Halil Bárcena
La obra de Mevlânâ Rûmî (m. 1273) rezuma
musicalidad por los cuatro costados; y no sólo por las notables cualidades
rítmicas de su poesía, sino por la mayoría de metáforas, símiles y demás
recursos estilísticos que emplea, todos ellos relacionados de una u otra manera
con la música y lo musical, incluyendo aquí también la danza. No hay más que
abrir el Mesneví, su magnum opus, y leer el ney-namé, los primeros dieciocho versos
(el número dieciocho, conocido como nezr-i
Mevlânâ, goza de un rico simbolismo espiritual para los derviches mevlevíes, al que atribuyen incluso
poderes benefactores) dedicados al ney, la
flauta derviche de caña, para comprobar cuanto decimos respecto al valor que
Mevlânâ concede a la música y, por extensión, a lo sonoro.
Y es que para Mevlânâ, el
universo, más que un libro que hay que leer, es una suerte de sinfonía musical,
cuyas notas cantan por doquier los secretos divinos, aunque sólo son capaces de
percibirlas quienes han sabido despertar el sentido interior de la escucha, que
es lo que, por otro lado, significa samâ’
en árabe (sema en su forma
turca), término con el que se conoce, por extensión, el particular oratorio
musical mevleví, inspirado en y por
Mevlânâ y codificado por su hijo y discípulo Sultan Veled (m. 1312), que
incluye la célebre danza circular de los derviches giróvagos, declarada, el año
2003, patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO, algo que, a
mi modesto entender, no ha sido valorado como se merece.
Por
todo ello, nos atrevemos a decir que la filosofía sufí del maestro persa de
Konya constituye una verdadera ‘mística de la escucha’, como ya hemos dejado
escrito en otro lugar. Así pues, todo es samâ’
para Mevlânâ, todo suena y todo danza al sonido de una misteriosa melodía
interpretada en la distancia por un ejecutante invisible. Muy posiblemente, si
Mevlânâ echa mano del simbolismo musical sea porque, a diferencia de la palabra
discursiva, la música constituye el lenguaje más adecuado para predicar la
experiencia íntima, silenciosa, inefable de Dios. El lenguaje discursivo se da de bruces con sus propios
límites, topa con su propia futilidad, y es entonces cuando calla y guarda
silencio. No en vano, Mevlânâ concluye buena parte de sus gazales u odas poéticas con la palabra persa jâmûsh, que significa, justamente, ‘silencio’ e incluso
‘silencioso’ y ‘silente’. De hecho, jâmûsh
puede ser considerado como uno de
los tajallus o “nom de plume” de Mevlânâ. Con su uso se trata de subrayar el
reconocimiento de la inefabilidad de la experiencia divina que, con mayor o
menor fortuna, intenta describir. “La
historia admite ser contada hasta este punto”, escribe el propio Mevlânâ, “pero lo que sigue está oculto y es
inexpresable en palabras. Aunque intentara hablar y expresarlo en cien formas,
sería inútil. El misterio no se torna más claro. Puedes cabalgar sobre un
caballo ensillado hasta la orilla del mar. Pero a partir de ahí tienes que
servirte de un caballo de madera [barca]. Un caballo de madera es inútil en tierra firme. Pero es el vehículo
especial para los que viajan por el mar. El silencio es este caballo de madera.
El silencio es el guía y el sostén de los hombres en el mar”.
En cierto modo, la música hace acto de presencia,
justamente, para decir, o al menos insinuar, lo que la palabra es incapaz de
verbalizar. La música comporta una relación de carácter auditivo con el ámbito
nouménico, con una armonía suprasensible y supraudible. El oído atento del
espiritual sufí tiene noticia a través de las melodías musicales de un algo más escondido, substancial y
silencioso. Como apunta George Steiner en Presencias
reales: “Resulta casi cruel
contrastar la riqueza comunicativa de lo musical con los baldíos movimientos de
lo verbal”. Y es, justamente, toda esa riqueza comunicativa de la música,
en tanto que el arte más sublimemente espiritual como suele apuntarse, lo que
Mevlânâ descubre y comprende; ese es su gran logro.
Así pues, la música en Mevlânâ no es un mero adorno
estético, como a veces uno lee aquí y allá en estudios muy superficiales. Dice
el propio maestro persa de Konya: “En el
interior de la música reside un gran misterio. Si yo lo revelara el mundo se
destruiría”. En efecto, hay algo en la música que resulta misterioso y es
dicho misterio el que Mevlânâ descubrió y trató de legar a los hombres a través
de su obra y de la tarîqa que se
constituyó alrededor suyo. No sabemos si el antropólogo Claude Lévi-Strauss se
inspiró en Mevlânâ cuando escribió que “la
invención de la melodía musical es el supremo misterio del hombre”. Sea
como fuere, y citando de nuevo a Steiner, “preguntar
«¿qué es la música?» puede perfectamente ser un modo de preguntar «¿qué es el
hombre?»”. En ese sentido, podría decirse que a Mevlânâ lo que en verdad le
interesa es el hombre, más que la música en sí; o mejor aún, que a Mevlânâ le
interesa la música porque le apasiona el hombre y su destino. Y es que la
cuestión de la música resulta capital a la hora de interrogarse acerca del
misterio que rodea al ser humano. He ahí el núcleo de la ‘mística de la
escucha’ de Mevlânâ Rûmî; he ahí el porqué de su siempre indeleble
contemporaneidad.
[Fuente: http://www.revistacascada.com/article/mevlana-rumi-y-la-musica.
'Cascada' es una revista turca en lengua española, dedicada al pensamiento científico y espiritual. Desde este blog agradecemos la gentileza de acoger la publicación de nuestros textos y su amable colaboración]