martes, 11 de junio de 2013

Símbolos: El espejo

El simbolismo del espejo 
en la mística islámica

Titus Burckhardt



Para comprender este símbolo según la doctrina de la "unicidad de la existencia" (‘wahdat al-wujûd), que ocupa un lugar fundamental en la mística islámica, es necesario recordar que la luz representa al Ser y que, en consecuencia, la oscuridad representa la nada; lo que es visible es la presencia, y lo que no es visible es la ausencia. Se ve entonces del espejo lo que en él se refleja. La existencia del espejo se descubre por la posibilidad de ese reflejo. En tanto que tal, no obstante, sin la luz que cae sobre él el espejo es invisible, lo que significa, según el sentido del símbolo, que no hay espejo en tanto que tal.
A partir de aquí, existe una conexión con la teoría india de la mâyâ, la fuerza divina mediante cuyo poder el infinito se manifiesta de manera finita y se disimula tras el velo de la ilusión. Esta ilusión consiste justamente en el hecho de que la manifestación, es decir, igualmente el reflejo, aparece como algo que existe aparte de la unidad infinita. Es la mâyâ lo que produce este efecto, la mâyâ que, fuera de los reflejos que sobre ella se proyectan, no es nada más que una simple posibilidad o una capacidad del infinito.
Si el mundo en tanto que totalidad es el espejo de Dios, el hombre, en su naturaleza original, que en sí misma resume el mundo entero cualitativamente, es igualmente el espejo del Uno. A propósito de ello, Muhyîd-Dîn Ibn ‘Arabî (del siglo XII) escribe: "Dios (al-haqq) quiso ver las esencias (a’yân) de Sus Nombres perfectos (al-asmâ al-husnâ), que el número no podría agotar, y, si tú quieres, puedes igualmente decir: Dios quiso ver Su propia esencia (‘ayn) en un objeto (kawn) global, que, dotado de la existencia (al-wuyûd), resume todo el orden divino (al-amr), a fin de manifestar con ello Su misterio (sirr) a Sí mismo. Pues la visión (ru’yâ) que tiene el ser de sí mismo en sí mismo no es igual a la que le procura otra realidad de la que se sirve como de un espejo: él se manifiesta a sí mismo en la forma que resulta del "lugar" de la visión; ésta no existiría sin ese "plano de reflexión", y sin el rayo que se refleja...". Este objeto, comenta Ibn ‘Arabî, es por un lado la materia original (al-qâbil), y por otro Adán; la materia original es, en cierta medida, el espejo que es aún oscuro y en el que ninguna luz ha aparecido todavía, pero Adán es en cambio "la claridad misma de ese espejo y el espíritu de esta forma" (Fuçûs al-Hikam, capítulo sobre Adán).
El hombre es entonces el espejo de Dios. Pero, desde otro punto de vista más secreto, Dios es el espejo del hombre. En la misma obra (capítulo sobre Seth), Ibn ‘Arabî escribe también: "...el sujeto que recibe la revelación esencial no verá sino su propia "forma" en el espejo de Dios; no verá a Dios -es imposible que Le vea-, aunque sabe que no ve su propia "forma" más que en virtud del ese espejo divino. Esto es análogo a lo que ocurre con un espejo corporal; contemplando las formas, tú no ves el espejo, aunque sepas que no ves estas formas -o tu propia forma- sino en virtud del espejo. Este fenómeno lo ha manifestado Dios como símbolo particularmente apropiado a Su revelación esencial, para que aquel a quien Él se revele sepa que no Le ve; no existe símbolo más directo y más conforme a la contemplación y a la revelación de la que tratamos. Intenta pues ver el cuerpo del espejo mirando la forma que en él se refleja; jamás lo verás al mismo tiempo. Esto es tan cierto que algunos, observando esta ley de las cosas reflejadas en los espejos corporales o espirituales, han pretendido que la forma reflejada se interpone entre la vista del que contempla y el propio espejo; esto es lo más alto que han logrado en el dominio del conocimiento espiritual; pero, en realidad, la cosa es tal como acabamos de decir, a saber, que la forma reflejada no oculta esencialmente al espejo, sino que éste la manifiesta. Por lo demás, ya hemos explicado esto en nuestro libro de las "Revelaciones de la Meca" (al-Futûhât al-Makkiyah). Si supieras esto, sabrías el límite extremo que la criatura como tal puede alcanzar en su conocimiento "objetivo"; no aspires pues a más, y no fatigues tu alma tratando de superar este grado, pues no hay allí, en principio y en definitiva, sino pura no-existencia al ser la Esencia no manifestada".
(Titus Burckhardt, Ensayos sobre el conocimiento sagrado, J. J. de Olañeta editor, Palma de Mallorca, pp. 66-69).