Dicha concepción islámica del poder y su legitimidad, compartida por todas aquellas tradiciones no desnaturalizadas por la subversión moderna, nada tiene que ver con aquello de dar 'al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios', porque, en puridad, todo, absolutamente todo, le pertenece a Dios. El islam no separa lo humano de lo divino, lo profano y lo sagrado, el César y Dios. También lo político posee una sacralidad a la que no se debiera de renunciar jamás, so pena de caer en el desorden más absoluto y el cuestionamiento de toda verdad y de todo principio, como sucede en nuestra atribulada contemporaneidad. Al distinguir entre el César y Dios, el poder político ya no podrá ser jamás sagrado, con lo que ello comporta. Efectivamente, en la medida que ya no existe el reconocimiento de la sacralidad de la función del soberano como una fuerza rectora de lo alto, lo único que queda es la democracia. En otras palabras, si la soberanía no proviene del cielo tendrá que hacerlo desde lo bajo, es decir, desde la masa, hoy llamada eufemísticamente pueblo. Por consiguiente, la democracia, expresión política de la subversión moderna, es la consecuencia natural de la desacralización del estado. Así, exigirle a la democracia que sea lo que no puede ser, como hoy vemos ('democracia real', claman algunos, en el colmo del sinsentido), es pedirle peras al olmo.
Por eso, ser fiel hoy al espíritu de la tradición, que no es más que vivir desde el reconocimiento de la centralidad de lo sagrado, hoy vilmente profanado; ser un amigo íntimo del Imâm, encarnado en la figura egregia y caballeresca de 'Alí, paladín de los derviches, y luchar noblemente por su causa en este mundo sombrío e injusto, ha de comportar forzosamente un distanciamiento del modernismo, en el sentido guénoniano del término, y su subversión, y, llegado el caso incluso, la rebelión contra él.