Halil Bárcena
Uno de los espejismos que
más deslumbran al ser humano, sobre todo al hombre moderno, es el de la
libertad. De hecho, buena parte del proyecto de la modernidad occidental se
sustenta sobre dicho principio de la libertad. El hombre es libre, se dice, lo
cual es decir mucho; o nada, según como se mire. Tal vez fuera más correcto
afirmar que es la inconsciencia del hombre moderno, borracho de egolatría, la
que le hace creerse libre, autónomo y autosuficiente. Vivir de espaldas a las
realidades espirituales, negarlas incluso, es ignorar la naturaleza real de las
cosas; y eso poco tiene que ver con la verdadera libertad, aunque se esté muy lejos
de poder reconocerlo. En ese sentido, el hombre moderno es el epítome del kâfir -de donde el ‘cafre’ castellano-,
esto es, el negador u ocultador de la verdad, que aquí es lo Real. Y,
justamente, lo contrario del kâfir es
el derviche, el espiritual musulmán abierto a Al·lâh, el mû’min, sinónimo en este caso del hombre plenamente humano. La tarea del
derviche, lo único que cuenta para él, es vivir en el recuerdo vertical (valga la
expresión) de las realidades espirituales, de tal modo que puede comprenderlas,
encarnarlas y, en consecuencia, mostrarlas. Y es que para hacer, hay que ser; y
para ser, hay que ponerse en disposición de recibir, que es vivir en actitud de
apertura existencial y entrega confiada al Ser. En resumen, la libertad del
hombre moderno consiste en creerse algo; la del derviche, en saberse nada, o lo
que es lo mismo, ser reflejo simbólico del Todo. Afirma Martin Lings: “Es precisamente reconociendo que no es libre por
lo que el hombre verdadero tiene relativa libertad en tan alto grado. Pero el kâfir, manteniendo que es
independiente, es la menos libre de todas las criaturas”.