sino fuente, profunda y misteriosa, de la propia interioridad, y no en el ego. Y es que cuando éste entra por medio, todo se deteriora, hasta lo más noble. Esto es lo que dice el Corán al respecto: “Dios no cambia jamás a una sociedad si quienes la componen no cambian antes lo que hay en su interior” [32].
Conclusiones
El cometido principal de todo maestro del espíritu, en este caso el profeta Muhammad, es dar testimonio de lo real y abrir el espíritu humano a nuevas dimensiones de sí mismo. Ese es el gran zakât [33], la ayuda que ellos pueden ofrecernos; y así lo entendieron rápidamente los sabios sufíes, maestros en el despertar interior, lo único que, en verdad, nos hace realmente humanos. Esa es la joya que nunca hay que olvidar. De nuevo, dice Rûmî: “Hay una cosa en este mundo que no hay que olvidar nunca. Si olvidaras todo lo demás y no olvidaras esto, no habría motivo para preocuparse; en cambio, si uno recordara e hiciera todo sin olvidar nada excepto esto, entonces no habría hecho nada en absoluto. Es igual que si un rey te hubiera enviado a un país a cumplir una determinada misión. Tú vas y realizas cientos de otras tareas; pero si no realizas aquella tarea específica que te encargó, es como si no hubieras hecho nada en absoluto. De un modo similar, el hombre ha venido a este mundo para realizar una tarea específica, y ese es su propósito; si no la realiza, no habrá hecho nada en absoluto”.
El amor no puede callar, por eso los maestros hablan, aunque a veces clamen en el desierto. El amor no puede callar, pero a nadie se le puede obligar ni a ver ni a enamorarse. Se puede imponer una creencia, pero no el amor ni la verdad. “En el camino interior no cabe la coacción”, afirma el Corán [34]; lo cual no tiene que ver sólo con cuestiones externas de orden policial o de otro tipo. Prosigue el Corán, dirigiéndose ahora expresamente al Profeta: “Y di: “La verdad viene de vuestro Señor. ¡Que crea quien quiera, y quien no quiera que no crea!” [35]. Por eso, debe entenderse la impasibilidad que a veces muestran los maestros de todas las tradiciones religiosas y de sabiduría universales. Ni un solo atisbo de proselitismo vemos en ellos. Son, si se me permite la expresión, como botellas arrojadas al mar; botellas con un hermoso mensaje, ante el cual pasa el hombre indiferente. Para los sufíes, lo real está velado a los ojos del hombre común… ¡por su extrema proximidad! Por eso, leemos de boca de Krishna, en la Bhagavad Gita hindú: “El sabio no se aflige ni por los vivos ni por los muertos” (2, 11), y Jesús remata: “Deja a los muertos sepultar a sus muertos”.
Sería estúpido pensar, como sucede a veces, que los maestros hagan brindis al sol. En absoluto, pues todos ellos son hombre de un pragmatismo extremo, porque conocen bien la naturaleza humana. Alguien tan espiritual como Rûmî gustaba recordar a menudo el siguiente hadîz profético: “Ora, sí, pero primero ata tu camello”. Hemos de huir absolutamente de toda espiritualidad ultramundana y abstracta, desencarnada y autocomplaciente, que no mire cara a cara al mundo que tiene delante, a la manera de ciertas propuestas sufíes new age. Los sufíes del pasado decían que estar con Dios es estar con los hombres. No obstante, conviene no olvidar que los maestros del espíritu nos hablan del más aquí y no del más allá, y que eso de lo que hablan es lo más real que existe. Concluyo estas páginas convocando de nuevo al maestro persa de Konya: “El mundo fenoménico está fundado sobre lo imaginario y tú, tú a eso le llamas el mundo de la realidad, sólo porque es visible y tangible. En cambio, calificas de imaginarias las realidades espirituales a las cuales el mundo de aquí está subordinado. Pero, es justo lo contrario. Este mundo, tu mundo, es irreal e imaginario, y el de las realidades espirituales es lo único real y lo que reduce a nada todos tus mundos”.
