Halil Bárcena
El llamado problema ecológico constituye una de las pruebas más palpables de la quiebra del ideal ilustrado, fundado sobre la idea finalística de progreso. Sostener una civilización como la moderna sobre el paradigma del progreso incesante (esto es, del cada vez más), en un medio finito como es el planeta en el que habitamos, constituye una locura, cuyas consecuencias estamos pagando ya. Se impone, pues, un cambio de rumbo civilizatorio y no un nuevo modelo productivo más sostenible, como apunta el ecologismo occidental, cuyas insuficiencias y cortedad de miras resultan a veces pasmosas. Pero, ¿qué esperar de un movimiento en el que se cobijan hoy los comunistas (ecosocialistas se hacen llamar) y sesentayochistas de ayer? Hoy, más que nunca, resulta urgente repensar el papel del ser humano en la existencia y su relación con el entorno natural, a la luz de las visiones tradicionales del hombre, fatalmente olvidadas en la actualidad, como microcosmos simbióticamente relacionado con el macrocosmos; unas visiones presentes en todas las grandes tradiciones del mundo, siendo eso que Seyyed Hossein Nasr dio en denominar hace unos años cosmologia perennis.
Esa constituye en nuestros días una tarea imprescindible que sin duda esclarecería mucho más el gran problema ecológico que la vulgata degradada de conceptos paracientíficos esgrimida por el actual movimiento ecologista. Y es que es preciso antes que nada comprender el origen espiritual de la quiebra ecológica en la que nos encontramos. De otro modo, las soluciones ofrecidas desde el movimiento ecologista, tan necesario como epidérmico e insuficiente, serán como cataplasmas que jamás mejorarán al enfermo. Hay que decirlo bien claro: la soledad y el ensimismamiento (a)cósmicos a los que nos aboca el modernismo están en la raíz del problema ecológico, junto al subsiguiente desencantamiento de una naturaleza a la que, por primera vez en la historia de la humanidad, una cultura, la modernista, considera inanimada, esto es, inerte.
Hoy, las palabras han perdido sus marcas de origen. El término 'naturaleza', por ejemplo, proviene del latín nascitura. Y es que, en efecto, la naturaleza es el espacio del nacimiento y la gestación de la vida, y no el escenario material, el decorado de fondo, en el que sucede la historia del hombre. A fin de cuentas, materia, la propia palabra así lo indica, significa madre, matriz. Los sufíes, embebidos de sabiduría coránica, sabían (y saben) que en la naturaleza, más aún cuando es intacta, el Amigo divino, dador y multiplicador de vida, se dice con mayor elocuencia.
Esa constituye en nuestros días una tarea imprescindible que sin duda esclarecería mucho más el gran problema ecológico que la vulgata degradada de conceptos paracientíficos esgrimida por el actual movimiento ecologista. Y es que es preciso antes que nada comprender el origen espiritual de la quiebra ecológica en la que nos encontramos. De otro modo, las soluciones ofrecidas desde el movimiento ecologista, tan necesario como epidérmico e insuficiente, serán como cataplasmas que jamás mejorarán al enfermo. Hay que decirlo bien claro: la soledad y el ensimismamiento (a)cósmicos a los que nos aboca el modernismo están en la raíz del problema ecológico, junto al subsiguiente desencantamiento de una naturaleza a la que, por primera vez en la historia de la humanidad, una cultura, la modernista, considera inanimada, esto es, inerte.
Hoy, las palabras han perdido sus marcas de origen. El término 'naturaleza', por ejemplo, proviene del latín nascitura. Y es que, en efecto, la naturaleza es el espacio del nacimiento y la gestación de la vida, y no el escenario material, el decorado de fondo, en el que sucede la historia del hombre. A fin de cuentas, materia, la propia palabra así lo indica, significa madre, matriz. Los sufíes, embebidos de sabiduría coránica, sabían (y saben) que en la naturaleza, más aún cuando es intacta, el Amigo divino, dador y multiplicador de vida, se dice con mayor elocuencia.