martes, 4 de diciembre de 2012

Conocimiento y acción


No hay cambio sin cambiarse 


Leili Castella




Los sufíes, conocedores como nadie de la estructura interna de las palabras, gustan de juntarlas en razón de la proximidad de sus raíces, o de su proximidad fonética. Así ocurre con ‘ilm y ‘amal (conocimiento y acción, respectivamente).  Ello no es baladí, puesto que en la tradición islámica ambas conforman una unidad inextricable. Dice la azora 43, 2 del Corán: “Estableced el salât (oración) y entregad el zakât (solidaridad económica), e inclinaos con los que se inclinan”. En su comentario de dicha aleya, Abderrahmán Muhámmad Maanán explica que el islam no es otra cosa que afirmar la unidad sin concesiones de Al·lâh, creador y señor de los mundos. A la acción y al conocimiento del musulmán se le llama tawhîd. Tawhîd es una palabra de origen árabe, que gramaticalmente es calificada como másdar o nombre de acción. Deriva de la raíz w-h-d que significa “hacer que algo sea uno”. La unidad y unicidad de Al·lâh no es pues una creencia, ni tampoco una ideología, sino la intensa práctica a través de la cual el musulmán va desalojando de Al·lâh todo cuanto no es Él.  Ir encarnando este conocimiento supone, en palabras del citado Maanán, una “explosión de autenticidad”, que en lugar de hacerle  retroceder, hace que el ser humano avance hacia Al·lâh, o en expresión de Halil Bárcena, “que huya no de lo real como injustamente se dice a veces, sino, al contrario, hacia lo realmente Real”. Porque está orientado a Al·lâh, el musulmán participa en el mundo (realiza el zakât, nos dice la aleya citada). Salât (namâz en el ámbito islámico oriental) y zakât son los puentes que el musulmán tiende a la vez hacia Al·lâh y hacia la creación (jalq). Es decir, el Corán conmina al ser humano a la generosidad hacia las criaturas del mismo modo que Al·lâh lo es infinitamente más con ellas. Éste es el conocimiento a encarnar.

En la misma línea, en su Kitâb at-Tafakkur (Libro de la Meditación), Abû Hâmid Al-Gazâlî (m. 1111) establece que el fruto específico de la meditación, entendida como reflexión sobre todo aquello que nos aparta de Él, del Amigo Divino, es el conocimiento, el cual transforma el estado (hâl) del corazón, quedando plasmado en una acción verdadera, justa y, por tanto, bella. Enraizar la acción en el conocimiento de Él y no en un sistema de creencias o una ideología es lo que diferencia al mû’min o espiritual musulmán abierto a Al·lâh del kâfir, que es quien niega u oculta la realidad de lo Real. Con lucidez implacable, Martin Lings, los define a ambos así: “El hombre verdadero (mû’min) es mucho más consciente de las realidades superiores que cualquier otra criatura terrestre (…) mientras que el kâfir no sólo no es inconsciente de estas realidades, sino que las niega”. El mû’min sabe que las cosas no tienen existencia por sí mismas, sino que sólo existen o son reales en tanto en cuanto que son símbolos. El kâfir, al negar el símbolo, niega la realidad y, por tanto, se sitúa al borde de la no-existencia. El kâfir y sus obras, continúa Lings, “pueden por tanto compararse a sombras escasamente perceptibles a punto de desaparecer del todo”. Ésta es la enseñanza del Corán, plasmada en las numerosas historias de los pueblos del pasado que acoge en su seno.


Y es que, como nos recuerda Maanán, la propia historia de los inicios del islam explica la necesidad de sumergirnos en el tawhîd, en las intuiciones ancestrales del hombre, para que emanen de ellas acciones verdaderas, justas y bellas. Dice el citado islamólogo: “Desde la primera revelación, el wahy, hasta la hégira (o hiyra) transcurrieron trece años. Durante este extenso período, la generación por excelencia del islam, el salaf, fue conformada por el profeta Muhámmad (s.a.s.) en un solo tema: el tawhîd. (…) Que Al·lâh es uno no era presentado como una doctrina, como un dato, sino que era algo que había que asumir, que debía pasar a formar parte de sus naturalezas, ser parte de sus percepciones biológicas, como si fuera la recuperación de una capacidad implícita en los genes. A esta empresa el islam dedicó sus primeros trece años, y sólo a partir de entonces acometió el proyecto de la creación de una nación”. Y es que, en expresión de Halil Bárcena, no hay real cambio sin cambiarse. 

Ésta es la diferencia entre el kâfir, quien, como observa Lings, amputado de la dimensión de verticalidad, usa horizontalmente todo cuanto le atañe y tiende por tanto a la uniformidad con los otros de su clase, y el mû’mîn, en la acción del cual hay siempre algo sorprendentemente único al enraizarse en el conocimiento de Él. "Así Habibullah (s.a.s.)", escribe Maanán,  "enseñó que había que transformarse. No le servían los criterios comunes ni vendió su mensaje a ninguna estrategia. Puso toda su confianza en Al·lâh y se encauzó por los caminos que Él le señalaba sin importarle los prejuicios de sus contemporáneos, sin someterse a la ‘prudencia’ de sus razonamientos, sin venderse nunca. No se acomodó a su tiempo ni a su espacio. Pero nunca dejó de ser ‘realista’: esencialmente, era sabio. Su sabiduría no emergía del asentimiento a lo que se aceptaba, sino de una conciencia profunda que abarcaba los datos y aspiraba siempre a Al·lâh encontrando su espacio natural en la grandeza de la existencia, en la unidad de Al·lâh”.

Leili Castella licenciada en derecho y pianista. Rebâbista del grupo musical 'Ushâq, es coordinadora del 'Institut d'Estudis Sufís' de Barcelona y directora de la escuela de música 'Báraka. Música con alma'.