Los jardines del derviche
(Nota sobre Halil Bárcena)
Miguel Ángel
Cabrera
"¡Oh, sufí! Toma una flor y arroja
tu mano a la espinas.
Abandona esta plegaria vana e
inútil y entrégate al vino delicioso"
Hâfiz Shîrâzî
"Tanto da lo que te aparte del
camino,
ya sea religión o la infidelidad.
Tanto da que la forma que te aleje
del Amado
sea bella o mal parecida"
Hakîm Sanâ'î de Gazna
"El sol es la razón del sol
Si buscas razones, no te desvíes
del sol"
Mawlânâ Rûmî
Quiero referir las excelencias que, en
semanas recientes, nos ha regalado Halil Bárcena en su libro
Sufismo, y que campean al bronce de la arcana tradición persa, como el
oro de las tardes y la luna, a nuestra vista y goce. De varia acuñación ha sido
la bibliografía de las tradiciones sufíes, aún harto vedadas al conocimiento
hispánico. En nuestra cultura, sus arenas y su mística son apenas las provincias
académicas de apasionadas plumas, todas ellas anglosajonas o europeas: Henry
Corbin, William Chittick, Reynold Alleyne Nicholson, Richard Gramlich, Michel
Random… y que prefiguran en los arrabales literarios, de hechura como la de un
cristal: claro, pero impenetrable. Al tenor del panorama, campea el trabajo de
Rafael Cansinos-Assens, que, sin acopio de continuidad alguna, prefigura la
historia del sufismo, y cuyo esfuerzo merece ser juzgado en último lugar como la
monográfica silva de varones piadosos: «Los sufíes son los místicos del islam.
Los anacoretas y monjes que se inhiben de toda función civil o militar y sólo
aspiran a vivir entregados a la contemplación, merced a la cual llegan a
absorberse en Dios, ese Sol que continuamente irradia sus rayos de luz, que
atraen a las almas de los elegidos, como la luz de la lámpara atrae a la
mariposa, que va, feliz, a abrasarse en las llamas, según el símil del poeta
Sa'adî. […] Difícil es puntualizar las verdaderas doctrinas de los sufíes,
desnaturalizadas por sus detractores, así como también fijar fecha y lugar
precisos de su aparición, ya que se encuentran irradiaciones de la mística sufí
en obras tan distantes temporal y espacialmente como el Cantar de los
cantares y el Gita-Govinda sánscrito. Y la radiación sufí sigue
manifestándose todavía en la India, en multitud de sectas o hermandades, como la
de los bauls, de la que Rabindranath Tagore habla en un interesante
libro. Los que todo lo derivan de la India consideran al sufismo como oriundo de
ese país y consecuencia de la revolución religiosa operada por el Evangelio de
Krischna o el Buen Pastor, que inspiró el famoso poema místico de
Gita-Govinda del bengalés Jayadeva, en el siglo XII, o sea VI,
aproximadamente, de la hechra».
Así, poco sorprende que Octavio Paz, en Vislumbres de la India, atribuya, en boca de Peter Hardy, un origen hindú al sufismo. Curiosa es la referencia solar. Creadores como D.H. Lawrence o Van Gogh han intimado con él, y no es ajeno señalar que tiempos tan vastamente separados coman de un mismo pan. De éste, resulta sugerente contemplar sus cuadros (¡ser los cuadros mismos!), y de aquél, pasar por nuestra aduana la pródiga sentencia cuya marejada entretejida en su Sol albea: «Yo soy parte del sol, como mis ojos son parte de mí. Mis pies saben perfectamente que yo soy parte de la tierra; y mi sangre es parte de la mar. No hay ninguna parte de mí que exista por su cuenta, excepto, quizás, mi mente; pero en realidad mi mente no es más que un fulgor del sol sobre las superficies de las aguas».
Así, poco sorprende que Octavio Paz, en Vislumbres de la India, atribuya, en boca de Peter Hardy, un origen hindú al sufismo. Curiosa es la referencia solar. Creadores como D.H. Lawrence o Van Gogh han intimado con él, y no es ajeno señalar que tiempos tan vastamente separados coman de un mismo pan. De éste, resulta sugerente contemplar sus cuadros (¡ser los cuadros mismos!), y de aquél, pasar por nuestra aduana la pródiga sentencia cuya marejada entretejida en su Sol albea: «Yo soy parte del sol, como mis ojos son parte de mí. Mis pies saben perfectamente que yo soy parte de la tierra; y mi sangre es parte de la mar. No hay ninguna parte de mí que exista por su cuenta, excepto, quizás, mi mente; pero en realidad mi mente no es más que un fulgor del sol sobre las superficies de las aguas».
