Despertar del sueño,
la tarea sufí
Halil Bárcena
La senda del tasawwuf o sufismo
islámico ha mostrado durante siglos la tarea, ardua tarea, dolorosa a veces
incluso, del despertar. Afirma el profeta Muhammad en uno de sus hadices o aforismos sapienciales más
conocidos y caros a los sufíes: “El
hombre vive dormido, en un sueño del que sólo despierta cuando muere”. Morir
significa aquí (al menos ese es uno de los sentidos posibles) adquirir
consciencia de la propia nada ontológica. Quien se vive a sí mismo como nada lo
vive a Él (Hû en árabe), nombre
divino esencial, según la espiritualidad sufí, como todo. Al mismo tiempo,
morir a sí mismo implica ser consciente, primero, y encarnar, después, la
corriente cósmica, valga la expresión, que recorre nuestro cuerpo. Es lo que
los maestros sufíes de la tarîqa
naqshabandiyya (Ahmad Sirhindí o Shâh Walîyyul·lâh de Delhi, entre otros),
nacida en el corazón de Asia central, describieron en sus prolijas exposiciones
a propósito de los latâ’if o centros
sutiles del organismo, que constituye toda una verdadera fisiología sutil del
ser humano.
Abrirse a dicha corriente cósmica, sintonizarse con
el universo, digámoslo así, comporta una cierta imprevisibilidad, más allá de
todo convencionalismo o forma imperante de pensar. Se trata del lado más
desconcertante (¡y loco!) del sufismo, el que se vislumbra cuando la persona
transita por derroteros jamás antes vistos, y que, justamente por eso mismo,
requiere de la máxima cordura por parte del adepto o murîd. He ahí una de las máximas paradojas de la senda interior.
Pero, volviendo a la tarea del sufismo, una de sus mayores preocupaciones ha
sido implementar en el mundo impulsos para invertir las formas habituales (y
tan precarias) de pensar y ver las cosas. Y esto los sufíes lo han llevado a
cabo de forma abierta o bien desde el más anónimo de los anonimatos, según las
necesidades y conveniencias de cada momento.