[1] Cfr. Ali Abd al-Râziq, El islam y los fundamentos del poder. Estudio sobre el Califato y el gobierno en el islam, Granada: Editorial Universidad de Granada, 2007
[2] En lengua castellana, la biografía más completa es Martin Lings, Muhammad. Su vida, basada en las fuentes más antiguas, Madrid: Hiperión, 1989
[3] Corán 53, 4 [Nota del autor: la traducción de todas las citaciones coránicas de este texto es nuestra]
[4] Rûmî, Fîhi-ma-Fîhi. El libro interior. Los secretos de Yalâl al-Dîn, Barcelona: Paidós, pp. 30 y 78
[5] Corán 90, 8-10
[6] Frithjof Schuon, La transfiguración del hombre, Palma de Mallorca: J. J. de Olañeta editor, 2003, pp. 127-128
[7] Cfr. Marià Corbí, Hacia una espiritualidad laica. Sin creencias, sin religiones, sin dioses, Barcelona: Herder, 2007, pp. 29-33
[8] Corán 2, 115. Dicho pasaje coránico es uno de los favoritos de Mawlânâ Rûmî. En él asientan los derviches giróvagos mevlevíes, los continuadores de la escuela sufí del maestro persa de Konya, su danza del giro o muqâbala. Todo samâ’ u oratorio mevleví, que incluye diversas secuencias de danza, finaliza con la recitación salmodiada del citado pasaje coránico
[9] La recensión de todas las aleyas que hacen referencia a los signos excede los límites de este trabajo. Por consiguiente, doy las referencias más significativas: 13, 3-4; 16, 11-13, 65-69; 17, 12; 26, 7-8; 30, 20-28; 36, 33-41; 40, 13; 41, 37-39, 53; 42, 29, 32-33
[10] Cfr. Abdenour Bidar, L’islam sans soumission. Pour un existentialisme musulman, París: Albin Michel, 2008
[11] Corán 13, 3
[12] Corán 16, 12
[13] Martin Lings, Símbolo y arquetipo. Estudio del significado de la existencia, Palma de Mallorca: J. J. de Olañeta editor, 19999, p. 7
[14] Cfr. supra, nota 9
[15] Corán 50, 15
[16] Corán 55, 29
[17] Corán 41, 53
[18] Corán 30, 22
[19] Corán 7, 156
[20] Corán 17, 110
[21] Cfr. Cyril Glassé, Dictionnaire encyclopedique de l’Islam, París: Bordas, 1991, p. 34
[22] Existen dos tipos de ahâdîz: qudsî y nabawî. En el hadîz qudsî, Al·lâh habla en primera persona por boca del profeta Muhammad, mientras que en el nabawî es el propio Profeta quien expresa su opinión. Los místicos sufíes han destacado sobremanera en el comentario de la primera categoría
[23] Frithjof Schuon, Miradas a los mundos antiguos, Palma de Mallorca: J. J. de Olañeta editor, 2004, p. 99
[24] Rûmî, Fîhi-ma-Fîhi…, p. 94. El hadîz aparece citado también en el Maznawî, vol. I, 3017
[25] Corán 6, 50
[26] Corán 41, 34
[27] Corán 25, 43
[28] Corán 4, 122
[29] Corán 90, 12-20
[30] Éric Geoffroy, L’islam sera spirituel o une será plus, París: Seuil, 2009, p. 122
[31] Cfr. Sayyid Qutb, Justicia social en el islam, Córdoba: Almuzara, 2007
[32] Corán 13, 11
[33] Zakât o solidaridad económica constituye el tercer pilar del islam, consistente en dar anualmente una parte de los propios bienes en beneficio de los desfavorecidos de la comunidad
[34] Corán 2, 255
[35] Corán 18, 29