Hija
del viento, hija del fuego
Halil Bárcena
Dicen que son malos tiempos para la poesía
éstos que nos han tocado en suerte vivir; y, sin embargo, hay quien sigue
empeñándose en ser poeta. Y digo ser poeta, en el sentido más hondo del
término, y no escribir poemas, pues son cosas distintas. Hay poetas que lo son
sin apenas pergeñar un puñado de versos, mientras que hay quien compone y
compone, incluso bien, pero en modo alguno es poeta. Y es que la poesía no es
una actividad más a ejercer en horas muertas, sino una acción total que no se
detiene ni al dormir, ya que el sueño, el sueño del poeta, también es una forma
muy refinada de poesía. Así, se es poeta al escribir pero también al callar,
cuando se ama o en el desamor, ante el abismo del misterio o frente al efecto
apaciguador de la belleza en todas sus formas.
Pero que nadie se lleve a
error, que el sueño del poeta sea una forma muy refinada de poesía no quiere
decir que el poeta sea un soñador, alguien que vive fuera del mundo, como a
veces se le achaca desde la mentalidad utilitarista que nos acecha desde la
modernidad. El poeta, al igual que el iniciado espiritual (nótese que evito
voluntariamente la palabra místico), es el más realista e inteligente de todos
los hombres, como decía Frithjof Schuon, pues sólo el poeta -también el iniciado
espiritual, insisto- es consciente que no se puede evitar lo inevitable: por
ejemplo, que cuanto nace debe morir.
La poesía así vivida ocupa
todo el tiempo, toda la vida; y toda la vida es mucho tiempo. La poesía, al
menos tal como la concibe quien esto escribe, constituye un modo de vida, como también lo es la religión,
o si lo prefieren, la espiritualidad, que es esa palabra comodín que hoy usan
algunos a modo de sustitutivo de la malsonante ‘religión’, por temor a ser
tildado de anticuado u otras cosas peores. La poesía es un modo de vida, una
manera noble y heroica de ser y estar en el mundo.
El poeta, cuando es digno de
tal apelativo, tiene algo, bastante, mucho, del guerrero tradicional, pues escribe
con la intensidad propia de quien, como el guerrero, sabe que la muerte acecha
y que, en cualquier momento, puede morir. La poesía es un riesgo, como la fe
del espiritual: el riesgo de entregarse por completo, el riesgo de perderlo
todo a cambio de nada. Y eso es lo que otorga veracidad a la poesía de los
poetas de verdad, que, de uno u otro modo, la muerte siempre está presente en
sus versos, como lo está en sus vidas.
La poesía no es un escudo
protector, no ofrece garantía alguna de seguridad. Ser poeta es vivir en vilo,
en un estado de incesante desazón, porque lo que en verdad le preocupa y duele al
poeta, como refleja bien la autora del presente poemario, jamás halla su fin. El
sabio sufí persa Mawlânâ Rûmî (m. 1273), maestro de derviches, decía: “¿Qué culpa tengo yo si el amor nunca se
acaba?”, como recoge la autora en el pórtico de uno de sus poemas. El poeta persigue revelar un secreto
que jamás nadie podrá revelar, y él -ella en este caso- lo sabe, y lo sabe
mejor que nadie y, a pesar de todo, mejor que nadie lo dice, porque los poetas
son siempre quienes mejor saben decirlo todo. De ahí que su presencia sea
imprescindible, puesto que pocas veces las palabras han valido menos que hoy.
Los poetas son los celadores del lenguaje, máxime en una sociedad como la
nuestra, que devora con pasmosa facilidad toda palabra, inclusive las de
apariencia más noble. Hoy, las palabras,
como las sirenas de Ulises, nos arrojan contra los acantilados de lo superfluo
y de la banalidad más banal.
Pero, por fortuna, insisto,
aún quedan poetas, como la autora del presente libro, La hija del viento. Una hija del viento que bien pudiera decirse
también hija del fuego, pues es el fuego el elemento que más brilla en estos
breves poemas, quizás porque hay algo en el aire y el fuego -fuego de viento dice la autora- que es
común a ambos. ¿Acaso no decía el ya citado Rûmî, refiriéndose al ney, la flauta sufí de caña, que su
canto es fuego, no aire?
Son breves los poemas que
Michéle Najlis, poetisa de largo recorrido, nos brinda en este su último libro.
Semejan eso que los sabios sufíes, los iniciados espirituales del islam,
denominan perlas de sabiduría, que son algo así como la mínima expresión de lo
máximo. Los poemas de Najlis son breves y ponderados en el uso de la palabra
cual perlas sufíes. Nada sobra en ellos, nada les falta, rasgo inequívoco de
que nos hallamos ante una poetisa de verdad cuya verdad son sus poemas. Y en eso,
justamente, consiste la gran poesía: en decir mucho con bien poco, como La hija del viento.
(Prólogo de Halil Bárcena al libro de la poetisa nicaragüense Michéle Najlis, La Hija del viento, Hispamer, Managua, 2015).