No menos prudente es señalar que los doblones y
denarios de la poesía y las enseñanzas sufíes le deben sal y horno a la
filosofía griega, en particular a aquellos especímenes de Parménides, Heráclito,
Empédocles, Pitágoras, que verían su copia en la mitología del Simurgh, fabulado
por el reducido Attar: Ave majestuosa que es todas la aves y todas la aves el
Ave, como el aforismo de Anaxágoras de «todo está en todo», que intuye las
modernas teorías y cosmogonías sobre la creación de la materia y del universo, y
de quien Frederick Copleston refiere: «…nació en Clazomene, ciudad de Asia
Menor, hacia el año 500 a. J.C., y, aunque griego, fue indudablemente súbdito
persa, pues Clazomene había sido sometida tras la represión de la revuelta
jonia; hasta es posible que pasase a Atenas formando parte del ejército persa.
De haber sido así, se explicaría muy bien por qué fue a Atenas el año de la
batalla de Salamina, 480-479 a. J.C. Fue el primer filósofo que se estableció en
aquella ciudad, que posteriormente alcanzaría tan gran florecimiento como centro
de los estudios filosóficos». Y cuya nota al pie de página inscribe: «Dícese que
Anaxágoras había tenido una propiedad en Claz, y que la abandonó para dedicarse
por entero a la vida contemplativa. Cfr. Platón, Hip. M., 283
a».
También de verde eternidad son las monedas de
Jalaludin Rûmî, que en el proemio de su desmesurado Masnaví, o dísticos
rimados de ejercicio espiritual, nos canta, en la mejor versión de
Nicholson:
This noise of the reed is fire,
it is not wind:
whoso hath not this fire, may he
be naught!
Poeta, jurisprudente, músico, filósofo persa, e
incluso sabedor de la medicina de Galeno (muerto en la actual Turquía, tierra
hermana en Homero, y que se aduna con la Jonia clásica), Jalaludin Rûmî es el
arquetipo del sabio espiritual, heterodoxo, universal como la rosa de los
vientos. En él la música y la mente son la misma manifestación, a la manera
resonante en Heidegger, que busca en su inmoral filosofía el desvelamiento del
Ser. La danza y la música, esa otra forma del tiempo, fueron su camino, al tenor
de Hazrat Inyat Khan (1882-1927), de quien sabemos, gracias a la cartografía y
prontuarios académicos de John Bowker, funda en Londres una orden para la
transmisión de la doctrina del Uno, que acaso Plotino hubiese visto con
anuencia, alegría y timidez, en la tarde inmóvil de un jardín de heliotropos. En
esa rúbrica, Halil Bárcena fatiga laberintos y pesquisas del fundador de la
orden mevleví (derviches giróvagos) o del sufismo turco. Incluso es intérprete
del Ney, flauta de carrizo e instrumento arquetípico del sufí, referido
en el dístico anterior (This noise of the reed…). Valiéndose
de una prodigiosa grey de libros y escrito en una prosa llana, pero no por ello
menos pasional que un caudal de río egipcio, Bárcena introduce al neófito en los
siguientes apartados: a) «¿De qué hablamos cuando hablamos de sufismo?», b)
«Sufismo e Islam», c) «Aspectos doctrinales del sufismo», d) «El sufismo en la
historia», y 5) «Métodos y prácticas del sufismo».
Del Jorasán a Bagdad, el autor tiene el mérito,
que no el terror, de los espejos: en sus prudentes ciento y tantas páginas,
discurren historias, poemas, señalamientos puntuales de los paladines de la
mística, que nos sugieren el infinito con base en una economía verbal, así como
el caos cuya secreta ordenación nos es vedada, pero que brilla en los ya
inmortales versos de Angelus Silesius, «la rosa es sin por qué; florece porque
florece»:
Die Rose ist ohne warum; sie
blühet weil sie blühet
Miguel Ángel Cabrera (Ciudad de
México, 1988) es estudiante de filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de
la UNAM. Ha colaborado en las revistas Punto de Partida, La hoja de
arena, Bonsái, Ágora: papeles de arte gramático, Los
poetas del cinco. Sus versos aparecen en el Poemario de la
revista Opción. Actualmente es miembro del Consejo del Foro Literario
de Sufismo, del Instituto Luz sobre Luz. Músico en ciernes, amante del café, la
cultura islámica y los hábitos ligeros, escribe por el inevitable placer de
descifrar la melodía y el ritmo, en la letra.
Fuente: Blog Cuadrivio. Hic et ubique, http://blog.cuadrivio.net/?p=3111