Arquitectura sonora, el
alminar
Leili
Castella
Pocas veces la arquitectura occidental ha
pensado en el oído, o en arrullar al ser humano con sonidos que nazcan de sus
edificios, y a lo más que suele aspirar es a la insonoración de sus espacios.
La arquitectura del islam, es, por el contrario, una arquitectura sonora, hecha
para el goce de todos los sentidos, pero especialmente quizás, para el de la
audición. Ello no es baladí, puesto que la audición, en su sentido más amplio,
es, en el islam, una facultad preeminente por muchas razones que no es el momento
de desarrollar: recordemos tan sólo, a modo de pincelada, que el hecho nuclear
del islam, la revelación coránica, fue un fenómeno fundamentalmente oral y, por ende, auditivo. El Corán fue esencialmente 'escuchado' por el profeta Muhammad, y sólo después recitado y transmitido oralmente antes de ser transcrito. La misma
palabra Corán proviene de la raíz árabe Q-R-’, que en su campo semántico
contiene el hecho de recitar un texto. La arquitectura del islam estará
pensada, pues, para exclamar, expandir y hacer resonar la palabra y los sonidos
de Al·lâh.
Buena
prueba de ello es un elemento arquitectónico de las mezquitas en el que hoy nos
gustaría detenernos: los alminares. Desde lo alto de ellos, el almuédano o muecín, cinco
veces al día y siguiendo el ritmo solar de la naturaleza, anuncia el inicio de
la oración o salât.
Joaquín Lomba, en su exquisita obra El mundo tan bello como es, plantea
acercarse al arte islámico como si de un libro de texto se tratara, para así
comprender el contenido y el pensamiento del islam. Pues bien, contemplar un
alminar es ver una representación física de la intuición fundamental del islam,
el tawhîd, que Halil Bárcena define
como “la comprensión profunda de que no existe nada más que Dios, de que no hay
nada existente fuera de Él” [1]. El alminar, como si de un dedo índice o de una
flecha se tratara, apunta a la dimensión de verticalidad de la existencia, es
decir, a su dimensión sagrada. Pero es que no sólo la forma del alminar expresa
el tawhîd; ¡también lo dice, lo canta! De lejos, uno no puede ver al almuédano (¡o ahora al altavoz,
en muchos casos!) en la torre; tan sólo se atisba el trazo esbelto del alminar
que se alza por encima de la horizontalidad común y del que emana el sonido de
la voz humana, utilizada para lo que realmente ha sido creada: para proclamar
la dimensión sagrada de la existencia. No en vano fue el ser humano el único ser de la creación que
aceptó esta tarea fundamental (Corán 33,72).
La
lengua árabe, de una riqueza y belleza inigualables, denomina al alminar ma’dana, es decir “el lugar elevado
desde donde se llama a la oración”, pero, también, como explica Lomba, al-manâr, de la que derivan directamente alminar o minarete, y que significa faro o “lugar donde se pone la luz”
[2]. Efectivamente, a veces se llamaba también a la oración con una luz, porque
los fieles que estaban lejos, en el campo o de viaje no podían oír la voz del almuédano. Pero también porque, en definitiva, la luz, esto es, la vibración sonora
más sutil que existe, es la luz de Al·lâh, “símbolo y expresión de la Creación
de Dios y de la donación del ser al mundo, pues con un solo acto creador (con
una sola luz), hace las cosas múltiples lo mismo que un solo rayo de la luz
natural nos permite ver la inmensa variedad de objetos y colores del mundo que
nos rodea” [3].
Notas:
(1) Halil Bárcena, Sufismo, Fragmenta Editorial, Barcelona, 2012, pp. 80-81.
(2) y (3) Joaquín Lomba, El mundo tan bello
como es, Edhasa, Madrid, 2005, pp. 63 y 252.
Para oír una bella llamada a la oración, entre aquí:
http://www.youtube.com/watch?v=yG6MsmEg4w4
Leili Castella es licenciada en derecho y pianista. Rebâbista del grupo 'Ushâq, es coordinadora del Institut d'Estudis Sufís de Barcelona y directora de la escuela de música 'Baraka. Música con alma'.